lunes, 9 de diciembre de 2024

«La última tentativa», de Robert Mulligan o el carácter indomable.

 

El sueño imposible del aurea mediocritas de un rockabilly pendenciero…

 

Título original: Baby the Rain Must Fall

Año: 1965

Duración: 100 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Robert Mulligan

Guion: Horton Foote. Obra: Horton Foote

Reparto: Lee Remick; Steve McQueen; Don Murray; Paul Fix; Josephine Hutchinson; Ruth White; Charles Watts; Carol Veazie.

Música: Elmer Bernstein

Fotografía: Ernest Laszlo (B&W).

 

          Un equipo de primera, unos actores espléndidos y una puesta en escena tan sobria como lírica para una película en la que el estudio psicológico de una individualidad, de un carácter temperamental, forjado en una infancia de niño huérfano adoptado por una mujer severa, incapaz de darle a un niño lo que este necesita en esa terrible situación: afecto, amor, no acaba de cuajar con la intensidad que la historia requiere. Del mismo estilo de la presente, en cuanto a la puesta en escena, los encuadres, el blanco y negro y la música es una obra maestra de Martin Ritt, Hud, en la que el enfrentamiento entre padre e hijo bien puede decirse que alcanza niveles de tragedia clásica.

          Que aparezca Lee Remick en el reparto es una garantía de que la película no nos dejará mal sabor de boca, porque si hay actriz capaz de enamorar a la cámara y a los espectadores es ella. Arranca la historia con ella y su hija en el autobús, camino del encuentro con el marido y padre de la niña: un Steve McQueen cantante de rock en una orquesta que actúa en salas de baile de tercera categoría. Como compositor que es quiere alcanzar el estrellato e irse a California a tratar de vender sus canciones para llegar a la fama. Una de sus canciones es la que da título a la película en la versión original.  Lo que sucede, de momento, es que está en libertad condicional, tras haber sido encarcelado por meterse en peleas a casusa de su carácter pendenciero, producto, al parecer, de una absoluta rebeldía contra una madre adoptiva que siempre ha tenido la peor de las opiniones sobre su hijo adoptivo, a quien siempre ha tratado de apartar de su inclinación musical para convertirlo en un honesto trabajador a través del estudio.

          Enseguida advertimos, dado el carácter del joven músico, y la escasa capacidad de la mujer enamorada de condicionarlo, que las cosas es muy posible que no salgan como ambos esperan cuando se encuentran y buscan una casa de alquiler donde instalarse, rodeada de la nada polvorienta, pero un hogar, al cabo, donde la protagonista espera «atar» a su marido para que haga frente a su doble responsabilidad, como esposo y como padre de una niña a la que ve por primera vez, pues tras conocerse los esposos en una de sus actuaciones, se separaron y luego, antes de poder reunirse, él ingresó en prisión por, se supone, una pelea parecida a la que se produce en otra de sus actuaciones  y que le cuesta perder la libertad condicional, dado que se trata de un periodo en el que no puede cometer ningún delito, de ningún tipo.

          Lo mejor de la película es el ambiente en el que se desarrolla un esfuerzo de redención que tiene brillantes momentos íntimos que parecen augurar un  futuro que resarza a los protagonistas de las vidas precarias que han tenido que llevar. De hecho, la mujer decide ponerse a trabajar para reunir dinero con el que ayudar a su marido a viajar a California para cumplir su sueño de abrirse camino en el mundo de la música. Aunque hay un cierto desajuste entre el espíritu casi adolescente del joven y su más que relativa madurez, parece ser que hay un componente biográfico en la vida del protagonista, porque McQueen también fue un niño dado en adopción y que se conjuró para triunfar en Hollywood. En este papel de rockabilly, el propio McQueen canta, y no lo hace mal del todo, aunque las canciones no tengan la entidad que otros clásicos del rock inicial de esos años cincuenta en los que se ambienta una cinta con ciertos ecos de decadencia que recogerá más tarde Bogdanovich en La última película.

          El contraste con el protagonista es la figura del sheriff, amigo suyo de la infancia, y personaje «protector» de la mujer y la hija, no sin cierto interés, porque no tardamos en intuir una comunión de sensibilidad con la mujer, como se manifiesta en la necesidad de plantar árboles para «abrigar» la soledad en el yermo de la casa, muy a estilo de la de los pioneros. Las tomas de Mulligan del cerezo plantado por el padre para la hija, uno de esos momentos que parecen presagiar un futuro esperanzador.

          Desde el comienzo, sin embargo, cuando le es vedado el acceso a la casa de la madre adoptiva, el protagonista ya da claras señales de arrastrar un severo trauma que irá acentuándose cuando la mujer enferme y se ponga a las puertas de la muerte. El miedo y el agradecimiento se dan la mano para dibujar la extraña relación del hombre con su benefactora y enemiga, y solo bien avanzada la película, ya en el último tercio de la misma, la cámara entra en el dormitorio de donde no sale la mujer enferma para, ya en las últimas, mostrárnosla la cámara con unos primeros planos aterradores, a juzgar por la severidad del rostro y la fiereza despiadada de la mirada. La última reacción del protagonista, después del entierro, aunque es excesivamente melodramática, llevarse una pala al cementerio para exhumar a la recién inhumada y matarla por su propia mano en un acto de venganza que lo desquite de todo el sufrimiento vivido, no deja de impresionar lo suyo, por la intensidad interpretativa de ambos protagonistas.  Contribuye a todo ello, al inmenso desasosiego, la música de película de terror de Elmer Bernstein, que ser suma al impecable claroscuro de la fotografía, a cargo de un clásico del cine usamericano: Ernest Laszlo. Y por aquí, por el lado de la luz, un blanco y negro grisáceo, muy a menudo brillante, en un paisaje desértico, la película adquiere una entidad considerable, aunque, repito, no llega a los niveles de la película de Ritt ya mencionada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario