La honradez profunda de un emprendedor enamorado y enfrentado al crimen organizado.
Título original: Desperate
Año: 1947
Duración: 73 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Anthony Mann
Guion: Anthony Mann, Harry Essex. Historia: Dorothy Atlas
Reparto: Steve Brodie; Audrey Long; Raymond Burr; Douglas Fowley; William
Challee; Jason Robards Sr.; Freddie Steele; Lee Frederick; Paul E. Burns; Ilka
Grüning.
Música: Paul Sawtell
Fotografía: George E. Diskant (B&W).
Acaso la
elección del protagonista pueda ser discutible, pero las dos joyas que había
rodado ese mismo año, Retorno al pasado de Jacques Tourner y Encrucijada
de odios, de Edward Dmytryk, lo avalaban como una buena apuesta; sobre todo
porque encarna perfectamente al hombre común que, en un rasgo de honestidad
decide plantar cara a una organización mafiosa que lo ha contratado por 50
dólares, una fortuna en aquella época, para hacer un servicio con su camión,
transportando género robado. Quien lo contrata, además, es un viejo conocido
cuyo trato ha rehuido. La acción llega enseguida, porque, tras el preámbulo de
la celebración de los cuatro primeros meses de casados, con el anuncio
confidenciado a una amiga de que la mujer espera un hijo, íntima celebración
que posponen para hacer ese trabajo tan bien pagado, el conductor se niega a
hacer el servicio y, tras ser reducido y metido a la fuerza en el camión, este
hace señas a un policía con las luces, para después arrancar y quedar el
hermano del cabecilla expuesto en una balacera en la que muere un policía,
aunque esta captura al hermano pequeño, quien se iniciaba en el «negocio» con
ese trabajo. El resto de la banda huye del lugar y el hermano es hecho
prisionero, juzgado y condenado a muerte. Mientras, el protagonista ha conseguido
escapar con el camión y va a buscar a su esposa para ponerla a salvo, antes de
entregarse, pero los periódicos publican su foto, vestido de militar, como un
miembro huido de la banda.
La huida para buscar
refugio seguro a su esposa, por un lado; y el encierro en una infecta
madriguera de la banda, por otro, marcan el desarrollo de la trama de forma muy
distinta. Mientras el matrimonio huye, camuflándose, hacia la granja de unos
familiares de ella, oriundos del este; el jefe de la banda se desespera para
conseguir información sobre el viejo conocido, para obligarlo a presentarse
ante la policía y confesar que el hermano pequeño capturado no ha tenido nada
que ver en el asunto. La doble persecución acabará convergiendo, por supuesto,
pero, antes, tendremos una espléndida ración de elegante, nervioso y violento
cine negro canónico: ¡Esa lámpara de la madriguera, cuando intentan convencer mediante
una paliza al protagonista, que oscila iluminando o ensombreciendo a un Raymond
Burr espléndido en un papel que repitió a menudo en la pantalla (I love
trouble, de S. Sylvan Simon, Pitfall, de André de Toth o Las
fronteras del crimen, de John Farrow)! ¡Qué ángulos magníficos en contrapicado
de rostros durísimos y cabezas tocadas con espléndidos sombreros icónicos del género!
Más tarde, la contratación de un raterillo elegante que le sacará dinero a
espuertas para buscar la información que el delincuente huido no puede, seguirá
añadiendo escenas de ese estilo y diálogos salpicados de la ironía propia de
quienes saben en todo el momento el poder que tienen y cómo han de usarlo,
hasta que se pasan de listos o sucede lo inesperado…
Planteada,
pues, en forma contrapuntística, la película avanza contra el tiempo: que
llegue el día y la hora de la ejecución del mafiosillo y que el protagonista no
sea descubierto por un jefe que ya no aspira a salvar a su hermano, sino a
vengarlo con la mayor sangre fría imaginable, porque aspira a hacer coincidir
la hora de la ejecución con la muerte de quien fue el responsable de que la
policía lo atrapara y le cargara el policía muerto, lo que explica la rapidez
de la celebración del juicio y de la inminente ejecución, aunque hay un ínterin
de semanas en las que el matrimonio se instala en el pueblo de los familiares,
donde llegan a celebrar la boda religiosa que no pudieron en su momento (o no
quisieron, no se explica), con el consiguiente baile, en el que, lo idílico
tiene poca vida en el cine negro, es descubierto por el emisario del mafioso,
quien llevará dicha información como un nuevo tesoro extractivo para aumentar
sus beneficios.
Aunque es la
novena película de Mann, recordemos que su tercer film fue nada menos que El
gran Flamarion, cuya crítica en este Ojo es de las más leídas, una
película que va ganando peso específico con el paso del tiempo. Con esta pasa
algo parecido: dentro de los cánones rígidos del cine negro, y con el reparto
que tiene, podríamos hablar de una magnífica película de serie B, pero el mimo
con que está rodada, el excelente guion, minorías étnicas incluidas, y un final
antológico que no puedo revelar, pero que, una vez visto, es muy difícil
olvidar, suben la categoría de esta película a una de las grandes del género. A
título anecdótico diré que en el reparto se anunciaba a Jason Robards y que me
pasé toda la película esperando su aparición sin éxito. Hube de volver a verla
para identificar, finalmente, a Jason Robards ¡Sr! —el padre del protagonista
de La balada de Cable Hogue, de Sam Peckinpah— en el papel del comisario
Ferrari, y en quien acabé viendo un cierto parecido físico con su hijo.
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