miércoles, 29 de mayo de 2024

«Jersey Boys», de Clint Eastwood o el tributo a la nostalgia.

 

Biografía musical de Frankie Valli y The Four Seasons o de la marginación al estrellato: un musical con perfecta puesta en escena.

 

 

Título original: Jersey Boys

Año: 2014

Duración: 134 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Clint Eastwood

Guion: Marshall Brickman, Rick Elice

Reparto: John Lloyd Young; Vincent Piazza; Erich Bergen; Michael Lomenda: Michael Doyle; Christopher Walken; Jeremy Luke; Joey Russo; Freya Tingley; Freya Tingley; Sean Whalen; Francesca Eastwood; Kathrine Narducci; James Madio; Steve Schirripa.

Música: Canciones: Bob Gaudio

Fotografía: Tom Stern.

 

          Ignoraba la realización de esta película de Clint Eastwood hasta que un amable lector de mi Ojo tuvo a bien preguntarme por mi opinión sobre ella. No lo he visto todo de Eastwood, aunque el tono general de sus películas, por escasamente innovadoras que sean, invita siempre a la contemplación. No se dio la ocasión y ahí seguía, sin que nunca reparara en ella. Ignoro la acogida que tuvo en su día, pero yo soy un enamorado del género musical y, en principio, trato de ver cuanto se me ofrece como tal, luego ya me hago yo mi composición de lugar, porque el género tiene tantas obras maestras en su haber que cuesta lo suyo hacer alguno que capte la atención del aficionado. ¡Menuda sorpresa la mía, cuando descubrí Los paraguas de Cherburgo, de Jacques Demy, ese peliculón! O sea, que me encanta ser sorprendido por películas que, en principio, no busco, al menos hasta que me las recomiendan, como es el caso.

          Desconocía la existencia de The Four Seasons, y reconozco que la voz en falsete de Valli no es mi registro preferido, si bien con ellas triunfaron los Bee Gees, por ejemplo; aunque soy un fan de contratenores como Philippe Jaroussky, cuya técnica clásica me parece literalmente increíble. Gracias a él hemos sido capaces de descubrir lo que en su momento significaron, a nivel musical, celebridades como Farinelli. Antes de ser llevado a la pantalla por Eastwood, Jersey Boys triunfó en el teatro musical y, de hecho, sus intérpretes repiten en la película y cantan ellos mismos. La película me ha servido para descubrir que Bob Gaudio, compositor de muchos de los éxitos del grupo, es el autor de una canción tan extraordinaria como Can’t take my eyes off you, mil veces versionada hasta convertirse en un auténtico standard inmortal. Y la letra es del productor Bob Crewe, encarnado aquí por un prodigioso actor, Michael Doyle, que lo convierte, en cada aparición suya, en el centro de la atención, muy por encima de los cuatro componentes del grupo, por su ambigüedad sexual y por su férreo dominio profesional de la escena y la producción diuscográfica.

          La película nos habla de un caso de superación personal de unos jóvenes que caen en la delincuencia e incluso pasan, algunos de ellos, una temporada en prisión. Guardan cierta relación con la mafia, papel representado por Christopher Walken, en sus excelentes postrimerías, y se debaten entre reducirse a su aciago destino o luchar por sus sueños. Aunque la historia real del grupo es más compleja, en la película se simplifica la historia y solo se da cuenta de la incorporación del compositor Bob

Gaudio, que es el autor de sus primeros éxitos; una admisión no exenta de polémica por las relaciones tensas entre los miembros del grupo. Más adelante, Gaudio le propondrá a Valli que inicie una carrera en solitario, cantando sus canciones, con las letras de Crewe, algo realmente inusual para la época, si bien el éxito que alcanza lleva a que, en adelante, sean conocidos como Frankie Valli y The Four Seasons.

          La película tiene una producción fastuosa, una puesta en escena en la que no se ha descuidado ningún detalle y con una iluminación que potencia los claroscuros de la carrera de los cuatro músicos. La historia, rompiendo la cuarta pared, nos la cuentan directamente a los espectadores los miembros de la banda, excepto el protagonista, quien, devastado por el suicidio del su hija predilecta, es incapaz de añadir nada que no sea dicho a través de las canciones, especialmente My eyes adored you, una historia de amor que, leída en clave paternal admite algún equívoco, la verdad sea dicha. La canción, no obstante, es hermosísima y fue un auténtico hit en su momento. La variación de los puntos de vista son un acierto, porque permite abordar desde miradas muy distintas la frágil unión de personajes muy distintos y no siempre dispuestos a bajarse de sus egos para facilitar los acuerdos que permiten la supervivencia del grupo. De hecho, los trapicheos del más mafioso de los cuatro acaba llevándose por delante el grupo y dejando a Valli al frente de una carrera en la que, solo mucho más tarde, volvería a ver la reconciliación con sus colegas.

          Puede reprochársele a Eastwood que el resultado final de la adaptación no tenga un carácter tan personal como sí sucedió con Bird, su homenaje impecable a Charlie Parker, pero hablamos de un grupo popular muy famoso frente a una personalidad tan compleja y estrella de una música de públicos más reducidos, selectos y entendidos. A mi modesto entender, sin embargo, y por el cuidado que la producción ha derrochado, Eastwood ha sabido empaparse no solo de una época, los 60, sino de unas psicologías que, desde los márgenes de la sociedad, se acercan al sueño usamericano del triunfo y el éxito, con gran acierto. Es notable la preocupación formal por hacernos llegar la música del grupo de la más prístina manera, y, contrastando las actuaciones de la película con grabaciones reales del grupo en YouTube, el resultado aún es más apreciable. Imagino que, al margen de que esa música nos guste más o menos —¡y hay que oír lo que debió de tomar Billy Joel de Gaudio…—, hay que saber leer entre las líneas de la puesta en escena para disfrutar de una historia colectiva que retrata hasta lo más íntimo el sistema artístico usamericano. Dejando al margen al protagonista, John Lloyd Young, muy limitado expresivamente, aunque con una voz idónea para el papel, el resto del elenco cumple sobradamente para dotar a la película de un nivel de interpretación acorde con lo que la historia prometía. De hecho, incluso con Lloyd Young acaba el espectador simpatizando, aunque solo sea gracias a la dureza de las situaciones que ha de sobrellevar cuando antepone la gratitud y la lealtad al egoísmo o el derrotismo de otros componentes. Nadie tema aburrirse o creer que todo es convencionalismo en la dirección de Eastwood, porque hay sobradas secuencias en las que se advierte la maestría que lo ha llevado a convertirse en uno de los mejores directores de la historia del cine, como se lo reconoció nada menos que Orson Welles.

viernes, 24 de mayo de 2024

«Tumba abierta», de Danny Boyle, el brillante inicio de un director inclasificable.

 

Una ópera prima que roza la ópera perfecta: el humor negro y la violencia extrema en feliz maridaje.

