El sueño imposible del aurea mediocritas de un rockabilly pendenciero…
Título original: Baby the Rain Must Fall
Año: 1965
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Robert Mulligan
Guion: Horton Foote. Obra:
Horton Foote
Reparto: Lee Remick; Steve McQueen; Don Murray; Paul Fix; Josephine
Hutchinson; Ruth White; Charles Watts; Carol Veazie.
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: Ernest Laszlo
(B&W).
Un equipo de
primera, unos actores espléndidos y una puesta en escena tan sobria como lírica
para una película en la que el estudio psicológico de una individualidad, de un
carácter temperamental, forjado en una infancia de niño huérfano adoptado por
una mujer severa, incapaz de darle a un niño lo que este necesita en esa
terrible situación: afecto, amor, no acaba de cuajar con la intensidad que la
historia requiere. Del mismo estilo de la presente, en cuanto a la puesta en escena,
los encuadres, el blanco y negro y la música es una obra maestra de Martin
Ritt, Hud, en la que el enfrentamiento entre padre e hijo bien puede decirse
que alcanza niveles de tragedia clásica.
Que aparezca
Lee Remick en el reparto es una garantía de que la película no nos dejará mal
sabor de boca, porque si hay actriz capaz de enamorar a la cámara y a los
espectadores es ella. Arranca la historia con ella y su hija en el autobús,
camino del encuentro con el marido y padre de la niña: un Steve McQueen
cantante de rock en una orquesta que actúa en salas de baile de tercera
categoría. Como compositor que es quiere alcanzar el estrellato e irse a California
a tratar de vender sus canciones para llegar a la fama. Una de sus canciones es
la que da título a la película en la versión original. Lo que sucede, de momento, es que está en
libertad condicional, tras haber sido encarcelado por meterse en peleas a
casusa de su carácter pendenciero, producto, al parecer, de una absoluta
rebeldía contra una madre adoptiva que siempre ha tenido la peor de las
opiniones sobre su hijo adoptivo, a quien siempre ha tratado de apartar de su
inclinación musical para convertirlo en un honesto trabajador a través del
estudio.
Enseguida
advertimos, dado el carácter del joven músico, y la escasa capacidad de la
mujer enamorada de condicionarlo, que las cosas es muy posible que no salgan
como ambos esperan cuando se encuentran y buscan una casa de alquiler donde
instalarse, rodeada de la nada polvorienta, pero un hogar, al cabo, donde la
protagonista espera «atar» a su marido para que haga frente a su doble
responsabilidad, como esposo y como padre de una niña a la que ve por primera
vez, pues tras conocerse los esposos en una de sus actuaciones, se separaron y
luego, antes de poder reunirse, él ingresó en prisión por, se supone, una pelea
parecida a la que se produce en otra de sus actuaciones y que le cuesta perder la libertad
condicional, dado que se trata de un periodo en el que no puede cometer ningún
delito, de ningún tipo.
Lo mejor de la
película es el ambiente en el que se desarrolla un esfuerzo de redención que
tiene brillantes momentos íntimos que parecen augurar un futuro que resarza a los protagonistas de las
vidas precarias que han tenido que llevar. De hecho, la mujer decide ponerse a
trabajar para reunir dinero con el que ayudar a su marido a viajar a California
para cumplir su sueño de abrirse camino en el mundo de la música. Aunque hay un
cierto desajuste entre el espíritu casi adolescente del joven y su más que
relativa madurez, parece ser que hay un componente biográfico en la vida del
protagonista, porque McQueen también fue un niño dado en adopción y que se
conjuró para triunfar en Hollywood. En este papel de rockabilly, el propio
McQueen canta, y no lo hace mal del todo, aunque las canciones no tengan la
entidad que otros clásicos del rock inicial de esos años cincuenta en los que
se ambienta una cinta con ciertos ecos de decadencia que recogerá más tarde
Bogdanovich en La última película.
El contraste
con el protagonista es la figura del sheriff, amigo suyo de la infancia, y
personaje «protector» de la mujer y la hija, no sin cierto interés, porque no
tardamos en intuir una comunión de sensibilidad con la mujer, como se manifiesta
en la necesidad de plantar árboles para «abrigar» la soledad en el yermo de la
casa, muy a estilo de la de los pioneros. Las tomas de Mulligan del cerezo
plantado por el padre para la hija, uno de esos momentos que parecen presagiar
un futuro esperanzador.
Desde el comienzo,
sin embargo, cuando le es vedado el acceso a la casa de la madre adoptiva, el
protagonista ya da claras señales de arrastrar un severo trauma que irá
acentuándose cuando la mujer enferme y se ponga a las puertas de la muerte. El
miedo y el agradecimiento se dan la mano para dibujar la extraña relación del
hombre con su benefactora y enemiga, y solo bien avanzada la película, ya en el
último tercio de la misma, la cámara entra en el dormitorio de donde no sale la
mujer enferma para, ya en las últimas, mostrárnosla la cámara con unos primeros
planos aterradores, a juzgar por la severidad del rostro y la fiereza
despiadada de la mirada. La última reacción del protagonista, después del
entierro, aunque es excesivamente melodramática, llevarse una pala al cementerio
para exhumar a la recién inhumada y matarla por su propia mano en un acto de
venganza que lo desquite de todo el sufrimiento vivido, no deja de impresionar
lo suyo, por la intensidad interpretativa de ambos protagonistas. Contribuye a todo ello, al inmenso desasosiego,
la música de película de terror de Elmer Bernstein, que ser suma al impecable
claroscuro de la fotografía, a cargo de un clásico del cine usamericano: Ernest
Laszlo. Y por aquí, por el lado de la luz, un blanco y negro grisáceo, muy a menudo
brillante, en un paisaje desértico, la película adquiere una entidad
considerable, aunque, repito, no llega a los niveles de la película de Ritt ya
mencionada.
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