sábado, 18 de mayo de 2024

«Sexy Beast», «Under The Skin» y «La zona de interés», de Jonathan Glazer.

 

Título original: Sexy Beast

Año: 2000

Duración: 89 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jonathan Glazer

Guion: Louis Mellis, David Scinto

Reparto: Ray Winstone; Ben Kingsley; Ian McShane; Amanda Redman; Cavan Kendall; Julianne White; Álvaro Monje: James Fox.

Música: Roque Baños

Fotografía: Ivan Bird.

 

 





Título original: Under the Skin

Año: 2013

Duración: 108 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jonathan Glazer

Guion: Walter Campbell, Jonathan Glazer. Novela: Michel Faber

Reparto: Scarlett Johansson; Paul Brannigan; Robert J. Goodwin; Krystof Hádek; Scott Dymond; Michael Moreland; Jessica Mance; Jeremy McWilliams; Adam Pearson.

Música: Mica Levi

Fotografía: Dan Landin.

 






Título original: The Zone of Interest

Año: 2023

Duración: 106 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Jonathan Glazer

Guion: Jonathan Glazer. Novela: Martin Amis

Reparto: Sandra Hüller; Christian Friedel; Ralph Herforth; Max Beck: Marie Rosa Tietjen;

Sascha Maaz: Stephanie Petrowitz; Lilli Falk; Freya Kreutzkam; Ralf Zillmann; Imogen Kogge; Nele Ahrensmeier; Johann Karthaus; Daniel Holzberg; Medusa Knopf; Luis Noah Witte; Christopher Manavi; Zuzanna Kobiela; Julia Polaczek; Wolfgang Lampl.

Música: Mica Levi

Fotografía: Lukasz Zal.        

 

 

Un thriller espectacular; una nadería cibernética y un visión del genocidio nazi como industria de la muerte.

 

          Tras haber visto La zona de interés con mucha atención, francamente interesado en la propuesta casi brechtiana del autor, descubro que sí había visto una película de Glazer, Under The Skin, a la que, sin embargo, tras sufrir una severa decepción, no le concedí el premio de la crítica, porque mi insatisfacción me dejó tan frío que no acabé de entrar en una propuesta que sí, abordaba el futuro que nos espera, de cyborgs y equívocos y mundos sin piedad en que habitaremos habituados a la impasibilidad moral, pero, justo por eso, no me sentí llamado a dejar memoria de aquel visionado a solas, por supuesto, mi Conjunta huye de propuestas tan transgresoras como, tiene razón…, aburridas. Daba exactamente igual que Scarlett Johansson prestase su agraciado físico para una cacería constante de víctimas inocentes que ni sospechan el salto de dimensión viscosa en que han de hundirse siguiendo el sueño erótico del sexo fácil que la «buscona» les ofrece. De hecho, toda la película se reduce a la búsqueda de las víctimas y al extraño ceremonial de la nueva mantis religiosa… Sí, hay una puesta en escena muy particular en Escocia, en la naturaleza —son impresionantes de verdad las escenas de la costa, con aquel bebé abandonado en una playa azotada por un hermoso temporal, mientras la protagonista se aleja de él tras haberle abierto la cabeza al adulto rescatado de las aguas…— y estoy dispuesto a reconocer que el final tiene una fuerte carga ritual y metafórica, con ese «desnudarse» el robot de la piel humana, después de que un camionero haya intentado beneficiársela, guiado por el mismo engaño al que sucumbieron los candidatos anteriores. No son relaciones demasiado cordiales, las que describe Glazer, quien ha escogido el futuro distópico en vez del futuro cooperativo al que, al parecer, tiende la industria cibernética; pero no es menos cierto que esa es una historia que aún se está empezando a gestar, y de la que ni se ha escrito aún la primera línea del primer capitulo.