 

Título original: Shallow Grave

Año: 1994

Duración: 91 min.

País: Reino Unido

Dirección: Danny Boyle

Guion: John Hodge

Reparto: Ewan McGregor; Kerry Fox; Christopher Eccleston; Peter Mullan; Ken Stott; Gary Lewis; Keith Allen; Colin McCredie; Robert David MacDonald.

Música: Simon Boswell

Fotografía: Brian Tufano.

 

          Resulta estimulante acercarse a la ópera prima de muchos directores después de haber visto obras recientes suyas sobre las que te has formado un juicio más o menos sólido. Obras como Trainspotting, Slumdog Millionaire o Yesterday, ¡tan distintas entre sí!, dan fe de la versatilidad de un director que no se deja encasillar, a fuer de variar sus temas y estilos. En su ópera prima, sin embargo, Boyle explora la comedia negra con unos recursos excelentes y un  guion fabuloso, en el que los giros se suceden desde el principio hasta el mismísmo final. Una obra tan temprana, permite, además, ver el debut cinematográfico de actores con mucha proyección posterior, como es el caso de Ewan McGregor, aunque ese debut se produjo, al tiempo, el mismo año, en dos películas: Un hombre perdido en el tiempo, de Bill Forsyth, de muy deficiente distribución, y donde hacía un papel insignificante, y la presente, donde asume un protagonismo que aumentaría, después, en la película que lo consagró Trainspotting.

          La trama comienza como una comedia de situación en la que tres compañeros de piso, algo juerguistas y sobrados, deciden alquilar la habitación vacía del piso a un nuevo colega. El proceso de selección de dicha persona, un remedo de los castings para participar en producciones cinematográficas, es una tarjeta de presentación del carácter faltón, juguetón y desinhibido de los tres amigos. Tras rechazar a varios candidatos, con quienes urden todo tipo de bromas, algunas de ellas pesadas y faltas totalmente de misericordia o caridad para con el prójimo…, deciden aceptar a un intrigante personaje que los supera en edad y, aparentemente, en formación y experiencia vital. Los tres se dejan seducir por el tal Hugo que llega con dos maletas y se encierra en su cuarto para chutarse una sobredosis que lo deja  completamente «electrizado» en la cama. En vez de llamar inmediatamente a la policía, el personaje de McGregor descubre una maleta bajo la cama con una fortuna en ella. Y a partir de ahí, se abre la veda para la comedia negra, muy negra. El tema ha sido tratado en el cine negro en diversas ocasiones. No hará mucho que vi  Demasiado tarde para las lágrimas, de Byron Haskin, con una de lasa clásicas mujeres fatales del cine negro, Elizabeth Scott. En esa película, y por error, un coche que se cruza con el de los protagonistas, Elizabeth Scott y Don de Fore, arroja una maleta llena de dinero a su coche. Cuando se dan cuenta de lo que contiene, se despierta en ella una avaricia por el dinero que acabará siendo su perdición; sobre todo cuando entra en juego uno de los grandes villanos de ese género cinematográfico, Dan Duryea. Aquí, en Tumba abierta, como se advierte, pasa exactamente lo mismo, y cuando el más sensato de los tres pretende llamar a la policía, los otros dos le insisten en que se lo piense, porque, como es obvio, se trata de un dinero «llovido del cielo» con el que nadie, nunca, eso creen al menos, podrá relacionarlos. La confianza en la seguridad total, cuando de dinero de origen desconocido hablamos, es uno de los grandes autoengaños de quienes se ven accidentalmente en posesión de él. A partir de ese momento, y cuando el sensato se decanta por seguirle el juego a los otros dos, comienza el «baile» de despropósitos que van a sucederse durante el resto de la proyección, porque, como  no se le oculta a los aficionados a este género de la comedia macabra, no hay botín que no tenga dueños que harán lo posible y lo imposible por recuperarlo. Y si al frente de esos esbirros se halla un actorazo como Peter Mullan, está claro que todo va a mejorar. El humor negro, si andan descuartizamientos y entierros clandestinos de por medio, complica no poco el asunto, pero mucho más lo complica el hecho singular de que la amistad entre los tres jóvenes comienza a resquebrajarse y a dejar paso a diversas estrategias de alianzas que van variando en función del trastorno radical que sufre uno de ellos, Christopher Eccleston, quien esconde el dinero en el desván del apartamento, se instala en él y taladra el techo para poder vigilar desde arriba no solo los movimientos de sus sospechosos compañeros, de quienes cree que se han aliado para despojarlo de su parte, sino, también, la llegada de los matones que, tarde o temprano, han de acabar descubriendo el rastro del tal Hugo y de su maleta maravillosa. El ejercicio estilístico de Boyle tiene mucho que ver con la distorsión de la imagen, los planos estrafalarios y los primeros planos que revelan el tormento psicológico del enajenado que se convierte en el «guardián del tesoro», dispuesto a matar por él a quien quiera arrebatárselo. Esa metamorfosis es uno de los principales atractivos de la historia, porque supone la emergencia del monstruo de la codicia en la persona de orden, sobre todo después de haber contribuido tan decisivamente a la desaparición del primer cadáver, lo que volverá a repetirse con los dos matones, con quienes se enfrenta, ventajosamente, en la emboscada del desván, lleno de rayos luminosos y obstáculos de la armazón que sostiene el tejado del edificio. Ahí la realización se vuelve incluso brillante, porque Boyle ha sabido captar a la perfección el desvarío de quien, definitivamente trastornado por la ambición de vengarse contra sus amigos, a pesar de que ella, Kerry Fox, se ha movido eróticamente hacia él para afianzar una unión que excluya al personaje de McGregor, no repara ya ni en la posibilidad de tener que «eliminar» a sus compañeros de piso. Poco a poco, pues, el trágico divertimento va a más, hasta que acaba entrando en escena la policía, con un par de agentes que añaden tanta comedia como inquietud en los protagonistas. Por el medio, claro está, hay no pocas secuencias, como la «venganza» de uno de los aspirantes a ocupar la habitación, que deja al personaje hecho un cristo, como en efecto se merecía. Ese choque con la realidad forma parte, a lo largo de toda la película, del escarmiento de los tres jóvenes que acaban anteponiendo la ambición a la amistad. Eso sí, los giros de la trama se suceden hasta el mismísimo momento del desenlace, sobre el que corro la cortina para que cada cual la abra y se lo pase en grande con él. El dinamismo de la realización, que se acerca tanto al mundo del videoclip, contribuye a que la película se nos haga incluso breve, pero la narración, doy fe de ello,  es redonda y su final muy ingenioso y sorprendente. Está claro que sin la frescura desvergonzada de esta Tumba abierta (más propiamente Tumba poco profunda, en consonancia con el desarrollo de la historia), no hubiera podido Boyle narrar la transgresora Trainspotting.

jueves, 23 de mayo de 2024

«El hijo del otro», de Lorraine Levy o meterse en el avispero judeo-palestino.

