sábado, 3 de febrero de 2024

«Forja de corazones», de Lewis Seiler, un formidable artesano olvidado.

Las interpretaciones de Wayne,  Scottt y Dietrich se imponen al añadido patriótico que exigía la Segunda Guerra Mundial, entonces en curso.

 

 

Título original: Pittsburgh

Año: 1942

Duración: 91 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Lewis Seiler

Guion: Kenneth Gamet, John Twist. Historia: Tom Reed, George Owen

Reparto: Marlene Dietrich; John Wayne; Randolph Scott; Frank Craven; Louise Allbritton;

Shemp Howard; Thomas Gomez; Ludwig Stössel; Samuel S. Hinds; William Haade; Charles Coleman; Nestor Paiva.

Música: Charles Previn, Hans J. Salter, Frank Skinner

Fotografía:Robert De Grasse (B&W).

 

          Ya he anotado dos películas de Seiler, una que acabaré viendo y la otra revisitando, la desconocida para mí It All Came True, con Humphrey Bogart, Ann Sheridan y la siempre magnífica ZaSu Pitts,  y la vista hace algunos años Whiplash, con Alexis Smith, estupenda en El tigre dormido, de Losey y  en Retorno al abismo, de Curtis Bernhardt. Forja de corazones la he encontrado por casualidad en Filmin y, dado el elenco, enseguida me ha llamado la atención. Se trata de una película enmarcada en la campaña de esfuerzo económico usamericano en pro de la fabricación de armamento destinado a las tropas que luchaban por todo el planeta contra la amenaza del totalitarismo. La presencia, tan entusiasta, de Marlene Dietrich se debe, sin duda, a su renuncia a la nacionalidad alemana y al contrato astronómico que le ofrecía la UFA como «estrella absoluta del Régimen nazi» para convertirse en ciudadana usamericana, cosa que hizo tres años antes de rodar esta película.

          El contexto parece indicar que se trate de una película de propaganda sin mayor enjundia, pero, después de vista, confieso que el trasfondo melodramático que subyace a la propaganda es altamente estimable. Tenemos, además, tres interpretaciones magnificas que dotan de verosimilitud y credibilidad el argumento. Tras un inicio patriótico en el que se exalta la dura tarea de los trabajadores para conseguir abastecer de armamento a las tropas, un flashback nos retrotrae al comienzo de la historia, cuando dos mineros, alegres y juerguistas, además de íntimos amigos, abandonan su turno y se preparan a disfrutar de su ocio. Por el camino se enredarán  con un sastre que le hará a Wayne un traje que, sin embargo, no le puede pagar y que el coche de la Dietrich salpicará de barro, para desesperación del sastre. Detrás de ella, ambos jóvenes fornidos se adentran en un espectáculo en el que un púgil reta, por 100 dólares, a cualquiera que le aguante tres minutos sobre la lona. Wayne levanta el brazo de su colega y se arma la marimorena, porque el intento de fraude de los promotores del espectáculo acabará en una pelea de salón del oeste. Y eso es lo primero que me llamó la atención, Wayne y Scott y ningún caballo, ni rancho, ni colinas ni vacas ni duelos ni cantinas; pero en cuanto se liaron a mamporros me pareció que les brindaban una vía de reconocimiento a sus carreras y a lo que el público esperaba de ellos.

La historia, sin embargo, discurrirá por unos derroteros muy distintos, porque, el enamoramiento súbito de Wayne de la Dietrich, quien acaba acompañando a los dos amigos a la mina para ayudar en un derrumbamiento y salvar al doctor que investiga los materiales para conseguir nuevos productos derivados del carbón, cambiará sus vidas, las de los tres; la elegante Dietrich, sin embargo,  como buena hija de minero que resulta ser, se «arremanga» y colabora como el que más en el desescombro. La relación de ambos, sin embargo, no prosperará a menos que el protagonista, Pittsburgh, Charles Markham, que es el título original de la película, busque un medio de vida que no sea volver al tajo, que tanto le horroriza a ella, porque aspira a una vida muy distinta. La decisión de despedirse, tomada súbitamente, los lleva a idear un negocio con el principal consumidor de coque para sus altos hornos a quien están dispuestos a vendérselo sin intermediarios, de modo que le baje el precio. La escena, propia de dos pícaros con entendederas, es sumamente parecida al corito que vi hace poco de la época alemana de Douglas Sirk: Dos galgos, en los que dos desempleados, sin un marco, acaban convertidos en propietarios, incluso del negocio al que se habían presentado para ocupar la plaza de contable. A partir del ingenioso ardid de Wayne, pero no sin esfuerzo, comienza a crecer la empresa de ambos, aunque el devaneo erótico con la hija del empresario a quien sirven el coque, va más lejos de lo imaginable y acaba en boda y en la quiebra de la sólida amistad del trío protagonista. Esos desarreglos emocionales son paralelos al desarrollo de los negocios, pero la ambición, que es el otro ingrediente que conforma la personalidad del personaje de Wayne acabará, paradójicamente, privándolo de todo. A su compañero del alma, sin embargo, las cosas le van viento en popa y, finalmente, hay un proceso de redención que enlaza directamente con el comienzo patriótico de la película. La intensidad, sin embargo, de los sentimientos que hay sobre el tablero, es de tal naturaleza que, sin el aditamento propagandístico —bien legítimo para aquellos momentos de absoluta incertidumbre histórica— la película hubiera podido alcanzar la excelencia como potentísimo melodrama. Confieso que Randolph Scott jamás ha sido un actor que me haya parecido ni medianamente bueno, pero reconozco que en esta película, en buena parte un clásico buddy film, destaca incluso sobre Wayne, a cuya sombra su personaje adopta un tono secundario del que, andando el tiempo, se liberará.

          En fin, que se trata de una sorpresa que mirada con los ojos indulgentes del buen aficionado le descubrirá una película muy digna de ver, y con una puesta en escena y algunas secuencias muy notables, como, por ejemplo, la del momento obligado de la pelea de los dos amigos, en la que dirimen todos sus agravios pendientes, más allá del conflicto que la haya desatado: en este caso, la lucha, en la mina y en el ascensor, adquiere una dimensión casi fantasmagórica y vibrante que nos suspende el ánimo por el peligro, en cada caída sobre el suelo del ascensor, de asomar la cabeza fuera y que sea golpeada por las rocas salientes. Wayne y Scott son, además, dos buenos mozos, de excelente planta, que contribuye a la dimensión colosal de la pelea, resuelta cuando, en el ascensor de al lado, la enamorada de ambos coge un ascensor estropeado y se precipita al vacío… Bueno, ya seguirán ustedes…


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