domingo, 31 de marzo de 2024

«El sabor del té verde con arroz» y «Crepúsculo en Tokio», de Yasujiro Ozu, una comedia y un soberbio melodrama extraordinario.

 

Título original: Ochazuke no aji

Año: 1952

Duración: 115 min.

País: Japón

Dirección: Yasujirō Ozu

Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda

Reparto: Shin Saburi; Michiyo Kogure; Koji Tsuruta; Chikage Awashima; Keiko Tsushima;

Eijirô Yanagi; Kuniko Miyake; Chishu Ryu; Hisao Toake; Yûko Mochizuki; Koji Shidara;

Matsuko Shiga; Yôko Kosono; Mie Kitahara.

Música: Ichiro Saitô

Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W).

 

 



Título original: Tokyo boshokuaka

Año: 1957

Duración: 140 min.

País: Japón

Dirección: Yasujirō Ozu

Guion: Yasujirō Ozu, Kogo Noda

Reparto: Ineko Arima; Kamatari Fujiwara; Setsuko Hará; Chishu Ryu; Isuzu Yamada; Kinzo Shin; Nobuo Nakamura; Teiji Takahashi; Eiko Miyoshi; Masami Taura; Haruko Sugimura; Sô Yamamura.

Música: Takinori Saito

Fotografía: Yuuharu Atsuta (B&W).

 

Ozu en todo su esplendor: una comedia rohmeriana y un melodrama que, por sus pausas contadas, te destroza el corazón.

 

          Volver a Ozu es entrar en una casa conocida, en unos pasillos por los que pasan sombras cotidianas, por salones donde los personajes apenas se dicen sino lo justo, beban sake o no, o en la barra de un bar donde dos extraños coinciden en la comanda y la dueña recibe más como una madre que como una hostelera. Una casa no necesariamente confortable, pero sí acogedora, aunque en sus habitaciones se gesten tragedias que apenas consiguen que una voz, usualmente un  nombre, suene más alta que otra. Y la cámara fija en la posición humilde en que la coloca Ozu, muy cerca del suelo, va a ser testigo de vidas que se viven con dolores o desesperanzas o desengaños que las condicionan cada jornada, aunque cada cual acuda a sus ocupaciones y la vida social quede retratada en algunos espacios cotidianos, nunca extraordinarios. Los amantes de su cine solemos recrearnos muy especialmente en los planos de transición que, al modo de los intertítulos del cine mudo, usa Ozu para efectuar un desplazamiento en la narración. Debería buscarse un nombre para esas «interimágenes», no sé, acaso intergramas u otro que defina esos «ínterin» de la vieja novela realista, cada vez que se trasladaba la acción a personajes o tiempos distintos. Esas imágenes de Ozu, usualmente planos de la ciudad, aparecen con una voluntad estética evidente, porque suele haber en ellos una cierta predisposición a «traducir» estados de ánimo o a indicar la imperturbabilidad de la vida social que parece discurrir ajena a los dramas que se cuecen en ella, con mayor o menor intensidad. Ozu planta su cámara y en la escena, aunque a veces fuera de ella transcurren muchas acciones que incluso son determinantes para el devenir de la historia, como el extraño accidente, acaso intento de suicidio, de la joven protagonista de Crepúsculo en Tokio, del que nos informa exclusivamente el ruido del frenazo de la máquina que alarma al dueño del local de donde ha salido la joven.

          El sabor del té verde con arroz es una comedia agridulce que gira en torno a las relaciones amorosas de mujeres casadas y solteras en el Japón contemporáneo, una comedia aparentemente amable, porque la guerra de sexos es el eje alrededor del cual gira la trama que lleva a tres amigas y a la sobrina de una de ellas a pasar un fin de semana casi clandestino en un balneario, a espaldas de los maridos. La historia se centra, no obstante, en una de ellas, de la que se hace un retrato que se ajusta al de la tradicional «malmaridada» del folclore, si bien, en este caso, la responsabilidad cae del lado de ella, dada su insatisfacción, lo que la lleva a despreciar a un marido cuyos gustos están en las antípodas de los suyos. La presencia de una mujer que es empresaria y una sobrina que no está dispuesta a casarse «a cualquier precio», completan la tríada protagonista. La estancia en el balneario, con la fantástica secuencia en la que identifican a los hombres con los peces del estanque a los que dan de comer dan el tono amable de toda la obra, que solo cambia cuando, tras haber desaparecido la protagonista sin dejar aviso, vuelve a casa y se encuentra con que su silencioso y tolerante marido se ha ido a un viaje de negocios a Sudamérica. La despedida, sin la esposa, tiene unas imágenes que recuerdan sobremanera los cuadros de Edward Hopper, a quien ignoro si Ozu conocía. Después de llegar a casa y no encontrar a su marido, a ese marido despreciado, la protagonista pasea por las estancias como una sombra buscando un cuerpo, contrariada, como si le estuvieran pagando con la misma moneda de ausencia. Pero llega él, tras una avería que ha hecho regresar al avión y posponer la salida para el día siguiente. Entonces, desde la frialdad de ella y la tolerancia de él, se organizan para prepararse una cena, sin saber siquiera ni dónde está la vajilla o los alimentos, porque el servicio se preocupa de esos menesteres. Y ahí se produce el milagro de la transformación de ella y cómo vuelve a ver con nuevos ojos su vida y a su marido, el amante de las cosas simples y familiares, como ese mismo «arroz con té verde» que forma parte de sus recuerdos familiares y que ella hasta esa noche mágica en la casa silenciosa había despreciado como el súmmum de la vulgaridad. Ozu, como siempre, planta la cámara y los personajes, con gestos casi imperceptibles, miradas tímidas, esbozos de sonrisa y movimientos medidos dirimen distancias insalvables y redimen incluso odios profundos incomprensibles.