          Aprovechando que en Filmin tienen también su primer largo, Sexy Beast, me dije que, ya puesto, mejor tener todos los antecedentes posibles. El inicio de la película, curioso hasta decir basta, con el maromo inglés achicharrándose al sol de Almería (Marbella en la película) en una casa con piscina parecía indicar que pudiera hallarme en la vía de un disparate monumental. De repente, sin embargo, el hombre se levanta y se acerca al borde de la piscina, de espaldas a la montaña en cuya ladera está construida la casa. Entonces observamos cómo una piedra mastodóntica, que él no parece oír, rueda febrilmente ladera abajo con la intención de jugar con él a los bolos… En el último segundo, sin embargo, la piedra hace un extraño y vuela, desde el último obstáculo con el que choca, hasta, pasando a su lado a escasos centímetros, caer estrepitosamente en la piscina. Sí, claro, un «momentazo» WTF!, que se te queda incrustado en la retina como si hubieras visto una de las más hermosas coreografías del Azar que hayas contemplado nunca. A partir de ese instante, me quedo *glueado a la pantalla y la película comienza a crecer poco a poco. El macarra es un esbirro que se ha retirado de los golpes criminales en su país, Gran Bretaña, y se dedica, enamorado, a disfrutar de los más simples placeres de la vida y de su vida familiar, casado, pronto lo sabremos, con una exactriz del porno. El giro cualitativo (o «valor añadido», que dicen los economistas») no tarda en producirse, tras haber conocido a la pareja amiga con quien comparten sus vidas: visitas, veladas, salidas, etc.: aparece en escena Don Logan, o mejor dicho, irrumpe, ¡y con qué salvaje energía! Parece mentira que un cuerpo tan sucinto, aunque musculado, como el de Ben Kingsley sea capaz de amedrentar a un tipo duro como se supone que es el delincuente retirado. Don llega con una oferta «imperativa» para Gal: Teddy Bass, un dandymacarra que ha logrado, a través de una orgía, entrar en contacto con el director de un banco cuyas cajas de depósitos están absolutamente garantizadas contra cualquier robo, va a dar un golpe para el que requiere de las habilidades natatorias de Gal. El personaje de Bass, llevado por Ian McShane con una sutileza en la amenaza que te hiela la sangre, solo muy poquito está por debajo de Ben Kingsley, aunque ambos brillan al tener que enfrentarse a un Ray Winstone que da perfectamente el papel de esbirro pardillo  y pícaro al tiempo, y del que puedes esperarte cualquier cosa. Con esa esperanza asiste el espectador a la degradación moral y física que inicia el más convincente de los psicópatas que se hayan interpretando recientemente en el cine: no solo intenta destruir emocionalmente a Gal, sino también  a su mujer y a sus amigos, especialmente a la mujer de él, Jackie, con que airea que se ha aqcostado, años atrás: es su juego: sembrar la discordia y conseguir que, para evitar el desmoronamiento, Gal participe en el golpe de Bass. De esa situación, una vez que la mujer de Gal dispara a Don con la escopeta de caza de su marido, estando este herido y desangrándose en el suelo, momento en que la otra pareja acabará de rematar a Don Logan, la acción nos transporta al hotel donde ha de alojarse Gal hasta que lo vayan a buscar para ser enrolado en el equipo y dar el golpe, etapa de la película en la que se cierne sobre el protagonista la amenaza de represalia e Bass por la inexplicable desaparición  de Don. Será suficiente para hacernos asistir al proceso del golpe, estupendamente rodado con cámara submarina, con una congoja total por cuál será el destino de Gal una vez descubran, porque la lógica tiene esas cosas y opera igual con los científicos que con la escoria humana mafiosa, que Gal miente sobre el paradero de Don. Todo ello es bueno que lo vean los espectadores por sí mismos y disfruten con la tensión que el director crea con  muy pocos medios y las magníficas interpretaciones de los protagonistas. No sé si será por comparación con sus otras películas o por qué, pero me ha parecido una película a la altura de Escondidos en Brujas, de Martin McDonagh. La presencia de un clásico del cine británico como James Fox redondea un elenco que va a hacer las delicias de cualquier espectador. Tengo la impresión de que, andando el tiempo, será su ópera prima —a la espera de lo que vaya rodando, por supuesto— de lo más recordado de su filmografía.

          Y llegamos a lo más reciente su más que polémica Zona de interés, que se abre, por cierto, con un plano fijo negro que crea ya, así, sin más, un inequívoco estado de ánimo. Como sabía de qué iba la historia, en modo alguno me sorprende la propuesta ni el tono de falso documental sobre la lujosa vida de los oficiales de los campos de concentración, y sí, la naturalidad apabullante con que esa vida es representada contra un escenario con el que limita pero al que nunca accede el espectador, ni, de hecho, los protagonistas, salvo cuando los mandos entran para ir a «trabajar». Si en el cine es, a veces, tan importante lo que ocurre «fuera de campo» como lo que vemos, en esta película Glazer juega con el conocimiento de los espectadores y, sin mostrar el los horrores del holocausto, los espectadores, como los lectores modernos que acaban de darle sentido al relato que leen, van a proveer, cada cual a su modo y manera, y en función de sus recuerdos y conocimientos, las imágenes que constantemente va a estar contrastando con lo que ven sus ojos en la pantalla: la ordenada vida familiar de unos seres para quienes ni siquiera parece existir la fábrica de la muerte que tienen pegada a ellos y de la que prescinden con una indiferencia que insulta cualquier sensibilidad, y más aún la de los espectadores que andan con sus propias imágenes del interior de aquellos siniestros barracones y hornos. A veces, como el abrigo de piel, algo emerge de lo que no existe que nos recuerda que sí existe; otras veces es tan atroz como la ceniza con que se abonan los parterres como al que la madre asoma al hijo para que capte la belleza de la naturaleza. La mujer del protagonista ha construido el sueño del Reich, la nueva Alemania del orden, la familia y la belleza, al lado del más siniestro de los horrores que, realmente, no existe para ella: es el no-lugar; la «fábrica» del trabajo de los hombres, la infraestructura, sórdida como todas, que permite el florecimiento del Reich. La belleza está, desde el comienzo de la película se ve, en la excursión al río, un paisaje idílico para una existencia hermosa y bienaventurada. ¡Cómo va ella a renunciar a semejante paraíso, cuando su marido le dice que le han destinado a Oranienburg, en Berlín! Que el protagonista sea un especialista en el desarrollo de los hornos crematorios y que en Berlín exijan su presencia para dar un impulso definitivo a tan genocida política le es totalmente indiferente: su vida está donde el sueño del orden ha sido creado y la belleza está al alcance de la mano. Esa discusión de los esposos al lado del río es la única vez en la que se oyen voces más altas que otras. Todo transcurre siguiendo las pautas propias de las colonias militares: un orden de vida rígido y fiable que te asegura la tranquilidad y la confianza.

