Una tragedia planteada como una indagación clásica al modo de Edipo, la primera obra detectivesca de la Antigüedad.
Título original: All My Sons
Año: 1948
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Irving Reis
Guion: Chester Erskine (Obra: Arthur Miller)
Música: Leith Stevens
Fotografía: Russell Metty (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson, Burt Lancaster, Mady Christians, Louisa
Horton, Howard Duff, Frank Conroy, Lloyd Gough, Arlene Francis.
Irving Reis pasa por ser uno más
de la tranquilizadora, para los críticos, condición de «artesano», lo que
permite ver sus películas con notable satisfacción y sin necesidad de replantearse
cuál es exactamente el lugar que debe ocupar en ese Olimpo de directores en el
que parece reinar la calma chicha a la hora de aceptar la nómina de residentes
en el mismo. Si solo fuera un «artesano», ¿cómo es posible que haya realizado
una película tan poderosamente emocional y terriblemente dramática como esta?
Si fuera solo eso, ¿cómo iba a lograr una catarsis como la que he sobrellevado,
llorando a solas en la cinta del gimnasio, corriendo, cogido hasta las entrañas
por la conmoción emocional del choque brutal entre los personajes, cambiando
una y otra vez de bando y de sospechas y de imposibles certezas, hasta el
patético desenlace final? No, si solo fuera un «artesano», estoy convencido de
que la película acaso me hubiera parecido correcta, formal o temáticamente, sin
más; pero cuando una película se convierte en una experiencia biográfica y sabe
activar los resortes de la emoción, entonces estamos, les guste o no a los
críticos comodones, ante una obra de arte monumental. Y eso es lo que visto. Es
evidente que no reniega de su origen teatral, y que, incluso la parsimonia de
los movimientos de los actores se encuadran en una escenificación teatral, más
que cinematográfica, pero todo lo salva el experto manejo de los encuadres y
los cambios de plano para «animar» algo lo que no necesita de ningún dinamismo,
porque es en la palabra donde todo transcurre con un poder dramático que va
ganando a medida que avanza la película y nos desviamos del conflicto inicial,
la madre de un combatiente que no acepta que su hijo haya perecido en la guerra
y sigue creyendo que está vivo y que ha de regresar, razón por la que incluso
mantiene su cuarto de la casa familiar intacto, al verdadera conflicto que se
nos va desgranando poco a poco: el hermano de la novia del hijo desaparecido
culpa al padre de haber mentido para evadir su responsabilidad y permitir que
encarcelaran a su mano derecha en el negocio de piezas mecánicas para los
aviones del ejército usamericano, a resultas del cual murieron, en un vuelo, 21
soldados.
Para complicar
más la situación, la novia del hijo se ha enamorado del otro hijo de la familia
y están decididos a casarse. Y es llamativa la escena en la que ella, después
de ser besada, le reprocha que la ha besado como el hermano del novio, no como
él mismo, y entonces renueve el beso con la pasión apropiada. Contrasta la
aceptación irremediable de la desaparición de su prometido con la renuencia de
la protagonista de la película que critiqué hace poco: Esclava de un
recuerdo, pero, en 1948, la consigna de que «la vida ha de continuar»
parece filtrarse en cualquier obra. Con ese anuncio, que genera una tensión
extraordinaria entre padre e hijo se abre la película, poco antes de que el
hijo regrese con la novia para instalarla en su casa, donde fueron criados por
el matrimonio protagonista cuando eran unos niños y su madre murió. Estamos,
como se advierte, en una sólida y densa trama de afectos, incomprensiones,
odios y un amor que ha de buscar la supervivencia frente a evidencias que nunca
acaban de confirmarse sobre la culpabilidad del padre, un empresario sin ética
profesional que tiende a anteponer el negocio frente incluso la seguridad de terceros.
Pues sí, en la
medida en que la trama avanza majestuosa hacia un pathos dramático que provoca
una catarsis purificadora en el espectador, para purgar los deletéreos humores
que genera la sospecha del hijo sobre la responsabilidad criminal de su padre, no
se equivoca el lector al intuir que todo en esta obra depende de las interpretaciones
de unos actores que nos han de hacer creíble tan dramática historia. La nómina
de ellos basta para saber que Edward G.Robinson es un monstruo de la
representación; que Burt Lancaster, algo envarado aún, ofrece una réplica a la
altura de los papeles que aún le había de deparar la industria, como el inolvidable
de JJ en Chantaje en Broadway, de Alexander Mackendrick, una película paralela a
esta en lo que se refiere a la «artesanía” de un autor capaz de crear una obra
como esa, en la que Tony Curtis «se sale»; Mady Christians, rota de dolor por
la pérdida del hijo y por la situación que la desborda con la llegada de sus “otros
hijos”, el hermano de la prometida y esta, y de cómo el amor de madre adoptiva es capaz
de doblegar el odio del recién llegado contra el padre, compone una madre
admirable en sus silencios y en su terquedad, pero también en la humanidad del
derrumbamiento final; Louisa Horton, que debuta, interpreta a la novia
enamorada del hermano del fallecido en combate, a quien había estado prometida,
y representa un modelo de actriz alejado de la sensualidad exuberante de moda
durante tanto tiempo, de una modestia física apegada a lo más parecido a la ordinary
people, lo que hace ganar en credibilidad a todo el conjunto; y,
finalmente, el hermano de ella, Howard Duff, quien fue pareja de Ava Gardner y
marido de Ida Lupino, que tiene una maravillosa escena en el jardín de la
familia, cuando la madre es capaz de hacerle recordar que en esa casa fue un
niño querido; todo ellos, en conjunto, conforman un reparto idóneo, aunque el
poder avasallador de Robinson, componiendo un exitoso ciudadano emprendedor,
tiende a eclipsar a cuantos con él comparten plano, pero no es así, y de ello
se beneficia el espectador. Lo que podríamos llamar el timing del «misterio» de
la trama es absolutamente perfecto. Casi sin darnos cuenta vamos progresando en
el verdadero conflicto de la obra, de modo que el final se ofrece como el único
final lógico.
La crítica
social es importante; pero nos llega envuelta en un drama familiar que acapara
nuestra emoción. Con todo, escenas impactantes, como la entrevista del hijo con
el gerente de la empresa condenado a prisión en lugar de quien debería de haber
sido condenado adquieren una dimensión de gran cine empapado del mejor
clasicismo, sobre todo por la iluminación de la escena y el modo como se
recorta, tras la verja que separa al visitante del prisionero, el rostro de
quien le va a revelar, mediante un flash-back ilustrativo, la verdad más
dolorosa que un hijo ha de oír.
Total, que
ignoro por qué esta película de Reis no ha gozado del crédito del que gozan
otras, mucho menores que esta. Absolutamente imprescindible.
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