Una aproximación emocional a un conflicto político de casi imposible solución.

 

 

Título original: Le fils de l'autre

Año: 2012

Duración: 101 min.

País: Francia

Dirección: Lorraine Levy

Guion: Noam Fitoussi, Nathalie Saugeon, Lorraine Levy. Historia: Noam Fitoussi

Reparto: Emmanuelle Devos; Pascal Elbé; Jules Sitruk; Mehdi Dehbi; Areen Omari; halifa Natour; Mahmud Shalaby; Bruno Podalydès; Bruno Podalydès; Marie Wisselmann; Diana Zriek.

Fotografía: Emmanuel Soyer.

 

          Nunca me da pereza meterme en películas que, rodadas en Israel y en Palestina, pretenden acercarse honestamente y sin afán propagandístico a la imposible convivencia, social y política, entre los palestinos y los israelíes. Está claro que esta historia tiene unos antecedentes imposibles de elucidar, sin sospechas, en el marco de una crítica cinematográfica que por fuerza ha de atender no solo al relato sino al modo como se nos hace llegar un doloroso trozo de realidad que se ha producido por un terrible azar que cae en la vida de los afectados como un mazazo que los aturde hasta casi el desvarío: por error, en el pabellón de recién nacidos, dos niños son confundidos a la hora de ser entregados a sus madres respectivas, de tal manera que solo por el azar de un análisis de sangre, una de las madres advierte que hay algo raro, porque el grupo sanguíneo de su hijo no coincide con los que posibilitan los de los padres. Reunidos los cuatro ante el doctor de la clínica donde se produjo el fatal intercambio, se hace evidente el abismo que separa a ambas familias, una israelí y la otra palestina, y cuando conciertan una reunión «familiar» para «conocerse» e ir preparando el terreno para que los hijos, próximos ambos a la mayoría de edad, actúen como juzguen conveniente.

          Cuesta imaginar que toda una vida, ordenada de acuerdo a las «creencias» familiares, haya de ser replanteada por el hecho biológico de ser hijo de otros padres cuya vida está en las antípodas, si bien a ambas madres une, sobre todas las cosas, el hecho de ser la madre biológica de cada una de las criaturas, y ahí sí que las diferencias entre sexos son muy explícitas, en una región, además, en la que hay un machismo teológico muy difícil de «esquivar» si se hace bandera de la pertenencia a una religión, antes que a unos valores sociales democráticos, igualitarios. El hijo del otro es la historia de una deconstrucción doble, cuya mejor baza, sin embargo, es la naturalidad del acercamiento entre dos jóvenes con muy diferentes intereses y personalidad: la pasión por la música del joven israelí, ahora árabe, compartida con el padre desconocido; el afán laboral del joven árabe, ahora israelí de nuevo cuño, a quien no se le caen los anillos por vender helados en la playa para contribuir económicamente en su casa y sacarse unos dineros para poder seguir estudiando en Francia sin ser tan gravoso a su familia.

          A pesar de que el severo conflicto bélico planea durante toda la película, sobre todo por el muro y los férreos controles a la movilidad de los palestinos en sus propios territorios, la historia quiere invitarnos a participar de un caso singular que pone en entredicho el odio recíproco a través de dos jóvenes que han de dar «el salto» de una a otra cultura para asimilar el hecho biológico de que no son hijos de quienes ellos han creído que lo eran. Esos «pasos contados» nos conducen a situaciones como la que le plantea el joven israelí al rabino: «¿Sigo siendo judío»?, a lo que, para nuestra estupefacción, responde negativamente el rabino, circunscribiendo la condición a ser hijo biológico de judía. Poco a poco, pues, ambos jóvenes, más el hasta ese momento israelí que el musulmán, entran en una espiral de desasosiego y de curiosidad de las que pronto se intuye que les va a costar lo suyo salir, ¡si salen! De hecho, el modo como las madres comienzan a mirar a sus «nuevos» hijos parece indicar, metafóricamente, la posibilidad de un acuerdo entre ambos pueblos; porque está claro que la función metafórica actúa con notable poder, y, vuelvo a insistir, más desde el lado femenino que del masculino. Es un hecho. Y, además, son harto notables las diferencias económicas entre ambos hogares, porque la urbanística de los trazados urbanos israelíes no son, ciertamente, las tradicionales de los territorios palestinos, ni el lujo del hogar israelí puede compararse con la modestia del palestino. Y eso sí que responde a la terca política de negación del estado de Israel, en vez de, como lo han intentado no pocas veces, basar en su coexistencia unas relaciones que, a mi entender, harían de la zona, Palestina incluida, un polo de desarrollo económico que nos maravillaría. Quiero entender, ¡necesito entenderlo así!, que el acercamiento entre ambas mujeres, que comparten un mismo destino adverso: haber sido privadas del hijo de sus entrañas nada más nacer las criaturas, es un potente rayo de esperanza para salir de una espiral de acción terrorista y venganza justa que  no trae la paz, sino la multiplicación de las víctimas inocentes.

          La realización está puesta al servicio de la narración y no pretende hacer ningún alarde estético que nos distraiga de lo que se cuenta, pero se ha de reconocer que fluye y refuerza el impacto de todos esos planos exteriores que nos hablan de perímetros de seguridad, del miedo cerval al terrorismo y de la sensación de sentirte prisionero en tu propia tierra. No hay, sin embargo, más allá de un agrio choque entre ambos padres al poco de conocerse, un discurso propiamente político en la película, excepto el de reconocer que la individualidad de ambos jóvenes está por encima, ¡muy por encima!, de las sociedades a las que ninguno de los dos desea pertenecer de una forma acrítica. Este es, a mi juicio, uno de los valores transgresores de la película: construir la propia vida al margen de las aspiraciones sociales o nacionales de donde decidan vivir de este confuso momento de sus vidas en adelante, algo que no queda explícito en la película, cuyo final abierto no será del agrado ni de los tirios ni de los troyanos; pero sobre la vida de esos jóvenes no puede gravitar como una losa un hecho fortuito que les ha marcado la vida. Pues sí, evocando el viejo bolero: se pueden tener dos familias a la vez y no estar loco (ni ser un traidor…).

«El legado», de Lisa Mulcahy o la familia como el peor enemigo.

 

Poderosa historia de terror gótico sobre un clásico de J. Sheridan Le Fanu.

 

 

Título original: Lies We Tell

Año: 2023

Duración: 89 min.

País:  Irlanda

Dirección; Lisa Mulcahy

Guion: Elisabeth Gooch. Novela: Joseph Sheridan Le Fanu

Reparto: Agnes O'Casey; David Wilmot; Holly Sturton; Chris Walley; Grainne Keenan;

Eleanor Methven; Mark Doherty; Elaine O'Dwyer; John Olohan; Kieran Roche.

