Una visión agridulce
del brusco final de la belle époque: de la conquista del amor hacia el más
terrible de los mañanas…
Título original: Les
Grandes manoeuvres
Año: 1955
Duración: 106 min.
País: Francia
Dirección: René Clair
Guion: René Clair, Jérome
Géronimi, Jean Marsan
Reparto: Michèle Morgan; Gérard Philipe; Brigitte Bardot; Jacques Fabbri;
Pierre Dux; Jean Desailly; Jacques François; Yves Robert; Dany Carrel; Magali
Noël; Michel Piccoli.
Música: Georges Van Parys
Fotografía: Robert Lefebvre.
[Nota: La crítica desvela no solo el final, sino también el final no aceptado que rodó Clair y que hubiera dado un giro radical a la película.]
Autor de París
que duerme, un mediometraje de cine fantástico, lindante con las distopías y
rodado con un enorme y bonachón sentido del humor, René Clair es un cineasta sobre
quien la crítica anda dividida, aunque las dos películas suyas que yo he
criticado en este Ojo me parecen ambas excelentes: Me casé con una
bruja y Sucedió mañana, y guardo excelente recuerdo, aunque no la
tengo muy fresca, de El fantasma va al oeste. Quiero decir con ello que
la primera película que rodó en color, obra de estudio, con enorme riqueza de
decorados y vestuario, es fiel a su manera de hacer, aunque, en esta ocasión,
Clair haya escogido un género no cinematográfico, la opereta, para convertirlo
en una película que, bajo pretexto del retrato de cierta frivolidad, de la
superficialidad de una época al borde de la desaparición, la belle époque,
nos ofrece, con un giro sorprendente, una desgarrada historia de amor maldito.
Como si el final fuera el preludio de la guerra hacia la que no tardarán en
partir los oficiales que, hasta ese momento, han hecho de la vida galante su
principal ocupación, con un tono de comedia festiva, y en parte bufa, en la que
Clair se recrea con un humor sin aparentes aristas hasta que comienza a
complicarse todo por motivos tan humanos como el despecho y los celos
torturadores, nada serio parece que ocurra en una historia aparentemente banal y próxima, en su planteamiento a la vida del favorito Beau Brummell, visto recientemente en la película de Curtis Bernhardt, de idéntico nombre, Beau Brummell.
Douglas Sirk
rodó también una opereta, Concierto en la corte, a la que él se refería
como «un pedacito de pastel vienés», pero se trata, en el fondo y en la forma,
de un musical. La película de Clair
tiene música, en efecto, pero cumple otra función, aunque el tema principal de
la película, Si tu m’aimais, que la protagonista, la tan bella como
discreta Michele Morgan, oye cantar a una de las muchas conquistas del militar
de quien ha ido enamorándose poco a poco, venciendo la resistencia a hacerlo y
sin saber que ella es el objeto de un juego frívolo y desconsiderado que se
urde a sus espaldas y que, por las ironías del azar, acabará trastornando al
impenitente Don Juan, un Gérard Philipe de impecable actuación, tanto en la vertiente frívola del personaje
como en el súbito paciente de la más ardiente flecha de amor jamás recibida, lo
que lo descompone y desnuda al tiempo, para acabar hundiéndole en dolores desconocidos.
La letra de la canción de Georges van parys, escrita por René Clair, viene a
ser como una suerte de resumen de la situación en que se halla la protagonista:
Nous n'avons plus rien à nous dire / Tout entre nous n'était qu'un jeu / Un
dernier baiser va suffire à notre adieu / Les mots d'amour c'était pour rire, /
C'était pour rire ! / On dit : " toujours " on dit : " jamais
" / On dit : " je jure " où " je promets " / La belle
avance ! / Et ces grands serments, vois-tu, ça n'a pas cours / Dans le jeu des
amours sans importance / Je t'écoutais en m'amusant / Mais à présent, mais à
présent, / Je voudrais garder le silence / Si tu disais : " toujours
", " jamais " / Si tu m'aimais !...
