viernes, 1 de marzo de 2024

«Una vida privada», de Louis Malle o la maldición del estrellato.

 

La nouvelle vague al servicio de una exploración sobre la fama y la inanidad.

Título original: Vie privée

Año: 1962

Duración: 105 min.

País: Francia

Dirección: Louis Malle

Guion: Louis Malle, Jean-Paul Rappeneau

Reparto: Brigitte Bardot; Marcello Mastroianni; Ursula Kubler; Eléonore Hirt.

Música: Fiorenzo Carpi

Fotografía: Henri Decaë.

 

          

          La había visto hace mucho, y no guardaba muy buen recuerdo de ella. Ahora, sin embargo, al revisitarla, he descubierto algunas virtudes que en aquel tiempo me pasaron desapercibidas. Sigue sin parecerme una obra digna de un autor como Louis Malle, en eso no he cambiado de opinión, pero cuando la vi ya había pasado aquella efervescencia social que supuso la aparición estelar de BB, e incluso me atrevería a decir que, para entonces, ya estaba retirada y era noticia más como activista en favor de los animales que como actriz o cantante o modelo o escritora. Su defensa de las focas y su activismo contra el método de captura para no dañar su preciada piel dio la vuelta al mundo. Se han de haber visto algunas películas suyas, como Y Dios creó a la mujer, Manina (aquí traducida como La chica del bikini) rodada a sus dieciocho años, Los joyeros del claro de luna, La verdad o El desprecio para comprobar no solo su belleza, sino sus dotes interpretativas, de las que tan poco ofrece en esta película cuyo interés estriba en el acercamiento temprano al fenómeno devastador de la fama global. De hecho, y dado que la película de Malle tiene un fuerte componente biográfico y un acercamiento casi documental a las pasiones públicas que despertaba la actriz, objeto de los media y del público en general, esta película parece la justificación de su posterior desaparición de la vida social y su dedicación a los animales, como si hubiera encontrado en la compañía de estos un poderoso consuelo del sufrimiento padecido en la convivencia con los humanos.

          La película se plantea como una biografía del nacimiento, ascenso y consolidación de una estrella de cine cuya vida frenética es seguida por la cámara como si de un falso documental se tratase. De hecho, la carrera vertiginosa de la actriz hacia el estrellato está representada en esta película por un montaje hiperdinámico que engarza secuencias muy cortas que se suceden casi sin solución de continuidad tras un fundido a negro que da paso a una continuación que rompe, muy a menudo, no solo el espacio y el tiempo, sino también la cronología y nos muestra, en la mayoría de los casos, una transformación de la protagonista tanto en su peinado como en su vestuario o su maquillaje. Todo ocurre muy velozmente, además, como su propia carrera, en la que todos parecen tener algo que decir menos ella.

          La insatisfactoria relación con su madre, contra la que se rebela, está en el origen de su búsqueda de un modo de realización personal que la lleva desde el fracaso en el ballet, a la profesión de modelo y, casi de forma inevitable, al cine; aunque posteriormente se reconcilien, a través del nuevo marido de la madre, quien la acompaña para reunirse con el director de una revista de arte y traductor de teatro, Marcello Mastroianni, quien supervisa en la bella ciudad de Spoleto una representación teatral basada en una traducción suya. Toda esta parte de la bella ciudad italiana es lo mejor de la película, porque, huyendo del acoso inmisericorde a su persona, allá donde vaya, Spoleto parece un refugio seguro, hasta que un fotógrafo, amigo suyo de París, descubre al mundo su paradero y todo se vuelve una locura para captar su imagen y averiguar su relación con su compañero, lo que pone en absoluto segundo plano la obra de teatro.

          Antes de Una vida privada, Fellini ya había dado carta de naturaleza, a partir de La dolce vita, a la figura de los paparazzi, los intrusivos y nada compasivos fotógrafos, capaces de arriesgar la vida propia, ¡o la ajena!, como se vio en el caso de Lady Di, para satisfacer la curiosidad de la gente por las personas famosas; fama que ellos contribuían a aumentar o consolidar, por supuesto. En todo caso, ambas películas son incomparables. La de Malle es una suerte de aproximación nerviosa a la banalidad de un fracaso artístico cimentado en la belleza y la gracia corporales, mientras que la de Fellini es una obra maestra del cine, se mire como se mire. La de Malle sorprende por el color, por el montaje, por la inanidad de buena parte de su metraje y por una tensión amorosa entre un «monstruo» del cine, como Mastroianni y una actriz bastante limitada, aunque hiperfotogénica y símbolo de una juventud desinhibida que preludia el inconformismo político del inmediato 68 francés, con el que ella nada tuvo que ver, como es obvio.

          El retrato, sin embargo, de la «celebridad» mediática, cuyo odioso extremo podríamos cifrarlo en el asesinato de John Lennon a cargo de un fan suyo de abominable recuerdo, Malle lo consigue muy satisfactoriamente, porque el asedio, el acoso, el acecho constante, el hostigamiento disfrazado de legítimo interés periodístico por la vida de los «famosos» que devienen miembros de la familia de todo el mundo, y susceptibles de ser asaltados para saber los pormenores de su propia vida: sus gustos, sus deseos, sus opiniones, sus caprichos…, aparece en la película con un poder de convicción absoluto, sin la más mínima exageración, y de ahí el autosecuestro que han de sufrir para poder vivir al margen de ese celo curioso que asfixia, que impide la mínima libertad individual a la que todos tenemos derecho y la «vida privada» que le es indispensable a la persona para no sentirse como hacen sentirse a la protagonista: una mercancía.

          Me abstengo de revelar el final, porque es posible que haya quien no la haya visto, y tiene derecho a saber cómo se puede humanamente salir de ese callejón sin salida. No quiero dejar de añadir, sin embargo, una nota sobre el modelo de intelectual europeo de aquella época encarnado por Mastroianni: exquisito, cosmopolita y distante de las clases populares, a las que sufre, como sufre la celebridad de su amante, de quien la separa tanta cultura como años de vida y experiencia. Es cierto, como he leído a algún crítico, que hay muy poca «química» entre la Bardot y Mastroianni, pero entiendo que ello se debe a la ausencia de historia y a la dificultad de meterse en la piel de un personaje que se deja seducir exclusivamente por la belleza y la juventud de una celebridad artificial cimentada en la publicidad y la difusión de su imagen  como todo reclamo.  Con todo, y a pesar de esa insustancialidad del personaje de la Bardot, la cámara de Malle, demasiado objetiva, para mi gusto, no tiende a recrearse en los mejores ángulos ni en los mejores planos que pueda extraer de su personaje: sacrifica la recreación del personaje a una supuesta espontaneidad ante la cámara, lo que, unido al montaje acelerado, nos da la sensación de que la protagonista es la imagen constante de la fugacidad, un cuerpo en cambio cosmético constante; un vacío locomotor. Y sí, se atisba, de vez en cuando, cierta profundidad en el sentimiento de la protagonista, pero suele ser la del vacío entre dos espejos enfrentados, en medio de los cuales se cuela a veces la protagonista para duplicarse hasta el infinito en una cadena vacía de significado.

          En tanto que cine de anticipación de un fenómeno como el de la fama, de la que tanto se quejan las estrellas de cualquier arte —¡y ahí está el impagable documento grabado en vídeo de Fernando Fernán Gómez con un fan pesado y desconsiderado!— la película puede verse con sumo provecho, pero ya aviso que no es una obra redonda y que buena parte del metraje tiene un más que relativo interés.

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