jueves, 7 de marzo de 2024

«Las maniobras del amor», de René Clair o el color de la gran opereta.

 

Una visión agridulce del brusco final de la belle époque: de la conquista del amor hacia el más terrible de los mañanas…

 

Título original: Les Grandes manoeuvres

Año: 1955

Duración: 106 min.

País:  Francia

Dirección: René Clair

Guion: René Clair, Jérome Géronimi, Jean Marsan

Reparto: Michèle Morgan; Gérard Philipe; Brigitte Bardot; Jacques Fabbri; Pierre Dux; Jean Desailly; Jacques François; Yves Robert; Dany Carrel; Magali Noël; Michel Piccoli.

Música: Georges Van Parys

Fotografía: Robert Lefebvre.

 

 [Nota: La crítica desvela no solo el final, sino también el final no aceptado que rodó Clair y que hubiera dado un giro radical a la película.]      

       

 Autor de París que duerme, un mediometraje de cine fantástico, lindante con las distopías y rodado con un enorme y bonachón sentido del humor, René Clair es un cineasta sobre quien la crítica anda dividida, aunque las dos películas suyas que yo he criticado en este Ojo me parecen ambas excelentes: Me casé con una bruja y Sucedió mañana, y guardo excelente recuerdo, aunque no la tengo muy fresca, de El fantasma va al oeste. Quiero decir con ello que la primera película que rodó en color, obra de estudio, con enorme riqueza de decorados y vestuario, es fiel a su manera de hacer, aunque, en esta ocasión, Clair haya escogido un género no cinematográfico, la opereta, para convertirlo en una película que, bajo pretexto del retrato de cierta frivolidad, de la superficialidad de una época al borde de la desaparición, la belle époque, nos ofrece, con un giro sorprendente, una desgarrada historia de amor maldito. Como si el final fuera el preludio de la guerra hacia la que no tardarán en partir los oficiales que, hasta ese momento, han hecho de la vida galante su principal ocupación, con un tono de comedia festiva, y en parte bufa, en la que Clair se recrea con un humor sin aparentes aristas hasta que comienza a complicarse todo por motivos tan humanos como el despecho y los celos torturadores, nada serio parece que ocurra en una historia aparentemente banal y próxima, en su planteamiento a la vida del favorito Beau Brummell, visto recientemente en la película de Curtis Bernhardt, de idéntico nombre, Beau Brummell.

          Douglas Sirk rodó también una opereta, Concierto en la corte, a la que él se refería como «un pedacito de pastel vienés», pero se trata, en el fondo y en la forma, de un musical.  La película de Clair tiene música, en efecto, pero cumple otra función, aunque el tema principal de la película, Si tu m’aimais, que la protagonista, la tan bella como discreta Michele Morgan, oye cantar a una de las muchas conquistas del militar de quien ha ido enamorándose poco a poco, venciendo la resistencia a hacerlo y sin saber que ella es el objeto de un juego frívolo y desconsiderado que se urde a sus espaldas y que, por las ironías del azar, acabará trastornando al impenitente Don Juan, un Gérard Philipe de impecable actuación,  tanto en la vertiente frívola del personaje como en el súbito paciente de la más ardiente flecha de amor jamás recibida, lo que lo descompone y desnuda al tiempo, para acabar hundiéndole en dolores desconocidos. La letra de la canción de Georges van parys, escrita por René Clair, viene a ser como una suerte de resumen de la situación en que se halla la protagonista: Nous n'avons plus rien à nous dire / Tout entre nous n'était qu'un jeu / Un dernier baiser va suffire à notre adieu / Les mots d'amour c'était pour rire, / C'était pour rire ! / On dit : " toujours " on dit : " jamais " / On dit : " je jure " où " je promets " / La belle avance ! / Et ces grands serments, vois-tu, ça n'a pas cours / Dans le jeu des amours sans importance / Je t'écoutais en m'amusant / Mais à présent, mais à présent, / Je voudrais garder le silence / Si tu disais : " toujours ", " jamais " / Si tu m'aimais !...