Música: Aza Hand

Fotografía: Eleanor Bowman.

 

          Baste recordar que Le Fanu fue un autor irlandés cuya literatura gótica llamó la atención de un genio del cine como Dreyer, quien llevó a la pantalla esa obra tan singular en su filmografía que es Vampyr. Recuérdese, de paso, que Le Fanu fue una de las grandes influencias de Bram Stoker, autor de Drácula. Nos hallamos, pues, ante una clásica película gótica en la que los fantasmas o las fuerzas misteriosas del mal se han encarnado, sin embargo, en los miembros de la familia de la protagonista, huérfana, y cuyas propiedades administran dos albaceas testamentarios muy distintos entre ellos. La joven, a tres años de convertirse en mayor de edad y pasar a gobernar su hacienda, recibe la visita de su tío, acompañado de los dos primos de ella: una joven pizpireta y un joven ambiguo cuyas intenciones no tardarán en manifestarse. La mansión en que vive la joven, llena de espacios vacíos o apenas usados, va a ir convirtiéndose, poco a poco, con la llegada de los familiares, en una suerte de «casa tomada» por la ambición del tío y de los sobrinos. La confianza de la joven en su familiar no tarda en convertirse en una lucha desesperada para huir de los oscuros planes del tío. El principal ariete con el que el tío embiste a su sobrina son los desesperados intentos del primo por ser aceptado como pretendiente a la mano de su prima. Llegado el momento, además, la joven será víctima de una violación que no puede evitar. La joven, a partir de semejante agresión, comienza a desarrollar las estrategias que le permitan «deshacerse» de su tío y de sus primos, si bien el hecho de que uno de los albaceas, el doctor, se compinche con el tío, le resta posibilidades de salir con bien de su plan.

          El planteamiento de la película, el segundo largo de la autora, directora de series para televisión, es elemental, pero muy eficaz, porque la narración la vivimos desde el punto de vista de la protagonista, con el que no tardamos en identificarnos y en someternos a la angustia que ella vive, viendo cómo se le cierran las posibilidades bien de denunciar cuanto le está ocurriendo bien de salir huyendo, porque la casa se le ha convertido en una trampa de la que no puede escapar. Con buenas razones, la joven consigue llevar a su tío al convencimiento de que si los planes de este para declararla enajenada y poner su hacienda bajo su administración han de pasar por un juez, bien sabrá ella representar como debe el papel de pobre huérfana acosada por unos familiares ambiciosos que quieren, ¡pobre de ella!, despojarla de sus bienes. ¿A quién creerá cualquier juez, en esa tesitura? La brillante estrategia obliga al tío a negociar una cantidad para que desaparezca de la casa, junto con sus dos primos y la institutriz francesa que educa a la niña y de quien la protagonista sospecha que es la amante de su tío. Llega un momento de la trama, sin embargo, en que la realidad se vuelve más compleja, porque la institutriz no solo es amante, sino la verdadera madre de su prima, aunque no de su primo, el que va buscando casarse a toda costa con ella. Tras el acuerdo de la protagonista y el tío, acaba haciéndose pública la identidad de la institutriz y su relación con tío y sobrina. Esta, sin embargo, rechaza a su madre y se acerca a su prima.

          A medida que la realización ha ido privilegiando el juego de claroscuros, desde que el tío toma la decisión de asesinar a su sobrina, entra en liza no ya el desafío de librarse de los familiares que le han tomado la casa, sino el propio instinto de supervivencia para salvar una vida que, como bien ha ido intuyendo a medida que avanzaba la acción, es el único obstáculo que se interpone entre el tío, arruinado, y los bienes de su sobrina. Es en esos momentos en los que el espectador asiste, propiamente, a una película de terror, reforzada por los movimientos furtivos de los personajes en un escenario propenso a realzar lo misterioso y lo amenazador. El caserón, los pasillos vacíos, la habitación y la cama de la protagonista, la cocina…, donde se resuelve la trama; todo, en conjunto es una puesta en escena austera pero sugerente y, sobre todo, muy eficaz, porque en ningún momento el espectador deja de apreciar los esfuerzos heroicos de la mujer para librarse de la que le ha caído encima. Aunque el tema fe la herencia es bien decimonónico y está presente en su narrativa realista, La desheredada, de Galdós, Eugenia Grandet, de Balzac, por ejemplo, la obra de Le Fanu deriva hacia la encarnación del mal que representa el tío, ayudado en primerísima instancia por su hijo, el primo dispuesto al «sacrificio» de casarse con la rica heredera. La resolución de ella, con un coraje femenino singular, nos muestra  una capacidad de defensa digna de elogio, aunque nos hace sufrir durante todo el metraje, porque, incluso después de la violación, cuando el tío recurre al doctor albacea para tratar de buscar un diagnóstico de locura que la incapacite, desconfiamos de que pueda salir con bien de la amenaza a la que ha de hacer frente. En este sentido, sí que la película cumple su misión de mantenernos en suspense hasta el desenlace, que los intelectores de esta crítica, habrán intuido dramático, como así, es, pero bien merece que lo vean por sus propios ojos.

          La película está llena de detalles, como la relación del servicio con la heredera, o la del capitán, que pasa del ridículo a la categoría de «salvador», o lo más parecido a ello, además de los propios de los hábitos y costumbres de la época, que generan una perfecta ambientación. Insisto, sin embargo, en que no hay un derroche de puesta en escena clásica, sino la contención de un espacio austero que se vuelve amenazador para la propia supervivencia de la protagonista. No siempre el terror ha de reducirse al «susto», y no los hay en esta película en ningún momento, sino el tejido evolutivo de la escapatoria de quien ha de salvar su vida, su hacienda y su honra… El final, en todos los sentidos, es espléndido y da sentido al título literal de la novela: Mentiras que contamos.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   

sábado, 18 de mayo de 2024

«Sexy Beast», «Under The Skin» y «La zona de interés», de Jonathan Glazer.

 

Título original: Sexy Beast

Año: 2000

Duración: 89 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jonathan Glazer

Guion: Louis Mellis, David Scinto

Reparto: Ray Winstone; Ben Kingsley; Ian McShane; Amanda Redman; Cavan Kendall; Julianne White; Álvaro Monje: James Fox.

Música: Roque Baños

Fotografía: Ivan Bird.

 

 





Título original: Under the Skin

Año: 2013

Duración: 108 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jonathan Glazer

Guion: Walter Campbell, Jonathan Glazer. Novela: Michel Faber

Reparto: Scarlett Johansson; Paul Brannigan; Robert J. Goodwin; Krystof Hádek; Scott Dymond; Michael Moreland; Jessica Mance; Jeremy McWilliams; Adam Pearson.

Música: Mica Levi

Fotografía: Dan Landin.