          A lo largo de la película el autor va añadiendo diferentes registros que se oponen a la homogeneidad del relato: la niña que esconde comida en los terrenos donde han de trabajar los presos. O, ya en Berlín, las desconexiones del protagonista, que sirven de nexo entre el pasado y el presente, y lo que es un espacio nazi, se nos revela, en la imagen siguiente, parte del Museo Judío de Berlín, depositario de la memoria que, en el caso del protagonista, no le ocupa el más mínimo espacio, dada la indiferencia con que afronta  sus responsabilidades, tanto en la dirección del campo como ante su nuevo cometido de mejorar el diseño de los hornos. No acabo de entender el vómito del jerarca como señal de nada, y ya el reconocimiento médico busca establecer la perfecta salud de quienes obraron con tan suprema maldad. Puede que parte de la famosa «banalidad del mal» sí que se advierta en la indiferencia emocional del protagonista, porque se trata de un burócrata de la muerte, en efecto.

          Se trataba de una apuesta arriesgada, y, al parecer, dicen, quienes han leído la obra de Amis en que vagamente se basa, que tiene poco o nada que ver con la obra del británico, y que Glazer se ha tomado profundas libertades argumentales, lo cual me parece estupendo. Ha construido su propia historia y los espectadores la seguimos con esa doble visión superpuesta que es del todo irrenunciable; aunque cuando conseguimos no hacerlo y nos «instalamos» en la vida feliz de la comunidad armónica nacionalsocialista, los muros del campo, la torreta y las alambradas de espino dibujan la sombra del horror que acaba esparciéndose por el lado del Edén…  

martes, 14 de mayo de 2024

«Rembrandt», de Alexander Korda y «Maestro», de Bradley Cooper. Dos biografías de artistas desiguales.

 

Título original: Rembrandt

Año: 1936

Duración: 84 min.

País. Reino Unido

Dirección: Alexander Korda

Guion: Lajos Biro, June Head. Historia: Carl Zuckmayer

Reparto: Charles Laughton, Elsa Lanchester, Gertrude Lawrence, Edward Chapman, Walter Hudd, Wilfrid Hyde-White, Roger Livesey, Herbert Lomas.

Música: Geoffrey Toye

Fotografía: Georges Périnal (B&W).

 

 


Título original: Maestro

Año: 2023

Duración: 120 min.

País: Estados Unidos Estados Unidos

Dirección: Bradley Cooper

Guion: Josh Singer, Bradley Cooper. Biografía sobre: Leonard Bernstein

Reparto: Bradley Cooper; Carey Mulligan; Matt Bomer; Maya Hawke; Sarah Silverman;

Josh Hamilton; Scott Ellis; Gideon Glick; Sam Nivola; Alexa Swinton; Miriam Shor; Michael Urie; Sara Sanderson; Kate Eastman; Gabe Fazio; Eric Parkinson; William Hill;

Marko Caka; Mallory Portnoy; Julia Aku; Brooklyn Rockett; Soledad Campos; Lauren Yaffe; Nick Blaemire; Oscar Pavlo; Anthony Gullotta; Greg Hildreth; Oraldo Austin; Jace Wade; Booch O'Connell; Atika Greene; Jule Johnson; Andrew Youngerman; Adam J. Jackson; Tom Toland; Portia Backus; Gabrielle Manna.

Música: Leonard Bernstein

Fotografía: Matthew Libatique.

 

Cine biográfico a casi cien años de distancia: la pintura y la música como sed de vida.

          Alexander Korda fue una institución del cine británico, y a él se deben no sola las obras que él filmó, algunos clásicos indiscutibles entre ellas, como Las cuatro plumas, El ladrón de Bagdad o La vida privada de Enrique VIII, sino también las que produjo, entre las que han de contarse El tercer hombre, de Carol Reed o El déspota, de David Lean, dos joyas del cine, sobre todo la última, muchísimo menos conocida. No es un director tan reconocido como los grandes clásicos del cine: Ford, Hitchcock, etc., pero no es menos cierto que se trató de un verdadero explorador de las posibilidades técnicas de una industria en la que todo avance permite mejorar los productos finales. Amante de la Historia y de sus protagonistas, Korda escogió la figura de Rembrandt para trasladar a la pantalla los últimos años del afamado pintor que, sin embargo, moriría prácticamente en la pobreza. Con un magnífico juego de decorados de estudio, Korda nos ofrece el momento en que Rembrandt enviuda de su primera mujer, Saskia,  y decide unirse a una joven que ha entrado en su casa a servir, en quien pone sus ojos, después las manos en el pincel, y, finalmente, se une con ella, sin casarse oficialmente para no poner en peligro la herencia de su hijo Titus, el único superviviente de los cuatro que tuvo con Saskia.  Esta vida íntima de Rembrandt, a quien se representa como una suerte de filósofo estoico, amante de sus amigos, del bien beber y yantar, se desarrolla ante nuestros ojos, pasmados por la semejanza física entre el pintor y un actor fetiche de Korda, Charles Laughton, y por cómo este magnífico actor sabe meterse en el papel del pintor con una extraordinaria naturalidad. Aunque sí aparece pintando, ¡y cómo no!, tratándose de un autor tan prolífico, Rembrandt circula por la historia con una cierta distancia, la de quien sabe ya que es todo un personaje y que ha de hacer frente a estar a la altura de lo que se pueda esperar de él, si bien lo más desconcertante en él es, precisamente, su naturalidad, su falta de afectación, su manera intensa de vivir el presente, como cuando desfila por entre los objetos de su propiedad que se subastan para hacer frente a las cuantiosas deudas que lo llevan a la bancarrota: pinturas, joyas, recuerdos exóticos, esculturas, paños, vajillas…, ¡todo! Será su amante y madre de su hija Cordelia,  Hendrickje Stoffels,  quien acabe sacándole de tal embrollo, cuando esta decide, en compañía de su hijo Titus, crear una tiene de venta de objetos artísticos para dar salida a su producción. De hecho, mujer e hijastro forman una sociedad que tiene bajo contrato al pintor.  Para los aficionados al cine, es un auténtico placer ver a Elsa Lanchester, protagonista inmortal de La novia de Frankenstein, interpretando el papel de Hendrickje Stoffel, quien estuvo casada con Laughton toda su vida y con quien trabajo en no pocas memorables películas. Gracioso sobremanera fue su papel de enfermera vigilante del protagonista en Testigo de cargo, de Wilder. La joven no cultivada, pero espabilada, lozana y enamorada no hubiera podido tener mejor intérprete que ella. La película, ya digo, es modesta, y está rodado en estudio, pero tiene todo el encanto de haber captado el día a día del pintor con envidiable naturalidad. Recordemos, sobre todo al ver a Rembrandt luciendo estrafalarios atuendos, que el maestro es el primer pintor que ha escrito su autobiografía a través de sus autorretratos, en los que perseveró toda su vida. Ignoro si se han expuesto todos juntos, ordenados cronológicamente, pero sería una exposición muy digna de ser vista.  En esa galería de retratos, Rembrandt aparece en mil y una poses, desde la farsa hasta el drama, pasando por la serenidad y la meditación, los rostros de una vida como parte de la corriente de la vida de todos, ni más ni menos importante, atento siempre, eso sí, al latido cordial de la existencia.

