Una coda final
cómica con algún mensaje subliminal a gusto de hermeneutas…
Título original: Dekalog,
dziesiec.
Año: 1990
Duración: 55 min.
País: Polonia
Dirección: Krzysztof
Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski,
Krzysztof Piesiewicz
Reparto: Jerzy Stuhr; Zbigniew Zamachowski; Henryk
Bista; Olaf Lubaszenko; Maciej Stuhr; Anna Gornostaj; Cezary Harasimowicz; Daniel
Kozakiewicz.
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Jacek Blawut.
Kieślowski
pone punto final al decálogo para dejarnos con un esbozo de sonrisa en los
labios, si nos atenemos al corte de mangas que se llevan los dos hermanos que
han heredado del padre una supuesta fortuna en una colección de sellos y acaban
siendo engañados por una red mafiosa de profesionales que los despluman como a
dos pardillos, que es lo que son, aunque, de por medio, asistimos a la crónica
de su ambición, su ingenuidad y su falta de escrúpulos.
El personaje
que fallece, y que no aparece en ningún momento, es el vecino de la profesora
de ética en el capítulo octavo, el que le muestra, como un padre orgulloso de
su prole, unos sellos rarísimos de la expedición al Polo con zepelines, una
afición que, al parecer, comparte con el hijo de la profesora, justamente en el
que no quiere saber nada de ella.
La historia
comienza con un personaje haciendo señas al cantante de un grupo de rock, su
hermano, quien aúlla desde el escenario un mensaje que representa un aspecto
del cambio radical que ha experimentado la sociedad polaca tras la caída del
muro y el inicio de su transición hacia la democracia: «Mata, mata, mata y
fornica. Codicia los domingos. Pega a tu padre, a tu madre y a tu hermana. Pega
a los más débiles y roba todo lo que puedas, porque todo es tuyo…», puesto que
esa letra era imposible que fuera autorizada durante el régimen comunista.
Una vez que
ambos conocen la muerte de su padre, van a la casa de este, donde les cuesta
entrar, porque ha instalado una puerta de ultraseguridad, además de una alarma
sonora. El hijo mayor recuerda, entonces, una vida de privaciones y casi
miseria, porque, al parecer, los ahorros del padre se iban tras su costosa
afición a los sellos, que llenan dos armarios.
A partir del
descubrimiento de esos álbumes, los hermanos inician la exploración del valor
que puedan tener en el mercado, pero como son unos pardillos, acaban enredados
en una trama de oportunistas que ven en ellos la oportunidad de hacerse con una
valiosa colección a precio de saldo, esto es, de engañarlos como a bobones.
El hermano
pequeño compra un perro que mete espanto al mayor, en una divertida escena,
porque todas las medidas son pocas para proteger el «tesoro» al que le van a
sacar sus buenos dividendos. La ambición ciega a los hermanos, una vez
introducidos en el opaco circuito filatélico, y son incapaces de ver claro en
el extraño negocio que les propone un filatélico, poseedor de un sello que vale
dos millones, pero que no tienen ellos, sino él, y, ¡para total sorpresa de
ambos hermanos!, lo que el vendedor quiero no es dinero, ¡sino un riñón! Para
su hija necesitada de un trasplante. La deriva de esos tratos nos habla bien a
las claras de la desesperación ante un sistema sanitario inoperante, o poco
menos. Las analíticas deciden que el hermano compatible es el mayor, y a ello
se somete en pro del gran negocio que supone la posesión de una joya filatélica
tan codiciada.
Mientras está
en la clínica, donde le acompaña el hermano menor, unos ladrones entran en la
vivienda y los desvalijan sin dejar ni las huellas. Desde ese momento, los
hermanos se distancian y acaban haciendo la misma reflexión: el robo lo ha
orquestado el otro. Por separado, se ponen en contacto con la policía y cada
uno de ellos, al mismo inspector, le revela las mismas sospechas.
No tardan, eso
sí, en atar cabos sobre lo que puede haber pasado, porque la pericia con que
entraron en la casa y la pasividad del perro inducen a sospechar poderosamente
de que ha habido una ayuda «desde el interior», porque desde dentro, por
ejemplo, se anula la alarma sonora, algo que confiesa haber hecho el hermano
mayor porque se disparaba cada dos por tres.
Tiene, la
película, algo de aquellas Nueve reinas, tan extraordinaria, dirigida
por Fabián Bielinsky, siquiera sea por la temática filatélica y por la
incursión en un mundo desconocido cuyos intereses se llevan por delante a
cualquiera, como les pasa a los hermanos.
Los
hermeneutas no se conforman con una historia tan simple y algo cómica, teniendo
en cuento lo mucho y fino que ha hilado Kieślowski en el Decálogo, y
aventuran hipótesis sobre el simbolismo de la Polonia vendida al capitalismo y
la ley de la explotación y el robo, aquello que proclamaba a los cuatro vientos
el cantante al comienzo de la película y que acaba sufriendo, para su desesperación en carne propia. Véase como se vea, el divertimento que pone
punto final al Decálogo tiene momentos deliciosos y grandes interpretaciones,
algo común a toda la serie, desde luego. El espectador se siente cómodo en esa
barriada, con esos vecinos que, hasta el final, han ido entretejiendo sus
destinos para sacar el director un retrato incisivo de la condición humana en
la humana comedia de la vida.
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