 






Título original: The Zone of Interest

Año: 2023

Duración: 106 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Jonathan Glazer

Guion: Jonathan Glazer. Novela: Martin Amis

Reparto: Sandra Hüller; Christian Friedel; Ralph Herforth; Max Beck: Marie Rosa Tietjen;

Sascha Maaz: Stephanie Petrowitz; Lilli Falk; Freya Kreutzkam; Ralf Zillmann; Imogen Kogge; Nele Ahrensmeier; Johann Karthaus; Daniel Holzberg; Medusa Knopf; Luis Noah Witte; Christopher Manavi; Zuzanna Kobiela; Julia Polaczek; Wolfgang Lampl.

Música: Mica Levi

Fotografía: Lukasz Zal.        

 

 

Un thriller espectacular; una nadería cibernética y un visión del genocidio nazi como industria de la muerte.

 

          Tras haber visto La zona de interés con mucha atención, francamente interesado en la propuesta casi brechtiana del autor, descubro que sí había visto una película de Glazer, Under The Skin, a la que, sin embargo, tras sufrir una severa decepción, no le concedí el premio de la crítica, porque mi insatisfacción me dejó tan frío que no acabé de entrar en una propuesta que sí, abordaba el futuro que nos espera, de cyborgs y equívocos y mundos sin piedad en que habitaremos habituados a la impasibilidad moral, pero, justo por eso, no me sentí llamado a dejar memoria de aquel visionado a solas, por supuesto, mi Conjunta huye de propuestas tan transgresoras como, tiene razón…, aburridas. Daba exactamente igual que Scarlett Johansson prestase su agraciado físico para una cacería constante de víctimas inocentes que ni sospechan el salto de dimensión viscosa en que han de hundirse siguiendo el sueño erótico del sexo fácil que la «buscona» les ofrece. De hecho, toda la película se reduce a la búsqueda de las víctimas y al extraño ceremonial de la nueva mantis religiosa… Sí, hay una puesta en escena muy particular en Escocia, en la naturaleza —son impresionantes de verdad las escenas de la costa, con aquel bebé abandonado en una playa azotada por un hermoso temporal, mientras la protagonista se aleja de él tras haberle abierto la cabeza al adulto rescatado de las aguas…— y estoy dispuesto a reconocer que el final tiene una fuerte carga ritual y metafórica, con ese «desnudarse» el robot de la piel humana, después de que un camionero haya intentado beneficiársela, guiado por el mismo engaño al que sucumbieron los candidatos anteriores. No son relaciones demasiado cordiales, las que describe Glazer, quien ha escogido el futuro distópico en vez del futuro cooperativo al que, al parecer, tiende la industria cibernética; pero no es menos cierto que esa es una historia que aún se está empezando a gestar, y de la que ni se ha escrito aún la primera línea del primer capitulo.

          Aprovechando que en Filmin tienen también su primer largo, Sexy Beast, me dije que, ya puesto, mejor tener todos los antecedentes posibles. El inicio de la película, curioso hasta decir basta, con el maromo inglés achicharrándose al sol de Almería (Marbella en la película) en una casa con piscina parecía indicar que pudiera hallarme en la vía de un disparate monumental. De repente, sin embargo, el hombre se levanta y se acerca al borde de la piscina, de espaldas a la montaña en cuya ladera está construida la casa. Entonces observamos cómo una piedra mastodóntica, que él no parece oír, rueda febrilmente ladera abajo con la intención de jugar con él a los bolos… En el último segundo, sin embargo, la piedra hace un extraño y vuela, desde el último obstáculo con el que choca, hasta, pasando a su lado a escasos centímetros, caer estrepitosamente en la piscina. Sí, claro, un «momentazo» WTF!, que se te queda incrustado en la retina como si hubieras visto una de las más hermosas coreografías del Azar que hayas contemplado nunca. A partir de ese instante, me quedo *glueado a la pantalla y la película comienza a crecer poco a poco. El macarra es un esbirro que se ha retirado de los golpes criminales en su país, Gran Bretaña, y se dedica, enamorado, a disfrutar de los más simples placeres de la vida y de su vida familiar, casado, pronto lo sabremos, con una exactriz del porno. El giro cualitativo (o «valor añadido», que dicen los economistas») no tarda en producirse, tras haber conocido a la pareja amiga con quien comparten sus vidas: visitas, veladas, salidas, etc.: aparece en escena Don Logan, o mejor dicho, irrumpe, ¡y con qué salvaje energía! Parece mentira que un cuerpo tan sucinto, aunque musculado, como el de Ben Kingsley sea capaz de amedrentar a un tipo duro como se supone que es el delincuente retirado. Don llega con una oferta «imperativa» para Gal: Teddy Bass, un dandymacarra que ha logrado, a través de una orgía, entrar en contacto con el director de un banco cuyas cajas de depósitos están absolutamente garantizadas contra cualquier robo, va a dar un golpe para el que requiere de las habilidades natatorias de Gal. El personaje de Bass, llevado por Ian McShane con una sutileza en la amenaza que te hiela la sangre, solo muy poquito está por debajo de Ben Kingsley, aunque ambos brillan al tener que enfrentarse a un Ray Winstone que da perfectamente el papel de esbirro pardillo  y pícaro al tiempo, y del que puedes esperarte cualquier cosa. Con esa esperanza asiste el espectador a la degradación moral y física que inicia el más convincente de los psicópatas que se hayan interpretando recientemente en el cine: no solo intenta destruir emocionalmente a Gal, sino también  a su mujer y a sus amigos, especialmente a la mujer de él, Jackie, con que airea que se ha aqcostado, años atrás: es su juego: sembrar la discordia y conseguir que, para evitar el desmoronamiento, Gal participe en el golpe de Bass. De esa situación, una vez que la mujer de Gal dispara a Don con la escopeta de caza de su marido, estando este herido y desangrándose en el suelo, momento en que la otra pareja acabará de rematar a Don Logan, la acción nos transporta al hotel donde ha de alojarse Gal hasta que lo vayan a buscar para ser enrolado en el equipo y dar el golpe, etapa de la película en la que se cierne sobre el protagonista la amenaza de represalia e Bass por la inexplicable desaparición  de Don. Será suficiente para hacernos asistir al proceso del golpe, estupendamente rodado con cámara submarina, con una congoja total por cuál será el destino de Gal una vez descubran, porque la lógica tiene esas cosas y opera igual con los científicos que con la escoria humana mafiosa, que Gal miente sobre el paradero de Don. Todo ello es bueno que lo vean los espectadores por sí mismos y disfruten con la tensión que el director crea con  muy pocos medios y las magníficas interpretaciones de los protagonistas. No sé si será por comparación con sus otras películas o por qué, pero me ha parecido una película a la altura de Escondidos en Brujas, de Martin McDonagh. La presencia de un clásico del cine británico como James Fox redondea un elenco que va a hacer las delicias de cualquier espectador. Tengo la impresión de que, andando el tiempo, será su ópera prima —a la espera de lo que vaya rodando, por supuesto— de lo más recordado de su filmografía.