          Maestro, de Bradley Cooper, así mismo intérprete perfectamente caracterizado, es el retrato de un artista norteamericano de compleja vida moral y sexual a quien la película, obviando las siempre ricas etapas de formación, encuentra en el día en que ha de substituir a un director de orquesta, ¡nada menos que a Bruno Walter!, otro mahleriano como él, sin posibilidad de realizar ningún ensayo de adaptación de director y orquesta. No solo sale con bien del duro compromiso, sino que, desde entonces, todo parece que le vaya a salir rodado al pianista, compositor, director y educador musical que ha dejado una gran impronta en la música popular usamericana, porque a él se debe la música de un espectáculo como West Side Story,  llevado al cine con un éxito total por Robert Wise, y extraña sobremanera que nada de ese acontecimiento hay quedado en el guion de la película, como si fuera una desafiante declaración de intenciones: vamos a centrarnos en la vida personal del músico, no en su música. Y así se cumple, porque la bisexualidad del autor es «explotada» en la película casi hasta la saciedad, por más que la relevancia social del músico estuviera en una obra que ha significado el traspaso a las nuevas generaciones de la mejor herencia de la historia de la música. Salvo en la introducción en blanco y negro, en la que lo vemos aplicado a la composición de un modo entre bohemio y precipitado, feliz de dejarse llevar por un ritmo de vida febril, la propia de quien lo ambiciona todo, la propia de quien quiere dejar huella, la propia de quien no reconoce ningún límite a sus deseos…

          La película se ha construido con un esmero técnico muy notable, y así se constata en ambas partes, la de blanco y negro y la de color: con planos amplísimos en los que se simultanean acciones que afectan al desarrollo de la vida de la pareja central, Bernstein y Felicia Montealegre, una chilena-costarricense que bien podría haber sido interpretada por una actriz más próxima a los orígenes del personaje, aunque ha de reconocerse que la siempre eficacísima Carey Mulligan, brilla con luz propia en esta suerte de apoteósica producción en torno al ego de Bradley Cooper, a quien tampoco le negaré que está la mar de convincente en su papel, perfectamente caracterizado. Es importante, desde la perspectiva de la producción, la perfecta recreación de época y los ambientes propios de una pareja de intelectuales progresistas, inexplicablemente próximos a los ideales comunistas y, en el caso, de Bernstein, próximo al Partido Pantera Negra para quien incluso hizo alguna fiesta de recaudación de fondos, algo que, sin embargo, no aparece en la película. Está claro que el drama, de haberlo, estaba en la distancia sexual de la pareja, que los lleva a vivir vidas independientes, aunque nunca dejan de ser pareja y se tienen un profundo amor. De hecho, la decisión de volver a vivir con su mujer es anterior al cáncer que se le declara y que acabará con ella, momentos emotivos y bien resueltos para conectar emocionalmente con el público. Estamos ante lo propio de los biopics, que dejan de lado capítulos fundamentales de la vida del biografiado para destacar otros que han vivido a la sombra de su popularidad social y que, para otros públicos, puede tener menor interés. Sí que aparece el ajetreo profesional de Bernstein, pero no el grado de implicación creativa que ello suponía, y que le lleva a quejarse de no haber tenido más tiempo para él, para componer más obra musical, frente al tiempo que le ha dedicado a la música de los otros, ¡siempre tan extraordinaria! Me temo que es queja universal, y en cualquier disciplina artística.

