El demonio perverso y sombrío de los celos en un caso de impotencia biológica sobrevenida.
Título original: Dekalog,
dziewiec.
Año: 1990
Duración: 55 min.
País: Polonia
Dirección: Krzysztof
Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski,
Krzysztof Piesiewicz
Reparto: Ewa Blaszczyk; Piotr
Machalica; Artur Barcis; Jan Jankowski; Jolanta Pietek-Górecka; Katarzyna
Piwowarczyk; Jerzy Trela.
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Piotr Sobocinski.
Nos movemos en
el ámbito de la ciencia que, más allá de la crisis entre ella y la superstición
religiosa, dicta una sombría pena de muerte sexual sobre un hombre joven contra
cuya impotencia biológica nada pueden los avances científicos. Se trata,
además, de un cirujano, que sabe de buena tinta lo que se puede y, sobre todo,
lo que no se puede hacer para restaurarle una potencia sexual que ha
desaparecido por completo. La deriva de su vida conyugal no es difícil
imaginarla, porque incluso el protagonista
le dice a su mujer que habrá de buscarse a alguien con quien
satisfacerse sexualmente. Y como por arte de birlibirloque, apenas se lo ha
propuesto, aparece ese juguetón, perverso y sombrío, de los celos que acabarán
atormentándolo. El generoso y franco ofrecimiento del marido obtiene el rechazo
enérgico de su mujer: «El amor no está entre las piernas», le responde con
firmeza, pero inmediatamente después sabemos que la mujer, antes de oír la
revelación biológica de su marido, «ya» tiene un amante, un científico joven y entusiasta
que, para su mal, no solo disfruta sexualmente con la mujer, sino que se ha
enamorado de ella y le pide que se divorcie del impotente que no puede
satisfacerla.
La perspectiva
de una vida sin sexo y con una mujer tras la que se les van a los hombres los
ojos, y a uno bastante más que la mirada, se tiñe de una tristeza profunda que
marca la vida del protagonista, quien, poco a poco, se va dejando ganar por la
ideación de que su mujer lo engaña, y hasta se deja entrever, fugazmente, que
él le ha sido infiel a ella, a juzgar por cómo rehúye el contacto con una vecina cuando esta había hecho ademán de
ir a establecer contacto personal con él. La celotipia es una obsesión que no
entiende de sexos y ambos la padecen por igual. Está cerca de la paranoia y cae
de lleno en la neurosis obsesiva, que es lo que vemos que desarrolla el
personaje. Toda su vida gira, desde el nacimiento de la sospecha, alrededor de
la necesidad de confirmar, de visu
e in situ, si ello es posible, la infidelidad de su mujer. La
realización plasma la enfermedad del cirujano con los primeros planos de él y el
seguimiento, casi pegajoso, físicamente, de sus maniobras para confirmar la
sospecha, lo que le lleva incluso a intervenir el teléfono para pillarla in
fraganti.
Como el piso
de la madre está vacío, ella le pide que recoja un paraguas y una prenda de
vestir para la madre, y es allí donde descubre un poderoso indicio de la
traición: una graciosa postal del papa Wojtyla con los dedos cerrados sobre los
ojos como si fueran prismáticos y una declaración de amor. Y allí será, aunque
desde la escalera, cuando confirmará las citas sexuales de su mujer. En la
medida en que la mujer comienza a sospechar por el desánimo general de su
marido. quien ya conoce su infidelidad, decide romper con su amante y plantear a
su marido un proyecto de vida en común que los una: convertirse en padres
adoptivos. Antes de ello ha tenido lugar una escena en la que el protagonista
se ha escondido en la casa para aumentar sus certezas, si bien con lo que se
encuentra es con la última cita de ella, quien le dice, y suena a sarcasmo, que
su marido no sabe lo de ellos y que nunca ha de saberlo…
La historia
tiene una acción paralela en la historia de una joven que duda de si operarse o
no para poder liberarse del freno que imposibilita que se desarrolle como
cantante de ópera, destino para el que la ha educado su madre, si bien ella no
siente esa necesidad de «triunfar», y su máxima aspiración es enamorarse y
formar una familia. Cuando el cirujano le oye tararear una melodía del músico Van
den Budenmayer, queda tan hechizado que no tarda en adquirir un disco del
compositor holandés del siglo XVIII, y se convence de que la joven ha de
operarse, aunque la decisión solo puede ser suya. Una vez que ha decidido
hacerlo, la joven maldice al cirujano, porque dice que le ha inoculado el afán
de cantar ante grandes audiencias y conseguir la fama, desvirtuando la vida
sencilla y apacible que a ella le hubiese gustado llevar, porque el triunfo
exige sacrificios excesivos, se mire como se mire.
También en
este mandamiento aparece el testigo silencioso, ese que solo sonrió ante la
explosión de júbilo del joven mirón en el sexto mandamiento. Ahora lo hace
montado en bicicleta y se cruzará varias veces con el protagonista, amante del
ciclismo, aunque en la película, y tan amigo como es Kieślowski de la
simbología, las tomas nos muestran desde detrás el pedaleo del ciclista
pegadísimo al sillín, como si esa presión fuera la responsable de la impotencia
del cirujano. Más explícita y escasamente imaginativa es la metáfora del
conductor que le pide al protagonista que le ayude a meter el pitorro fálico
del recipiente con el que va a llenar el depósito de gasolina desde una lata
auxiliar; pero, bueno, más tristemente explícito es el folleteo que orquesta
Shostakóvich en Lady Macbeth de Mtsensk, y nadie se rasga las
vestiduras.
No entraré en el terreno del desenlace,
porque el director ha guardado para él una solución ingeniosa, pero si adelanto
que ese compositor holandés es un juego de ficción urdido entre el director y
el músico, quienes llevaron la broma incluso a su trilogía de los colores de la
bandera francesa, en las que le atribuyen algunas composiciones, alejadas del
estilo habitual de Preisner, lo que confería mayor verosimilitud a la
invención.
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