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o 3 cosas que yo sé de ella: París y algunas parisinas antes de
la Revolución del 68 vistas por Jean-Luc Godard
Título
original: 2 ou 3 choses que je sais d'elle
Año:
1967
Duración:
95 min.
País:
Francia
Director:
Jean-Luc Godard
Guión:
Jean-Luc Godard
Música:
Ludwig van Beethoven
Fotografía: Raoul Coutard
Reparto: Joseph Gehrard, Marina Vlady,
Anny Duperey, Roger Montsoret, Raoul Lévy
Soy un fiel consultor
de la web Film Affinity, no solo
porque hallo allí la ficha técnica de todas las películas que veo, sino porque también
me encanta leer las críticas que con toda libertad de juicio dejan en ella los
lectores suscritos. Hay muchos cinéfilos y otros que entran a dejar sus
descalificaciones diría yo que por afán provocador, no exento de una caga
cinefilia no reconocida. De muchas películas ni siquiera hay una sola crítica,
por cierto. En este caso es lo que me temía, porque la película de Godard que
traigo hoy a El ojo cosmológico es de
esas que requiere su buena dosis de paciencia, empatía e independencia de
criterio para no dejarse llevar por la irritación y concluir que estamos, como
enseguida leeremos, en la antítesis del cine: el aburrimiento, hijo de la
pretenciosidad. Me remito a una crítica
sobre esta película de Godard publicada por un tal Tom Regan en 2009 y que
resume a la perfección el modo erróneo de acercarse a la película de Godard.
Dudo mucho, además, de que fuera capaz de verla entera. Dice así, el crítico: Cine para culturetas snobs de los que te
miran por encima del hombro. Bienvenidos al universo Godard, un universo
plagado del comunismo más rancio, crítica a la sociedad de consumo, se burla de
la burguesía, odio a Estados Unidos, reflejado en las omnipresentes noticias de
la guerra del Vietnam y una prostitución flemática como hilo conductor, todo
ello contado del modo más insoportable y soporífera(sic) posible, vomito(sic)
sobre la nouvelle vague y sobre sus creadores, atajo(sic) de intelectualoides
trasnochados, ojalá se hubieran ido a la URSS o a Cuba para que sufriera lo que
era en verdad el asqueroso comunismo y que vieran lo que era la falta de
libertad, no recuerdo que criticaran a los tanques rusos que aplastaron el
levantamiento checo en el 68, hipócritas demagogos. Este panfleto filmado es la
antítesis del entretenimiento recomendable a … Fuerza y honor!!! TOM REGAN
Entiendo
las reticencias de quienes crean que me podría haber ahorrado la transcripción
ofrecida, dado su escasísimo nivel crítico, su atávica sintaxis y su
incomprensión radical de lo que es y representa el cine de Godard, al menos el
de sus mejores películas; pero me ha parecido oportuno hacerlo porque Godard
estaría más que orgulloso de que su mensaje político hubiera llegado a irritar
tanto a algún espectador, lo que significaría que no habría quedado sepultado
bajo las poderosa carga intelectual que volcó en el todo el metraje, y de la
que enseguida trataremos.
En poco tiempo, he
visto, gracias a mi filmoteca casi particular de segunda mano, El desprecio, excelentísima reflexión
autobiográfica y sobre el cine, con la aparición estelar de Fritz Lang haciendo
de sí mismo y un Jack Palance impecable; Banda
aparte, llena de planos y secuencias que pretenden ser inolvidables (y
algunos lo son), Pierrot, el loco, en
la que se malinterpretan las palabras de Samuel Fuller en su cameo al comienzo
de la película reivindicando la acción, la violencia y el sexo, porque el guion es un verdadero disparate al que nada tienen
que envidiarle los de Almodóvar, por ejemplo, y, finalmente, la de ayer, esta 2 o 3 cosas que yo sé de ella, en cuyos
títulos de crédito se nos aclara enseguida que no se trata de una mujer sino de
Francia y más concretamente de París y sus barrios periféricos en construcción
entonces. La película recuerda mucho, en cierto sentido, a Berlín, Sinfonía de
una ciudad, porque voluntariamente adopta una forma de falso documental muy
realista, porque “sigue” la vida de ciertos personajes a lo largo de un día “normal”
de sus vidas y porque la ciudad tiene una presencia en la cinta al mismo nivel
de interés que sus protagonistas. Es más que curioso que dos cintas de
directores tan antagónicos como Godard y Buñuel se rodasen en el mismo año 1967
y que ambas trataran la prostitución clandestina de dos amas de casa, una, la
de Buñuel, Belle de Jour, de clase
alta; la otra, la de Godard, de clase media baja cuyas motivaciones son, además
de dar rienda suelta a la insatisfacción que siente en su matrimonio con un
mecánico y radioaficionado, la necesidad de redondear los ingresos.