          La película es muy ambiciosa, está bien realizada e interpretada, y aun siendo digna de ser vista, hay algo en la selección de los episodios vitales que nos deja un poco desangelados, como si no acabáramos de entender el porqué de la inmensa celebridad de un autor popularísimo en su tiempo. Sabemos, sí, que es un torrente de vitalidad, eso está claro, pero nos perdemos un poco en las elipsis, también es verdad. En todo caso, y para quienes no conozcan al autor, siempre es una manera de acercarse a él, para, inmediatamente después, oír su música o ver aquellos programas solo comparables a los que dirigió en la radio Fernando Argenta, hijo del famoso director Ataúlfo Argenta, con Araceli González Campa: Clásicos populares, todo un éxito sociológico.

jueves, 9 de mayo de 2024

«Almas sin conciencia», de Federico Fellini, neorrealismo en vena.


Un ácido retrato de la miseria moral de la escoria social.

 

Título original: Il bidone

Año: 1955

Duración: 95 min.

País: Italia

Dirección: Federico Fellini

Guion: Federico Fellini, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli

Reparto: Brodericvk Crawford; Giuletta Messina; Richard Baseheart; Franco Fabrizzi; albeerto de Amicis; Giacomo Gabrielli.

Música: Nino Rota

Fotografía: Otello Martelli (B&W).

 

          Rodada entre La Strada y La dolce vita, Almas sin conciencia, a su manera, recoge el ambiente de degradación social que Fellini había narrado en Los inútiles y preludia en parte, por las secuencias de la fiesta navideña, el gran éxito de La dolce vita. Hasta anteayer, no solo no la había visto, sino que no había oído hablar de ella, como si fuese una película «irrelevante» en una carrera en la que sobran títulos que forman parte, por derecho propio, de lo mejorcito de la historia del cine. Mi sorpresa ha sido mayúscula, porque dentro de su corriente, el neorrealismo, me ha parecido una obra sobria, seca, contundente y tristísima, porque lo que se puede llegar a hacer para sacarle a los pobres sus escasos ahorros produce una indignación que va in crescendo y con la que, al final de la película, se juega narrativamente para crear una expectativa de redención que nos permita liberarnos en parte de la tenaza que nos agarra, como las garras del águila el corpachón del carnero que se eleva con ella por los aires camino de su fin, el corazón sufriente del espectador.

          La película se abre con un «golpe» del equipo de timadores que, disfrazados de miembros de la iglesia católica, un obispo entre ellos, convence a los iletrados labriegos de que en sus tierras fue enterrado, por un pecador arrepentido, un tesoro que, de acuerdo con la ley es suyo, y por el que únicamente querrían el importe de las misas que el pecador quiere que se digan por su alma. Todo discurre con la normalidad habitual y los tres amigos estafadores entregan la recaudación al organizador material de esos «golpes» que juegan con la ambición y con la ignorancia, porque lo que desentierran no pasa de ser quincallería barata.

          De los alrededores campestres de Roma, pasamos a la capital, siguiendo la peripecia de los tres distintos estafadores: Augusto, magistralmente interpretado por Broderick Crawford; Picasso, un pintor aficionado apegado a su mujer, interpretada por Giulietta Massina, en un papel breve, pero muy emotivo, y Roberto, el más joven, encarnado por Franco Fabrizi. No tardamos en saber que Augusto tiene ya 48 años, una hija que vive con la madre y a quien ve de vez en cuando, sin poder agasajarla con los caprichos que a él le gustaría. Sin oficio ni beneficio, es un juguete de los trapicheos con los que intenta salir adelante, y sabe que va perdiendo la vida y lo más querido, su hija. Los tres son invitados por un viejo amigo que ha triunfado en la vida a una fiesta de Año Nuevo en su casa. Allá se presentan los tres con muy diferente intención. Augusto pretende que el viejo amigo le financie un negocio en el que el otro pondría la financiación y él el trabajo. Picasso, en compañía de su mujer, se presenta con un cuadro ´suyo para intentar «colocárselo» al amigo como si fuera de un pintor famoso y Roberto picotea aquí y allá hasta que descuida una pitillera de oro que encuentra en un sofá, lo que va a generar una escena de inmensa tensión cuando, al marcharse los tres, el amigo se planta en la puerta, bien acompañado, reclamando que «aparezca» la pitillera que Roberto niega tener, hasta que el recurso a una broma alargada en exceso permite que salga de su bolsillo y vuelva a poder de su dueña. El amigo se queja a Augusto de las compañías que frecuenta y de que, entre ladrones, hayan pretendido hacer negocio con él, cuando bien se sabe que también hay un código del honor en el hampa, por cutre que sea su esfera de acción. Esas secuencias del fiestorro son una exquisitez cinematográfica de primera, y preludian, ciertamente, muchas de las que rodará no mucho después en La dolce Vita, en la que la producción lo magnifica todo, pero mantiene la esencia de la mediocridad, la frivolidad y el desengaño vital del protagonista,  como en esta el de Augusto.

La noche no acaba bien, pero peor continúa la vida del trío malhechor, sobre todo, la de Augusto, cuya difícil relación con la hija acentúa la sensación de fracaso que huele constantemente el espectador en cuanto aparece, con su gran humanidad, en pantalla. La escena más terrible de la película, dejando de lado un final apoteósico de la crueldad y el mal, de esos que se imprimen en la mirada del espectador para jamás ser olvidados, se produce en un cine al que ha entrado con la hija. De repente, distingue unas filas más allá a un hombre a quien estafó con unas medicinas falsas que no impidieron el fallecimiento del familiar a quien se administraron. El afectado lo acaba reconociendo y va a por él, acorralándolo hasta que consigue sacarlo del cine y aguardar la llegada de la autoridad para que lo lleven a comisaría. La hija sale de la sala y contempla la humillante escena del padre justamente vilipendiado y detenido por la policía, aunque la respuesta desabrida de este hacia su hija es que se vaya a casa, y lo dice con la ira de quien acaba de sufrir la peor de las humillaciones: aparecer como lo que es ante una hija que ignora su vida real. De ahí a la cárcel y, pasado el tiempo, de nuevo a la calle para reanudar las mismas estafas de siempre, si bien la última de la película tiene un componente melodramático que lo complica todo, porque la familia campesina, a la que quieren desvalijar con el timo del tesoro en sus tierras, tiene una hija paralítica que, bellísima ella, con la más dulce de las miradas, y el más profundo de los agradecimientos a sus benefactores, despierta en Augusto el horror a su vil acción. Ahí lo dejo. Ni una palabra más. Lo que ocurre en las secuencias finales de Almas sin conciencia está a la altura de los grandes títulos del neorrealismo, El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica o Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini,  por ejemplo. Y sigue extrañándome que se haya cernido tal silencio popular y crítico sobre esta obra en la que Fellini alcanza un clímax que va más allá del neorrealismo y llega, incluso, a lo que podríamos llamar, por antítesis, «cine abstracto», que me ha recordado la terrible película de Abbas Kiarostami El sabor de las cerezas.

 

         

martes, 7 de mayo de 2024

«Un mundo perfecto», de Clint Eastwood o de «Sin perdón» a la carretera…

El ojo que ve, el corazón que no juzga: la road movie como tragicomedia.

 

Título original: A Perfect World

Año: 1993

Duración: 138 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Clint Eastwood

Guion: John Lee Hancock

Reparto: Kevin Costner; Clint Eastwood; Laura Dern; T.J. Lowther; Keith Szarabajka;

Leo Burmester; Paul Hewitt; Bradley Whitford; Bruce McGill; Jennifer Griffin; Kevin Jamal Woods; Mary Alice; Wayne Dehart.

Música: Lennie Niehaus

Fotografía: Jack N. Green.

 

          Clint Eastwood ha demostrado ser un director con intereses muy diversos y difícilmente encasillable, del mismo modo que, como actor, demostró una acusada versatilidad en papeles de muy distinta naturaleza. Auténtico icono del western, cuyos personajes en la trilogía de Leone lo preservan ya en el panteón de la inmortalidad, supo, sin embargo, tras su paso por los thrillers violentos de Don Siegel, acercarse, de un modo muy original, a realidades tan diferentes como los entresijos del rodaje de La reina de África, esta historia de solo aparente poca miga, Un mundo perfecto, pero llena de auténtico calor humano o el boxeo femenino y los conflictos paterno-filiales en Million Dolar Baby, por no hablar del fenómeno de la inmigración que aparece en su reputadísima Gran Torino. Estamos, pues, ante un director que supo labrarse una carrera que, a mi entender, ha superado con creces la de actor, por la entidad y calidad de sus obras.

          Si Sin perdón fue considerada y reconocida como la película que, tras Silverado, de Lawrence Kasdan, revitalizaba definitivamente el género del western, Eastwood se planteó una película que le permitiera huir de la rutina de apegarse a los éxitos para acabar desgastándose, acaso, en la mera repetición. Nada mejor, pues, que esta curiosa road movie de trepidante inicio e insólito desarrollo, porque las huidas de los presos de las cárceles no suelen incluir secuestros de niños como rehenes para asegurarse de que la policía ha de pensárselo dos veces antes de estrechar su cerco sobre los fugados. Cuando de boca de los Rangers, mítico cuerpo de policía de Texas, cuyo sheriff interpretado por Eastwood se implica en la captura de los fugados, sabemos que de los dos fugados uno es un broncas y el otro un asesino despiadado, nos entra un temblor incontrolado al saber que el segundo es Butch, el personaje interpretado por Kevin Costner en la mejor interpretación que le he conocido, dados sus muy limitados recursos interpretativos, a pesar de su éxito, sobre todo entre el público femenino. No tardamos, cuando el compañero de fugas intenta abusar depravadamente del  rehén, en comprobar cómo se las gasta Butch, porque lo fulmina de un disparo, para seguir la huida con el niño. La escena en el interior del coche, cuando Butch le facilita la comprensión entre una amenaza y un hecho, una secuencia muy de Eastwood…, precede al momento en que deja al niño con la pistola apuntando al colega de huida, antes de que, amenazado por el preso, el niño salga corriendo a esconderse en un maizal cercano… El niño, un prodigio de interpretación, aunque con una muy discreta carrera posterior, es hijo de una Testigo de Jehová que, en época de Halloween, por ejemplo, no participa en esa popularísima fiesta que tiene a los niños como protagonistas, lo cual marca, de inicio, una suerte de marginación respecto del mainstream social que favorecerá el acercamiento al secuestrador, sobre todo porque ambos son típicos casos de hijos sin padre que se han criado, por lo tanto, sin referente masculino que complemente o equilibre la influencia materna.  Y este es, en el fondo y en la superficie, el meollo de la película, de generosa extensión temporal, pero es obvio que el desarrollo de ese acercamiento ha de ser paulatino para ser creíble, de otro modo estaríamos más cerca del cine milagroso que del realista.

          El segundo eje narrativo de la película es el del lado de la ley y la persecución que emprenden, con todo el despliegue de las fuerzas policiales para barrarle el paso al fugitivo. Ahí vuelca Eastwood la parte cómica de la película, no exenta de una subtrama de abuso machista a la que pone expeditivo remedio el Ranger, porque al equipo de búsqueda del secuestrador ha sido asignada una criminalista que ha de colaborar con un estamento policial, los Rangers, no demasiado receptivo a integrar a las mujeres en su cometido. Hemos de conocer la vida marginada en la que ha crecido Sally, papel interpretado con mucha solvencia por Laura Dern, para que el Ranger la acepte en igualdad de condiciones como parte del equipo, aunque, propiamente, es casi nulo su papel en el desenlace, del que me abstengo de referir nada, aunque es esta una película que fue muy vista en España y debemos de ser pocos los que, por una u otra razón, no la vimos en su momento ni hemos tenido ocasión de hacerlo desde que se estrenara hace ya treinta y un años. Por fuerza ha de destacarse la secuencia cómica en que el conductor de la caravana donde se ha instalado la comisaría rodante que persigue al fugitivo decide perseguir a este a campo traviesa sin reparar en que lleva un remolque que, efectivamente, por uno de esos botes sobre el terreno, acaba separándose del coche y circulando en paralelo a este hasta que la salvaje naturaleza los obliga a parar… Se ha de saber que esa caravana es la que va a usar el Gobernador para hacer campaña para la reelección, campaña de la que forma parte la entrevista con la madre ante los medios, por supuesto… No es el único momento en que Eastwood nos distrae la atención del peligro que sufre el niño en manos del fugado, como si quisiera aligerar una tensión creciente que no sabemos cómo va a acabar, aunque empezamos a sospecharlo con la secuencia en la que el niño asiste al inminente asesinato de una familia negra que los ha acogido, pero cuyo padre maltrata al nieto, lo que provoca la furiosa reacción de Butch, y ahí lo dejo, porque el final de esa secuencia inicia el desenlace que sorprende a propios y extraños por la fatalidad que lo preside.

          El excelente guion de John Lee Hancock, también director,  nos permite asistir a la evolución de la relación entre el duro forajido y el niño deseoso de poder hacer todo aquello tan prohibido por el rigor moral de su madre. Se trata de una conexión emocional que no nos pilla por sorpresa, porque responde a un patrón tradicional, y ahí tenemos Hunted, ese peliculón soberbio de Charles Crichton con una situación parecida a la de esta película, pero con una variación sustancial: en esta, el protagonista adulto, un maravilloso Dirk Bogarde, pretende dar esquinazo a un niño que lo escoge como figura paterna a la que no quiere renunciar, y sí, también es una película de camino, aunque sin coches… En Un mundo perfecto, sin embargo, los coches y vehículos ocupan un lugar preeminente, porque, al modo del western, es metáfora del caballo que permite a los fugados continuar su escapada. Bien divertida es la secuencia, por ejemplo, en la que, tras pasar con una familia en su coche el cordón policial, después de haber estado a punto de que el niño, solo en el coche, no pudiera evitar el choque con el coche nuevo de la familia, Butch los deja en la cuneta, con las maletas, y huye con el niño. Insisto en que el lazo de confianza e incluso cierto cariño que se establece entre los dos protagonistas alcanza la categoría de «entrañable», por más que ello no impida un desenlace parcial, que nos deja de una pieza, antes del definitivo.

          La puesta en escena de la película, Usamérica hacia 1963, es impecable y afloran en ella aspectos de la vida social, como el racismo, perfectamente tratados en la película. Lamento ahora, retrospectivamente, no haberla visto antes, pero estoy seguro de que mi experiencia como espectador me ha permitido disfrutar mucho más de ella hoy de lo que lo hubiera hecho entonces. El título, propiamente, es de lo más significativo, porque es usado como antífrasis: el mejor de los mundos es aquel en que un hijo sin padre se convierte en el padre adoptivo de otro hijo sin padre, y ambos, al margen de la ley, estrechan los más sólidos lazos emocionales que quepa imaginar. Si a eso añadimos la crítica acerba de los comportamientos de muchos de los personajes con los que se cruzan al albur de su huida los fugados, comprendemos sobradamente las muchas cargas de profundidad moral que contiene una película aparentemente tan sencilla.

domingo, 5 de mayo de 2024

«La dama desconocida», de Robert Siodmak o el expresionismo del cine negro.

 


La máxima calidad con la mínima inversión: el dominio del relato… y Ella Raines… 

Título original: Phantom Lady

Año: 1944

Duración: 83 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Robert Siodmak

Guion: Bernard C. Schoenfeld. Novela: Cornell Woolrich

Reparto: Franchot Tone; Ella Raines; Alan Curtis; Aurora Miranda; Regis Toomey; Fay Helm; Elisha Cook Jr.; Thomas Gomez; Joseph Crehan; Doris Lloyd; Virginia Brissac.

Música: Hans J. Salter, Frank Skinner
Fotografía: Elwood Bredell (B&W).

