lunes, 5 de abril de 2021

«Cuatro hijos», de John Ford o la excelencia muda del Director de Directores.

 

La historia de una familia bávara con la que se cruza de forma aciaga la devastación de la Gran Guerra, y su exaltado nacionalismo que aún tendría fuelle para la Segunda Guerra Mundial.

 

 

Título original: Four Sons

Año: 1928

Duración: 97 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: John Ford

Guion: Philip Klein, Herman Bing, H.H. Caldwell , Katherine Hilliker (Historia: I.A.R. Wylie)

Música: Carli Elinor, Erno Rapee (Película muda)

Fotografía: George Schneiderman, Charles G. Clarke (B&W)

Reparto  Margaret Mann, James Hall, Charles Morton, Ralph Bushman, George Meeker, June Collyer, Earle Foxe, Albert Gran, Frank Reicher, Archiduque Leopoldo de Austria, Ferdinand Schumann-Heink, Jack Pennick.

 

         Por un lamentable error, tenía tachada en mi lista de películas vista de Ford  Four Sons, pero hace unos días me percaté de que, lamentablemente, la confundí con Four Men and a Prayer. Deshecha la confusión, la he visto con esa emoción particular con la que siempre me acerco a cualquier obra de Ford y me he llevado la morrocotuda sorpresa de volver a descubrir una auténtica obra maestra, una más de las muchas que jalonan la vida de este «hacedor de westerns», un Director dotado como pocos para la comedia coral en pequeñas poblaciones, que es lo que nos describe la película en su inicio: una pequeña aldea de Baviera que bien puede catalogarse como una suerte de pequeño paraíso de la vida buena, tranquila y hermosa, en la que el recorrido del engalanado cartero del pueblo para repartir el correo, saludando a diestro y siniestro, sonriente y feliz, es la viva imagen de la vida idílica. El uniforme, muy parecido al del protagonista de El último, de Murnau, no es la única coincidencia con la obra del genio alemán, porque Cuatro hermanos está rodada en los mismos decorados que usó Murnau para rodar Amanecer, una película que revolucionó, como pocas, la manera de entender el cine en Usamérica. Solo tenemos que observar, y disculpen que me adelante en la historia, a la visión espeluznante de la sombra del cartero recorriendo el pueblo para llevar el sobre con ribete negro de luto con el que se comunica a las familias el fallecimiento de sus hijos en la contienda bélica cuya declaración tan alegremente recibió la población, como si de a ver una jira campestre se tratase.

         La gracia con la que observamos la presentación de los protagonistas, los cuatro hijos de la matriarca Bernle, eje de la acción, mientras esta guarda en los cajones de la cómoda, con el nombre de cada hijo, la ropa de cada cual, va a dar paso al primer anuncio de lo que se presagia, con la llegada a la localidad del nuevo jefe militar, un oficial prusiano de maneras despóticas con  quien uno de los hijos tendrá un encontronazo, a resultas del cual, porque el carro de heno que pasa al lado del militar lo deja lleno de yerba, un bofetón que no osa replicar, pero que le confirma en el camino que quiere seguir: el de la emigración a Usamérica, desde donde un compatriota le pide que vaya, que tendrá muchas oportunidades.

La acción se centra en el festejo por el cumpleaños de la señora Bernle, cuya bondad roza el retrato pastel, pero recordemos que la idealización de la vida rural bávara en contraste con el jinete apocalíptico de la guerra acepta ese contraste solo levemente exagerado. El retrato amable está lleno de detalles deliciosos, como la taberna donde le preparan el cochinillo asado en su honor. La  familia que la atiende se mueve, para servir a los clientes, con unos pasitos de puntillas de un ballet tan curioso como divertido. Esos pequeños detalles con los que Ford construye auténtica vida popular y simpática.

Cuando estalla la Gran Guerra, el pueblo despide, entusiasmado, a quienes cree que son sus héroes. Los dos hijos de la señora Bernle son llamados a filas, y no tarda el cartero en iniciar su camino de sombras amenazadoras con las terribles noticias para una madre resignada a un ciego amor a la patria contra el que no protesta. Finalmente, pierde también el único hijo que le quedaba como todo consuelo, porque del mayor no sabe nada. De forma paralela, sin embargo, la acción se desplaza a Nueva York para seguir la vida del hijo emigrado, quien, tras montar su propio establecimiento, se alista en el ejército para ir a luchar a Europa. Las breves secuencias del conflicto y el melodramático encuentro de los dos hermanos en el campo de batalla, antes de que el pequeño reconozca a su hermano y muera acto seguido, son momentos, con el movimiento del emigrado recortándose contra la niebla en el campo de batalla, de extrema belleza y emotividad, aun a pesar de ese carácter melodramático. Es impresionante cómo, después del armisticio, anunciado por las campanas de la iglesia, la entrada de dos tullidos de guerra a la misma le sirven a Ford para resumir en un plano los desastres de la guerra; del mismo modo que la llegada del cartero contemplada desde dentro de la casa de la madre Bernle, con quien intercambia la desolación de la pérdida, ella detrás del arcón cuya tapa bajada le permite ver al cartero, y este al otro lado de la ventana, derrumbándose por el dolor sobre el alféizar, mientras la madre hace lo mismo sobre el arcón. No entro en las relaciones del nuevo mando militar con su batallón y con la población, porque a través de ese retrato Ford se adelanta una década al comportamiento criminal que vivirá la humanidad con el ejército hitleriano, pero cinematográficamente son momentos que el aficionado goza con delectación.

Es notable el retrato de la capacidad de innovación de la mujer del protagonista, Joseph, quien, mientras el marido está en la guerra, es capaz de mejorar y ampliar el negocio. June Collyer, que está espléndida como enamorada y como mujer emprendedora, trabajaría poco después con Ford en La huerfanita.

La llegada de la carta del hijo emigrado, Joseph, nos devuelve al principio de la película, con el detalle de la disputa entre el cartero y los vecinos, el tabernero entre ellos, por ser quienes le entreguen a la madre de Joseph la buena nueva de la carta en la que le pide que vaya a reunirse con él. Como una exigencia de la inmigración usamericana es que los emigrantes conozcan el alfabeto, como conocimiento mínimo para ser admitidos en la «tierra de promisión», son realmente tiernas las escenas en las que la ya abuela, porque su hijo Joseph tiene un hijo que echa de menos a su abuela, ha de ir a la escuela con los niños pequeños. Hay un mucho de berlanguiano en esas escenas que don Luis seguro que hubo de ver y rever una y mil veces, porque su estilo está empapado de esa coralidad popular cuya espontaneidad más nos da la impresión de estar grabando directamente de la realidad tal cual, en vez de ser una obra de artificio.

Y aquí lo dejo, porque el último tramo de la película entra de lleno en el melodrama clásico y, aunque bien resuelto, queda algo por debajo del resto de la película, una obra realmente excepcional. Cambien los irlandeses por los bávaros y no notarán la diferencia en el amor con que Ford se acerca a vidas elementales deshechas, en este caso, por la tragedia de la guerra, ofreciéndonos la comedia y la tragedia de la vida como manifestaciones fatales de la especie, de las que él es un observador privilegiado.

        

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