La historia
arranca en una cena de oficiales retando al teniente Armand de La Verne a
conseguir una mujer en el plazo de un mes, antes de que el regimiento salga de
maniobras. Por los mil caminos del azar que van a recorrer los personajes de la
opereta, entre los que se incluye el de la celebración de un duelo entre dos
íntimos amigos, nuestro personaje se enamora de una mujer madura, propietaria
de una tienda de sombreros y de quien está enamorado otro hombre que la corteja,
aunque ella lo desdeñe. La resistencia de una discreta, bella y elusiva Marie-Louise
Rivière, Michèle Morgan, va a conseguir que
el habitual proceso de conquista se convierta, poco a poco, por esas
artes de la dilación, del sí, pero no, y del no, pero sí —en las antípodas del
aguerrido ultrafeminismo de nuestros días— en un tormento para un Don Juan poco
habituado a tanta resistencia, porque el resto de las mujeres que rodean al
protagonista beben los vientos por él. El encuentro en el baile y el modo como
traba conocimiento con la madura divorciada dan el tono cómico y galante de
buena parte del desarrollo de la obra, y algunas imágenes recuerdan las de
otros jardines y soldados, como los de La Ronda, de Ophüls, por ejemplo.
Aunque el
argumento se centra en la apuesta, recogida por escrito, un documento que
acabará convirtiéndose en el detonante del movimiento que convierte la comedia
bufa en una tragedia, la película presta atención a varias historias entre las
que se encuentra la de la joven e ingenua Brigitte Bardot, enamorada del mejor
amigo del protagonista, una pareja que viene a representar el contrapunto
cómico del trágico que formarán los protagonistas cuando todo el enredo, por un
acto de venganza movido por los celos del rival de Armand, un ser a quien sus
hermanas ven como el más ridículo de los hombres, pero en cuya mano está el
desenlace de lo que, hasta entonces, había discurrido primero por los caminos
de la farsa y, posteriormente, por los, extrañísimos para Don Juan, caminos del
verdadero amor, con la generosa dosis de sufrimiento que incluye la ausencia de
la amada y la incomunicación, cuando él ha de partir dos semanas para unas maniobras
en las que llega a desesperarse y sufrir, inconcebiblemente, para él. Experimenta
una metamorfosis que lo llevan a plantearse incluso el matrimonio, algo en las
antípodas de su concepción de la relación con las mujeres. Prueba el veneno del amor y todo su ser se
supedita a la espera de la siguiente dosis.
De la opereta
pasamos, así pues, a una película de amor en la que el azar de las
circunstancias, con documentos tan comprometedores como el que hemos citado
anteriormente, determinan el futuro de unos amores que se ven de muy distinta manera
desde el hombre, olvidado de cómo nació su acercamiento a la sombrerera, y
desde la mujer, que ha tenido en sus manos la prueba irrefutable de la vergüenza
que le causa haber sido seducida para cumplir una apuesta…
Como ya he
descubierto demasiado, no quiero dejar de añadir que Clair había rodado, al
parecer, un final que no fue respetado. En él, y como el amante había
convenido, al pasar este a caballo de camino a las maniobras bajo la ventana
del dormitorio de ella, si las ventanas estaban abiertas, ello sería la señal inequívoca
de que se mantenía el compromiso matrimonial entre ambos. En ese final trágico
las ventanas están abiertas, y el teniente sonríe ufano por el brillante
porvenir amoroso que le espera al lado de la mujer junto a quien ha descubierto
el verdadero amor. Pero la cámara abandona su sonrisa satisfecha, retrocede y
sube hasta las ventanas para penetrar en el cuarto de ella y acercarse hasta la
cama, donde yace muerta… ¡Tremendo! Ni la sombra de ella detrás de las ventanas
cerradas es capaz de competir con un desenlace tan trágico y que le da a la
película un giro que la consagra como una obra de enorme calidad. Ese
movimiento, un travelín lentísimo, quiero imaginarlo así, contrastaría, en el
final, con la alegría de un montaje dinámico que va de secuencia en secuencia casi
sin solución de continuidad.
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