 

          Robet Siodmak, cuyo renombre comenzó con un documental rodado con un equipo en el que se hallaba Edgar G. Ulmer, Billy Wilder, Fred Zinnemann o su hermano, el guionista Curt Siodmak, también novelista y director de cine, Gente en domingo, se formó en el cine Alemán emergente que dominó la Europa cinematográfica de los años 20 y 30 a través, sobre todo, de la todopoderosa productora UFA. Educado en el expresionismo de sus mayores y de los genios que ya realizan obras maestras, Siodmak emigró a Usamérica tras la llegada al poder de los nazis y, tras unos tanteos «al servicio de», tuvo la oportunidad de demostrar con esta película que iba a convertirse en un puntal de un género que ha apasionado a los espectadores desde que nació —dicen los expertos que con El desconocido del tercer piso, de Boris Ingster, película en la que también actuaba, por cierto,  como en esta de Siodmak, ese genio secundario de la actuación que fue Elisha Cook Jr.— y al que Siodmak ha contribuido con obras universalmente reconocidas.

          Aunque el presupuesto de esta película indicaba que podíamos estar ante una producción de serie B, porque el actor mejor pagado fue Franchot Tone, que solo actúa en la segunda mitad de la cinta, el equipo formado por Siodmak consiguió, técnicamente, remontar esa condición inicial para ofrecernos una muy sólida muestra del mejor cine negro de una década tan brillante para el género como la de los años cuarenta.

          La trama es bien sencilla: un hombre discute con su mujer. Se va a un bar. En la barra conoce a una mujer a quien invita a ir con él a un espectáculo de variedades, para no malgastar las dos entradas que tenía para ir con su mujer. La conocida, ataviada con un extravagante sombrero, comparte con él la velada y al regresar a su casa se encuentra con tres extraños en ella que, sin identificarse, le permiten entrar al dormitorio para levantar la sábana que cubre el cadáver y reconocer que se trata de su esposa. La policía se identifica y el interrogatorio a que es sometido lo convierte rápidamente en sospechoso. A pesar de que la policía se aviene a verificar su coartada, el noctámbulo, ingeniero de una importante empresa, se encuentra con una realidad que no se esperaba: lo recuerdan a él, pero no que fuera acompañado por una mujer. Cuando la noticia de la muerte de la mujer y su detención llega a oídos de su secretaria, interpretada magistralmente por Ella Raines, esta toma la decisión de, sin  haber dudado nunca de la inocencia del hombre que es su jefe y de quien está secretamente enamorada, buscar activamente a esa mujer que, tras la condena a muerte, puede librarlo de la silla eléctrica.

          Que la investigadora sea una mujer supone una curiosa novedad en el género. Y sus «armas de mujer» para progresar en la intervención la llevan a interpretar a una mujer de vida fácil y alegre que seduce al batería de la miniorquesta del espectáculo en el que la cantante sudamericana, interpretada por Aurora Miranda, llevaba un sombrero exactamente igual que el de la coartada del ingeniero acusado de homicidio. Esa indagación, además, nos va a llevar a una de las mejores secuencias de la película, la grabación de una jam session  jazzística en un reducido cubículo en el que el batería entra para acompañar al grupo y alcanzar un estado casi de delirio, con unas tomas sin apenas distancia respecto de los músicos y con unas posiciones de cámara casi inverosímiles. Poco a poco va seduciendo al música hasta que este acaba reconociendo que le han pagado para contar una versión falsa de los hechos. Cuando la secretaria llama al policía que se ha sumado a su causa, por los escrúpulos de conciencia que le ha supuesto la firmísima convicción del acusado en una coartada que ha acabado volviéndose contra él, y este llega a la casa del sospechoso y suben para hacerle confesar, se encuentran con su cadáver, pero es el primer momento en que conocemos la identidad del asesino, interpretado por Franchot Tone, un destacado actor a quien la mayoría de los espectadores recuerda por una película en la que interpretaba a un presidente de los Estados Unidos: Tempestad sobre Washington, de Otto Preminger, otro director alemán triunfante en Hollywood. Tone interpreta a un escultor, amigo del ingeniero y algo más que amigo de la mujer de este, quien sufre de unas migrañas que lo enloquecen e incitan al asesinato, porque tiene toda la sensación de que sus propias manos se independizan del imperio de su voluntad y actúan por su cuenta. Este personaje es un acierto y una riqueza en la trama, porque acompaña a la investigadora en la segunda parte fe la película sin que esta sepa que lleva al lado al asesino de la mujer de su jefe. Por las reacciones del personaje, Siodmak parece haberse inspirado en Las manos de Orlac, de Robert Wiene, y esta película haber sido la inspiración de Anatole Litvak para La noche de los generales, en la que Peter O’Toole sufre un padecimiento similar al de Tone en esta película. Como se advierte, así pues, no se trata de una obra menor, sino de un ejercicio de estilo que rinde pleitesía a los grandes descubrimientos del claroscuro del cine expresionista. Por otro lado, la historia, muy bien trazada, pertenece a una narración de Cornell Woolrich, autor eminente de obras que conocieron excelentes versiones cinematográficas, como La venta indiscreta, de Hitchcock, autor con quien Siodmak tiene algunas deudas, y no hay más que reparar en ciertos planos del pañuelo con que quiere deshacerse el escultor de la secretaria, por ejemplo…

          Quien quiera adentrarse en las claves de un género que Siodmak contribuyó a definir con su trabajo, aquí tiene una excelente muestra que no le dejará indiferente.