          Y llegamos a lo más reciente su más que polémica Zona de interés, que se abre, por cierto, con un plano fijo negro que crea ya, así, sin más, un inequívoco estado de ánimo. Como sabía de qué iba la historia, en modo alguno me sorprende la propuesta ni el tono de falso documental sobre la lujosa vida de los oficiales de los campos de concentración, y sí, la naturalidad apabullante con que esa vida es representada contra un escenario con el que limita pero al que nunca accede el espectador, ni, de hecho, los protagonistas, salvo cuando los mandos entran para ir a «trabajar». Si en el cine es, a veces, tan importante lo que ocurre «fuera de campo» como lo que vemos, en esta película Glazer juega con el conocimiento de los espectadores y, sin mostrar él los horrores del holocausto, los espectadores, como los lectores modernos que acaban de darle sentido al relato que leen, van a proveer, cada cual a su modo y manera, y en función de sus recuerdos y conocimientos, las imágenes que constantemente va a estar contrastando con lo que ven sus ojos en la pantalla: la ordenada vida familiar de unos seres para quienes ni siquiera parece existir la fábrica de la muerte que tienen pegada a ellos y de la que prescinden con una indiferencia que insulta cualquier sensibilidad, y más aún la de los espectadores que andan con sus propias imágenes del interior de aquellos siniestros barracones y hornos. A veces, como el abrigo de piel, algo emerge de lo que no existe que nos recuerda que sí existe; otras veces es tan atroz como la ceniza con que se abonan los parterres como al que la madre asoma al hijo para que capte la belleza de la naturaleza. La mujer del protagonista ha construido el sueño del Reich, la nueva Alemania del orden, la familia y la belleza, al lado del más siniestro de los horrores que, realmente, no existe para ella: es el no-lugar; la «fábrica» del trabajo de los hombres, la infraestructura, sórdida como todas, que permite el florecimiento del Reich. La belleza está, desde el comienzo de la película se ve, en la excursión al río, un paisaje idílico para una existencia hermosa y bienaventurada. ¡Cómo va ella a renunciar a semejante paraíso, cuando su marido le dice que le han destinado a Oranienburg, en Berlín! Que el protagonista sea un especialista en el desarrollo de los hornos crematorios y que en Berlín exijan su presencia para dar un impulso definitivo a tan genocida política le es totalmente indiferente: su vida está donde el sueño del orden ha sido creado y la belleza está al alcance de la mano. Esa discusión de los esposos al lado del río es la única vez en la que se oyen voces más altas que otras. Todo transcurre siguiendo las pautas propias de las colonias militares: un orden de vida rígido y fiable que te asegura la tranquilidad y la confianza.

          A lo largo de la película el autor va añadiendo diferentes registros que se oponen a la homogeneidad del relato: la niña que esconde comida en los terrenos donde han de trabajar los presos. O, ya en Berlín, las desconexiones del protagonista, que sirven de nexo entre el pasado y el presente, y lo que es un espacio nazi, se nos revela, en la imagen siguiente, parte del Museo Judío de Berlín, depositario de la memoria que, en el caso del protagonista, no le ocupa el más mínimo espacio, dada la indiferencia con que afronta  sus responsabilidades, tanto en la dirección del campo como ante su nuevo cometido de mejorar el diseño de los hornos. No acabo de entender el vómito del jerarca como señal de nada, y ya el reconocimiento médico busca establecer la perfecta salud de quienes obraron con tan suprema maldad. Puede que parte de la famosa «banalidad del mal» sí que se advierta en la indiferencia emocional del protagonista, porque se trata de un burócrata de la muerte, en efecto.

          Se trataba de una apuesta arriesgada, y, al parecer, dicen, quienes han leído la obra de Amis en que vagamente se basa, que tiene poco o nada que ver con la obra del británico, y que Glazer se ha tomado profundas libertades argumentales, lo cual me parece estupendo. Ha construido su propia historia y los espectadores la seguimos con esa doble visión superpuesta que es del todo irrenunciable; aunque cuando conseguimos no hacerlo y nos «instalamos» en la vida feliz de la comunidad armónica nacionalsocialista, los muros del campo, la torreta y las alambradas de espino dibujan la sombra del horror que acaba esparciéndose por el lado del Edén…  

martes, 14 de mayo de 2024

«Rembrandt», de Alexander Korda y «Maestro», de Bradley Cooper. Dos biografías de artistas desiguales.

 

Título original: Rembrandt

Año: 1936

Duración: 84 min.

País. Reino Unido

Dirección: Alexander Korda

Guion: Lajos Biro, June Head. Historia: Carl Zuckmayer

Reparto: Charles Laughton, Elsa Lanchester, Gertrude Lawrence, Edward Chapman, Walter Hudd, Wilfrid Hyde-White, Roger Livesey, Herbert Lomas.

Música: Geoffrey Toye

Fotografía: Georges Périnal (B&W).

 

 


Título original: Maestro

Año: 2023

Duración: 120 min.

País: Estados Unidos Estados Unidos

Dirección: Bradley Cooper

Guion: Josh Singer, Bradley Cooper. Biografía sobre: Leonard Bernstein

Reparto: Bradley Cooper; Carey Mulligan; Matt Bomer; Maya Hawke; Sarah Silverman;

Josh Hamilton; Scott Ellis; Gideon Glick; Sam Nivola; Alexa Swinton; Miriam Shor; Michael Urie; Sara Sanderson; Kate Eastman; Gabe Fazio; Eric Parkinson; William Hill;

Marko Caka; Mallory Portnoy; Julia Aku; Brooklyn Rockett; Soledad Campos; Lauren Yaffe; Nick Blaemire; Oscar Pavlo; Anthony Gullotta; Greg Hildreth; Oraldo Austin; Jace Wade; Booch O'Connell; Atika Greene; Jule Johnson; Andrew Youngerman; Adam J. Jackson; Tom Toland; Portia Backus; Gabrielle Manna.

Música: Leonard Bernstein

Fotografía: Matthew Libatique.

 

Cine biográfico a casi cien años de distancia: la pintura y la música como sed de vida.

          Alexander Korda fue una institución del cine británico, y a él se deben no sola las obras que él filmó, algunos clásicos indiscutibles entre ellas, como Las cuatro plumas, El ladrón de Bagdad o La vida privada de Enrique VIII, sino también las que produjo, entre las que han de contarse El tercer hombre, de Carol Reed o El déspota, de David Lean, dos joyas del cine, sobre todo la última, muchísimo menos conocida. No es un director tan reconocido como los grandes clásicos del cine: Ford, Hitchcock, etc., pero no es menos cierto que se trató de un verdadero explorador de las posibilidades técnicas de una industria en la que todo avance permite mejorar los productos finales. Amante de la Historia y de sus protagonistas, Korda escogió la figura de Rembrandt para trasladar a la pantalla los últimos años del afamado pintor que, sin embargo, moriría prácticamente en la pobreza. Con un magnífico juego de decorados de estudio, Korda nos ofrece el momento en que Rembrandt enviuda de su primera mujer, Saskia,  y decide unirse a una joven que ha entrado en su casa a servir, en quien pone sus ojos, después las manos en el pincel, y, finalmente, se une con ella, sin casarse oficialmente para no poner en peligro la herencia de su hijo Titus, el único superviviente de los cuatro que tuvo con Saskia.  Esta vida íntima de Rembrandt, a quien se representa como una suerte de filósofo estoico, amante de sus amigos, del bien beber y yantar, se desarrolla ante nuestros ojos, pasmados por la semejanza física entre el pintor y un actor fetiche de Korda, Charles Laughton, y por cómo este magnífico actor sabe meterse en el papel del pintor con una extraordinaria naturalidad. Aunque sí aparece pintando, ¡y cómo no!, tratándose de un autor tan prolífico, Rembrandt circula por la historia con una cierta distancia, la de quien sabe ya que es todo un personaje y que ha de hacer frente a estar a la altura de lo que se pueda esperar de él, si bien lo más desconcertante en él es, precisamente, su naturalidad, su falta de afectación, su manera intensa de vivir el presente, como cuando desfila por entre los objetos de su propiedad que se subastan para hacer frente a las cuantiosas deudas que lo llevan a la bancarrota: pinturas, joyas, recuerdos exóticos, esculturas, paños, vajillas…, ¡todo! Será su amante y madre de su hija Cordelia,  Hendrickje Stoffels,  quien acabe sacándole de tal embrollo, cuando esta decide, en compañía de su hijo Titus, crear una tiene de venta de objetos artísticos para dar salida a su producción. De hecho, mujer e hijastro forman una sociedad que tiene bajo contrato al pintor.  Para los aficionados al cine, es un auténtico placer ver a Elsa Lanchester, protagonista inmortal de La novia de Frankenstein, interpretando el papel de Hendrickje Stoffel, quien estuvo casada con Laughton toda su vida y con quien trabajo en no pocas memorables películas. Gracioso sobremanera fue su papel de enfermera vigilante del protagonista en Testigo de cargo, de Wilder. La joven no cultivada, pero espabilada, lozana y enamorada no hubiera podido tener mejor intérprete que ella. La película, ya digo, es modesta, y está rodado en estudio, pero tiene todo el encanto de haber captado el día a día del pintor con envidiable naturalidad. Recordemos, sobre todo al ver a Rembrandt luciendo estrafalarios atuendos, que el maestro es el primer pintor que ha escrito su autobiografía a través de sus autorretratos, en los que perseveró toda su vida. Ignoro si se han expuesto todos juntos, ordenados cronológicamente, pero sería una exposición muy digna de ser vista.  En esa galería de retratos, Rembrandt aparece en mil y una poses, desde la farsa hasta el drama, pasando por la serenidad y la meditación, los rostros de una vida como parte de la corriente de la vida de todos, ni más ni menos importante, atento siempre, eso sí, al latido cordial de la existencia.

          Maestro, de Bradley Cooper, así mismo intérprete perfectamente caracterizado, es el retrato de un artista norteamericano de compleja vida moral y sexual a quien la película, obviando las siempre ricas etapas de formación, encuentra en el día en que ha de substituir a un director de orquesta, ¡nada menos que a Bruno Walter!, otro mahleriano como él, sin posibilidad de realizar ningún ensayo de adaptación de director y orquesta. No solo sale con bien del duro compromiso, sino que, desde entonces, todo parece que le vaya a salir rodado al pianista, compositor, director y educador musical que ha dejado una gran impronta en la música popular usamericana, porque a él se debe la música de un espectáculo como West Side Story,  llevado al cine con un éxito total por Robert Wise, y extraña sobremanera que nada de ese acontecimiento hay quedado en el guion de la película, como si fuera una desafiante declaración de intenciones: vamos a centrarnos en la vida personal del músico, no en su música. Y así se cumple, porque la bisexualidad del autor es «explotada» en la película casi hasta la saciedad, por más que la relevancia social del músico estuviera en una obra que ha significado el traspaso a las nuevas generaciones de la mejor herencia de la historia de la música. Salvo en la introducción en blanco y negro, en la que lo vemos aplicado a la composición de un modo entre bohemio y precipitado, feliz de dejarse llevar por un ritmo de vida febril, la propia de quien lo ambiciona todo, la propia de quien quiere dejar huella, la propia de quien no reconoce ningún límite a sus deseos…

          La película se ha construido con un esmero técnico muy notable, y así se constata en ambas partes, la de blanco y negro y la de color: con planos amplísimos en los que se simultanean acciones que afectan al desarrollo de la vida de la pareja central, Bernstein y Felicia Montealegre, una chilena-costarricense que bien podría haber sido interpretada por una actriz más próxima a los orígenes del personaje, aunque ha de reconocerse que la siempre eficacísima Carey Mulligan, brilla con luz propia en esta suerte de apoteósica producción en torno al ego de Bradley Cooper, a quien tampoco le negaré que está la mar de convincente en su papel, perfectamente caracterizado. Es importante, desde la perspectiva de la producción, la perfecta recreación de época y los ambientes propios de una pareja de intelectuales progresistas, inexplicablemente próximos a los ideales comunistas y, en el caso, de Bernstein, próximo al Partido Pantera Negra para quien incluso hizo alguna fiesta de recaudación de fondos, algo que, sin embargo, no aparece en la película. Está claro que el drama, de haberlo, estaba en la distancia sexual de la pareja, que los lleva a vivir vidas independientes, aunque nunca dejan de ser pareja y se tienen un profundo amor. De hecho, la decisión de volver a vivir con su mujer es anterior al cáncer que se le declara y que acabará con ella, momentos emotivos y bien resueltos para conectar emocionalmente con el público. Estamos ante lo propio de los biopics, que dejan de lado capítulos fundamentales de la vida del biografiado para destacar otros que han vivido a la sombra de su popularidad social y que, para otros públicos, puede tener menor interés. Sí que aparece el ajetreo profesional de Bernstein, pero no el grado de implicación creativa que ello suponía, y que le lleva a quejarse de no haber tenido más tiempo para él, para componer más obra musical, frente al tiempo que le ha dedicado a la música de los otros, ¡siempre tan extraordinaria! Me temo que es queja universal, y en cualquier disciplina artística.