          La historia arranca en una cena de oficiales retando al teniente Armand de La Verne a conseguir una mujer en el plazo de un mes, antes de que el regimiento salga de maniobras. Por los mil caminos del azar que van a recorrer los personajes de la opereta, entre los que se incluye el de la celebración de un duelo entre dos íntimos amigos, nuestro personaje se enamora de una mujer madura, propietaria de una tienda de sombreros y de quien está enamorado otro hombre que la corteja, aunque ella lo desdeñe. La resistencia de una discreta, bella y elusiva Marie-Louise Rivière, Michèle Morgan, va a conseguir que  el habitual proceso de conquista se convierta, poco a poco, por esas artes de la dilación, del sí, pero no, y del no, pero sí —en las antípodas del aguerrido ultrafeminismo de nuestros días— en un tormento para un Don Juan poco habituado a tanta resistencia, porque el resto de las mujeres que rodean al protagonista beben los vientos por él. El encuentro en el baile y el modo como traba conocimiento con la madura divorciada dan el tono cómico y galante de buena parte del desarrollo de la obra, y algunas imágenes recuerdan las de otros jardines y soldados, como los de La Ronda, de Ophüls, por ejemplo.

          Aunque el argumento se centra en la apuesta, recogida por escrito, un documento que acabará convirtiéndose en el detonante del movimiento que convierte la comedia bufa en una tragedia, la película presta atención a varias historias entre las que se encuentra la de la joven e ingenua Brigitte Bardot, enamorada del mejor amigo del protagonista, una pareja que viene a representar el contrapunto cómico del trágico que formarán los protagonistas cuando todo el enredo, por un acto de venganza movido por los celos del rival de Armand, un ser a quien sus hermanas ven como el más ridículo de los hombres, pero en cuya mano está el desenlace de lo que, hasta entonces, había discurrido primero por los caminos de la farsa y, posteriormente, por los, extrañísimos para Don Juan, caminos del verdadero amor, con la generosa dosis de sufrimiento que incluye la ausencia de la amada y la incomunicación, cuando él ha de partir dos semanas para unas maniobras en las que llega a desesperarse y sufrir, inconcebiblemente, para él. Experimenta una metamorfosis que lo llevan a plantearse incluso el matrimonio, algo en las antípodas de su concepción de la relación con las mujeres.  Prueba el veneno del amor y todo su ser se supedita a la espera de la siguiente dosis.

          De la opereta pasamos, así pues, a una película de amor en la que el azar de las circunstancias, con documentos tan comprometedores como el que hemos citado anteriormente, determinan el futuro de unos amores que se ven de muy distinta manera desde el hombre, olvidado de cómo nació su acercamiento a la sombrerera, y desde la mujer, que ha tenido en sus manos la prueba irrefutable de la vergüenza que le causa haber sido seducida para cumplir una apuesta…

          Como ya he descubierto demasiado, no quiero dejar de añadir que Clair había rodado, al parecer, un final que no fue respetado. En él, y como el amante había convenido, al pasar este a caballo de camino a las maniobras bajo la ventana del dormitorio de ella, si las ventanas estaban abiertas, ello  sería la señal inequívoca de que se mantenía el compromiso matrimonial entre ambos. En ese final trágico las ventanas están abiertas, y el teniente sonríe ufano por el brillante porvenir amoroso que le espera al lado de la mujer junto a quien ha descubierto el verdadero amor. Pero la cámara abandona su sonrisa satisfecha, retrocede y sube hasta las ventanas para penetrar en el cuarto de ella y acercarse hasta la cama, donde yace muerta… ¡Tremendo! Ni la sombra de ella detrás de las ventanas cerradas es capaz de competir con un desenlace tan trágico y que le da a la película un giro que la consagra como una obra de enorme calidad. Ese movimiento, un travelín lentísimo, quiero imaginarlo así, contrastaría, en el final, con la alegría de un montaje dinámico que va de secuencia en secuencia casi sin solución de continuidad.

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