          Crepúsculo en Tokio, a diferencia de la anterior, es una de las obras mayores de Ozu. Un melodrama que progresa hasta la tragedia en el caso de la hermana pequeña de las dos hijas del protagonista, un admirabilísimo Chishu Ryu al que le da réplica la hija mayor, Setsuko Hará, una actriz prodigiosa que brilló incomparablemente en Cuentos de Tokio, acaso la cumbre cinematográfica de un director que ha creado un mundo muy homogéneo. A su manera, podría hacerse con Ozu lo que hice un día con Rohmer: ver seis películas suyas seguidas, un auténtico maratón en el que las películas se sucedían como si fueran distintas historias de una sola película. En esta, que tiene una banda sonora que parece desmentir el drama profundo que alberga, como si fuera un elemento de contraste para enmarcar tragedia tan intensa como la de la hija en la imposible Gran Comedia de la vida, que absorbe incluso dramas tan acezantes como el que se nos atraviesa en el corazón, encogiéndonoslo. La historia es tan sencilla como efectiva. En la casa del padre se refugian hija y nieta huyendo de un matrimonio insatisfactorio. En La casa vive la hija pequeña, que ha dejado la universidad, atraída por un compañero que, además de dejarla embarazada, pasa de ella y, ante esa revelación, decide emprender una huida que la lleva a ella a recorrer una y otra vez los sitios habituales que él suele frecuentar. Súmese que a la ciudad ha regresado la madre de ambas hijas, que se separó del marido cuando la menor era pequeña, porque ella se enamoró de un joven con quien compartía su tiempo mientras el marido estaba destinado en otra provincia, hasta que, finalmente, se fue con él. Regresa y monta un local de juego frecuentado por el galán de la hija menor. La hija mayor va a verla y le pide que no le diga a su hermana que es su madre. La hermana alberga la sospecha de que ella no es hija de su padre, sino del amante de la madre con quien esta se fue. Poco a poco, se va cerniendo sobre la hija un futuro terriblemente oscuro y toma la decisión de someterse a un aborto, lo cual hace en una clínica legal. Y esta es una de las revelaciones postfílmicas que chocan: Japón, tras la guerra, y dados los escasos recursos para alimentar a su población, decide autorizar el aborto en parte como control de natalidad en parte para evitar el auge de hijos nacidos de uniones entre japonesas y extranjeros, es decir, con una perspectiva eugenésica, propia de su pasado filonazi. No se trata, pues, de un supuesto «derecho» de la mujer, sino de una estrategia gubernamental. Consumado el aborto, todo parece derivar hacia un drama contundente que no tarda en suceder, pero todo ello es mejor que lo conozca de primera visión el espectador, no por mis palabras palidísimas. Lo importante es que ni siquiera un planteamiento tan dramático es capaz de arrastrar a Ozu hacia un planteamiento en que la cámara se desplace en una u otra dirección. Ahí sigue, plantada en su sitio de siempre, fiel testigo de los tremendos desgarros que viven los personajes con una calma que sobrecoge, con una violencia que se reprime tras unos protocolos de relación que parecen inhibirla, pero que, sin embargo, acaba manifestándose. En esta película, la novedad, para mí, del salón de juego o del bar moderno, vigilado por la policía, que vela por la moralidad de jóvenes en peligro de caer en redes degradantes que las conviertan en parias, altera, en parte, el recoleto mundo familiar de espacios silenciosos, casi en permanente penumbra y que aquí contrasta con la luz que se apodera de la casa de la familia protagonista, cono el sol tras la tormenta. Supongo que en no pocas películas de Ozu hay un reflejo del gran drama de la derrota militar y de la reinvención del país, y que cierta sombría tristeza difuminada tiene más de contagio social que de manifestación individual propiamente dicha. La relación de las dos hijas con la madre alcanza unos niveles de dramatismo solo comparables al aciago destino de la hermana pequeña, cuya historia, por cierto, es recontada en una mesa de juego como una narración oral que la degrada hasta la burla inmisericorde de los participantes en la mesa de juego. Una visión que acentúa los trágicos relieves del drama, sin embargo. Y eso es lo que el espectador sufre con una congoja desasosegante. Pero nadie dijo que la vida haya de tener un final feliz.

           Tanto en una como en otra película, si algo caracteriza el cine de Ozu es la contención expresiva de los intérpretes, las miradas, el juego constante de interpretaciones de los silencios de los otros. No hay carcajadas en sus escenas, pero sí sollozos y lágrimas recogidas en el cuenco de las manos que nos ocultan a la contenplación ajena. Un mundo de detalles ínfimos con los que se acaban contando entresijos fundamentales de la historia que se narra. Se trata de un mundo adictivo, sin duda. Y si estar en sus películas es como estar en casa, verlas es reconocerse en un modo de ser y de estar que nos libera de nuestras prisas y nuestros desgarros emocionales que nos trastornan, aunque nuestra novedosa calma de la aceptada isiosincrasia nueva ni los oculte ni los niegue.

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