A partir de la voz en off que habla en un susurro, el propio
Godard, repartiendo doctrina a diestro y siniestro, desde la antropología a la
sociología, pasando por la psicología, el estudio de los caracteres y el
urbanismo, nos va introduciendo el variado mundo de testimonios femeninos que,
dirigiéndose directamente a la cámara en el desarrollo de una secuencia que en
modo alguno interrumpen, explican ciertos retazos de su vida cotidiana,
usualmente faltos del más mínimo interés ni siquiera para quienes los describen.
El juego de encuadres con rótulos, edificios, gasolineras, ángulos inéditos de
la ciudad en construcción y el omnipresente ruido de las máquinas excavadoras y
de las grúas confiere, por contigüidad, un valor “fundacional” a la película (como se advierte en el excelente cartel anunciador, en el que se ha sabido captar a la perfección el sentido "constructor" de la misma).
La ciudad de París y las parisinas son las protagonistas de esta sinfonía
desarrollada exclusivamente con los acordes de la música de Beethoven como
banda sonora, lo mismo que hizo Manuel Mur Oti en Condenados, si bien para un dramón rural del que quizás hable en
breve. He de reconocer que, amante como soy de la arquitectura, la película de
Godard destila una sensibilidad extraordinaria por la composición de volúmenes
en el interior del plano, y prácticamente no hay ninguno en el que no se
aprecie esa sensibilidad espacial. Contrastan esos planos con los de los
numerosísimos rótulos, muchos de ellos luminosos, que van jalonando la historia
de una belle de jour plena de acedía
vital, a la que le pone rostro impasible y frío Marina Vlady en una soberbia actuación,
porque llegar a entender lo que el director quería que ella expresase le debe
de haber costado lo suyo. Godard es un director crítico con la modernidad,
pero, al mismo tiempo, un amante incondicional de los nuevos signos que inundan
el campo semiótico, y de ahí ese montaje “nervioso”, saltarín, “eléctrico”, que
nos lleva desde la descripción al juicio moral, desde el cuadro de costumbres
hasta el existencialismo, o desde los guiños (no se sabe, por la ideología de
fondo, si irónicos o complacientes), como el de la bandera de Francia que
compone la protagonista con la colcha, la sábana y el pijama, repetida dos
veces a lo largo de la película, hasta la adhesión estética incondicional, y en
parte fetichista, a esos nuevos signos que constituyen una puesta en escena más
que atractiva. Es difícil evadirse de la resignada melancolía que destilan los
destinos de los personajes, inmersos en sus vidas cotidianas repetidas hasta la
saciedad sin que apenas brille la esperanza de algún cambio en ellas. Quizás
por ello es tan impresionante el plano final de la película: una ciudad
construida con las cajas de los productos de primera necesidad que han de
consumir los habitantes de esa París en expansión, contemplada desde arriba,
dando toda la impresión de ser una maqueta a la que bien podría acercarse la
cámara en un trávelin para engarzar con la acción real de la película, la que
fuese.
No garantizo emociones
de ninguna clase, salvo la muy tibia de la melancolía, pero sí un disfrute
intelectual y visual que justifican, ahora y siempre, la inclusión de Godard
(casi godart, artista divino…) en la nutrida lista de los grandes directores de
cine.
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