lunes, 4 de enero de 2021

«Todos eran mis hijos», de Irving Reis, la versión cinematográfica del primer gran éxito teatral de Arthur Miller.

Una tragedia planteada como una indagación clásica al modo de Edipo, la primera obra detectivesca de la Antigüedad.

 

Título original: All My Sons

Año: 1948

Duración: 95 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Irving Reis

Guion: Chester Erskine (Obra: Arthur Miller)

Música: Leith Stevens

Fotografía: Russell Metty (B&W)

Reparto: Edward G. Robinson, Burt Lancaster, Mady Christians, Louisa Horton, Howard Duff, Frank Conroy, Lloyd Gough, Arlene Francis.

 

         Irving Reis pasa por ser uno más de la tranquilizadora, para los críticos, condición de «artesano», lo que permite ver sus películas con notable satisfacción y sin necesidad de replantearse cuál es exactamente el lugar que debe ocupar en ese Olimpo de directores en el que parece reinar la calma chicha a la hora de aceptar la nómina de residentes en el mismo. Si solo fuera un «artesano», ¿cómo es posible que haya realizado una película tan poderosamente emocional y terriblemente dramática como esta? Si fuera solo eso, ¿cómo iba a lograr una catarsis como la que he sobrellevado, llorando a solas en la cinta del gimnasio, corriendo, cogido hasta las entrañas por la conmoción emocional del choque brutal entre los personajes, cambiando una y otra vez de bando y de sospechas y de imposibles certezas, hasta el patético desenlace final? No, si solo fuera un «artesano», estoy convencido de que la película acaso me hubiera parecido correcta, formal o temáticamente, sin más; pero cuando una película se convierte en una experiencia biográfica y sabe activar los resortes de la emoción, entonces estamos, les guste o no a los críticos comodones, ante una obra de arte monumental. Y eso es lo que visto. Es evidente que no reniega de su origen teatral, y que, incluso la parsimonia de los movimientos de los actores se encuadran en una escenificación teatral, más que cinematográfica, pero todo lo salva el experto manejo de los encuadres y los cambios de plano para «animar» algo lo que no necesita de ningún dinamismo, porque es en la palabra donde todo transcurre con un poder dramático que va ganando a medida que avanza la película y nos desviamos del conflicto inicial, la madre de un combatiente que no acepta que su hijo haya perecido en la guerra y sigue creyendo que está vivo y que ha de regresar, razón por la que incluso mantiene su cuarto de la casa familiar intacto, al verdadera conflicto que se nos va desgranando poco a poco: el hermano de la novia del hijo desaparecido culpa al padre de haber mentido para evadir su responsabilidad y permitir que encarcelaran a su mano derecha en el negocio de piezas mecánicas para los aviones del ejército usamericano, a resultas del cual murieron, en un vuelo, 21 soldados.

         Para complicar más la situación, la novia del hijo se ha enamorado del otro hijo de la familia y están decididos a casarse. Y es llamativa la escena en la que ella, después de ser besada, le reprocha que la ha besado como el hermano del novio, no como él mismo, y entonces renueve el beso con la pasión apropiada. Contrasta la aceptación irremediable de la desaparición de su prometido con la renuencia de la protagonista de la película que critiqué hace poco: Esclava de un recuerdo, pero, en 1948, la consigna de que «la vida ha de continuar» parece filtrarse en cualquier obra. Con ese anuncio, que genera una tensión extraordinaria entre padre e hijo se abre la película, poco antes de que el hijo regrese con la novia para instalarla en su casa, donde fueron criados por el matrimonio protagonista cuando eran unos niños y su madre murió. Estamos, como se advierte, en una sólida y densa trama de afectos, incomprensiones, odios y un amor que ha de buscar la supervivencia frente a evidencias que nunca acaban de confirmarse sobre la culpabilidad del padre, un empresario sin ética profesional que tiende a anteponer el negocio frente incluso la seguridad de terceros.

         Pues sí, en la medida en que la trama avanza majestuosa hacia un pathos dramático que provoca una catarsis purificadora en el espectador, para purgar los deletéreos humores que genera la sospecha del hijo sobre la responsabilidad criminal de su padre, no se equivoca el lector al intuir que todo en esta obra depende de las interpretaciones de unos actores que nos han de hacer creíble tan dramática historia. La nómina de ellos basta para saber que Edward G.Robinson es un monstruo de la representación; que Burt Lancaster, algo envarado aún, ofrece una réplica a la altura de los papeles que aún le había de deparar la industria, como el inolvidable de JJ en Chantaje en Broadway, de  Alexander Mackendrick, una película paralela a esta en lo que se refiere a la «artesanía” de un autor capaz de crear una obra como esa, en la que Tony Curtis «se sale»; Mady Christians, rota de dolor por la pérdida del hijo y por la situación que la desborda con la llegada de sus “otros hijos”, el hermano de la prometida y esta,  y de cómo el amor de madre adoptiva es capaz de doblegar el odio del recién llegado contra el padre, compone una madre admirable en sus silencios y en su terquedad, pero también en la humanidad del derrumbamiento final; Louisa Horton, que debuta, interpreta a la novia enamorada del hermano del fallecido en combate, a quien había estado prometida, y representa un modelo de actriz alejado de la sensualidad exuberante de moda durante tanto tiempo, de una modestia física apegada a lo más parecido a la ordinary people, lo que hace ganar en credibilidad a todo el conjunto; y, finalmente, el hermano de ella, Howard Duff, quien fue pareja de Ava Gardner y marido de Ida Lupino, que tiene una maravillosa escena en el jardín de la familia, cuando la madre es capaz de hacerle recordar que en esa casa fue un niño querido; todo ellos, en conjunto, conforman un reparto idóneo, aunque el poder avasallador de Robinson, componiendo un exitoso ciudadano emprendedor, tiende a eclipsar a cuantos con él comparten plano, pero no es así, y de ello se beneficia el espectador. Lo que podríamos llamar el timing del «misterio» de la trama es absolutamente perfecto. Casi sin darnos cuenta vamos progresando en el verdadero conflicto de la obra, de modo que el final se ofrece como el único final lógico.

         La crítica social es importante; pero nos llega envuelta en un drama familiar que acapara nuestra emoción. Con todo, escenas impactantes, como la entrevista del hijo con el gerente de la empresa condenado a prisión en lugar de quien debería de haber sido condenado adquieren una dimensión de gran cine empapado del mejor clasicismo, sobre todo por la iluminación de la escena y el modo como se recorta, tras la verja que separa al visitante del prisionero, el rostro de quien le va a revelar, mediante un flash-back ilustrativo, la verdad más dolorosa que un hijo ha de oír.

         Total, que ignoro por qué esta película de Reis no ha gozado del crédito del que gozan otras, mucho menores que esta. Absolutamente imprescindible.

 

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