          La película es muy ambiciosa, está bien realizada e interpretada, y aun siendo digna de ser vista, hay algo en la selección de los episodios vitales que nos deja un poco desangelados, como si no acabáramos de entender el porqué de la inmensa celebridad de un autor popularísimo en su tiempo. Sabemos, sí, que es un torrente de vitalidad, eso está claro, pero nos perdemos un poco en las elipsis, también es verdad. En todo caso, y para quienes no conozcan al autor, siempre es una manera de acercarse a él, para, inmediatamente después, oír su música o ver aquellos programas solo comparables a los que dirigió en la radio Fernando Argenta, hijo del famoso director Ataúlfo Argenta, con Araceli González Campa: Clásicos populares, todo un éxito sociológico.

jueves, 9 de mayo de 2024

«Almas sin conciencia», de Federico Fellini, neorrealismo en vena.


Un ácido retrato de la miseria moral de la escoria social.

 

Título original: Il bidone

Año: 1955

Duración: 95 min.

País: Italia

Dirección: Federico Fellini

Guion: Federico Fellini, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli

Reparto: Brodericvk Crawford; Giuletta Messina; Richard Baseheart; Franco Fabrizzi; albeerto de Amicis; Giacomo Gabrielli.

Música: Nino Rota

Fotografía: Otello Martelli (B&W).

 

          Rodada entre La Strada y La dolce vita, Almas sin conciencia, a su manera, recoge el ambiente de degradación social que Fellini había narrado en Los inútiles y preludia en parte, por las secuencias de la fiesta navideña, el gran éxito de La dolce vita. Hasta anteayer, no solo no la había visto, sino que no había oído hablar de ella, como si fuese una película «irrelevante» en una carrera en la que sobran títulos que forman parte, por derecho propio, de lo mejorcito de la historia del cine. Mi sorpresa ha sido mayúscula, porque dentro de su corriente, el neorrealismo, me ha parecido una obra sobria, seca, contundente y tristísima, porque lo que se puede llegar a hacer para sacarle a los pobres sus escasos ahorros produce una indignación que va in crescendo y con la que, al final de la película, se juega narrativamente para crear una expectativa de redención que nos permita liberarnos en parte de la tenaza que nos agarra, como las garras del águila el corpachón del carnero que se eleva con ella por los aires camino de su fin, el corazón sufriente del espectador.

          La película se abre con un «golpe» del equipo de timadores que, disfrazados de miembros de la iglesia católica, un obispo entre ellos, convence a los iletrados labriegos de que en sus tierras fue enterrado, por un pecador arrepentido, un tesoro que, de acuerdo con la ley es suyo, y por el que únicamente querrían el importe de las misas que el pecador quiere que se digan por su alma. Todo discurre con la normalidad habitual y los tres amigos estafadores entregan la recaudación al organizador material de esos «golpes» que juegan con la ambición y con la ignorancia, porque lo que desentierran no pasa de ser quincallería barata.

          De los alrededores campestres de Roma, pasamos a la capital, siguiendo la peripecia de los tres distintos estafadores: Augusto, magistralmente interpretado por Broderick Crawford; Picasso, un pintor aficionado apegado a su mujer, interpretada por Giulietta Massina, en un papel breve, pero muy emotivo, y Roberto, el más joven, encarnado por Franco Fabrizi. No tardamos en saber que Augusto tiene ya 48 años, una hija que vive con la madre y a quien ve de vez en cuando, sin poder agasajarla con los caprichos que a él le gustaría. Sin oficio ni beneficio, es un juguete de los trapicheos con los que intenta salir adelante, y sabe que va perdiendo la vida y lo más querido, su hija. Los tres son invitados por un viejo amigo que ha triunfado en la vida a una fiesta de Año Nuevo en su casa. Allá se presentan los tres con muy diferente intención. Augusto pretende que el viejo amigo le financie un negocio en el que el otro pondría la financiación y él el trabajo. Picasso, en compañía de su mujer, se presenta con un cuadro ´suyo para intentar «colocárselo» al amigo como si fuera de un pintor famoso y Roberto picotea aquí y allá hasta que descuida una pitillera de oro que encuentra en un sofá, lo que va a generar una escena de inmensa tensión cuando, al marcharse los tres, el amigo se planta en la puerta, bien acompañado, reclamando que «aparezca» la pitillera que Roberto niega tener, hasta que el recurso a una broma alargada en exceso permite que salga de su bolsillo y vuelva a poder de su dueña. El amigo se queja a Augusto de las compañías que frecuenta y de que, entre ladrones, hayan pretendido hacer negocio con él, cuando bien se sabe que también hay un código del honor en el hampa, por cutre que sea su esfera de acción. Esas secuencias del fiestorro son una exquisitez cinematográfica de primera, y preludian, ciertamente, muchas de las que rodará no mucho después en La dolce Vita, en la que la producción lo magnifica todo, pero mantiene la esencia de la mediocridad, la frivolidad y el desengaño vital del protagonista,  como en esta el de Augusto.

La noche no acaba bien, pero peor continúa la vida del trío malhechor, sobre todo, la de Augusto, cuya difícil relación con la hija acentúa la sensación de fracaso que huele constantemente el espectador en cuanto aparece, con su gran humanidad, en pantalla. La escena más terrible de la película, dejando de lado un final apoteósico de la crueldad y el mal, de esos que se imprimen en la mirada del espectador para jamás ser olvidados, se produce en un cine al que ha entrado con la hija. De repente, distingue unas filas más allá a un hombre a quien estafó con unas medicinas falsas que no impidieron el fallecimiento del familiar a quien se administraron. El afectado lo acaba reconociendo y va a por él, acorralándolo hasta que consigue sacarlo del cine y aguardar la llegada de la autoridad para que lo lleven a comisaría. La hija sale de la sala y contempla la humillante escena del padre justamente vilipendiado y detenido por la policía, aunque la respuesta desabrida de este hacia su hija es que se vaya a casa, y lo dice con la ira de quien acaba de sufrir la peor de las humillaciones: aparecer como lo que es ante una hija que ignora su vida real. De ahí a la cárcel y, pasado el tiempo, de nuevo a la calle para reanudar las mismas estafas de siempre, si bien la última de la película tiene un componente melodramático que lo complica todo, porque la familia campesina, a la que quieren desvalijar con el timo del tesoro en sus tierras, tiene una hija paralítica que, bellísima ella, con la más dulce de las miradas, y el más profundo de los agradecimientos a sus benefactores, despierta en Augusto el horror a su vil acción. Ahí lo dejo. Ni una palabra más. Lo que ocurre en las secuencias finales de Almas sin conciencia está a la altura de los grandes títulos del neorrealismo, El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica o Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini,  por ejemplo. Y sigue extrañándome que se haya cernido tal silencio popular y crítico sobre esta obra en la que Fellini alcanza un clímax que va más allá del neorrealismo y llega, incluso, a lo que podríamos llamar, por antítesis, «cine abstracto», que me ha recordado la terrible película de Abbas Kiarostami El sabor de las cerezas.