Entre el cine
social de denuncia de la explotación laboral, el western, el Free Cinema
y la aventura: una película colosal de Cy Endfield.
Título original: Hell
Drivers
Año: 1957
Duración: 108 min.
País: Reino Unido
Dirección: Cy Endfield
Guion: John Kruse, Cy Endfield (Historia: John Kruse)
Música: Hubert Clifford
Fotografía: Geoffrey Unsworth
Reparto: Stanley Baker, Herbert Lom, Peggy Cummins, Patrick McGoohan,
William Hartnell, Wilfrid Lawson, Sid James, Jill Ireland, Alfie Bass, Gordon
Jackson, David McCallum, Sean Connery, Wensley Pithey, George Murcell, Marjorie
Rhodes.
Hay películas a las que el reparto invita
a entrar aunque se desconozca todo del autor. Como hace poco critiqué la
primera película que veía del represaliado Cy Endfield, hoy, al ver la segunda,
y con este reparto, salgo ya de dudas sobre la categoría artística de otro
director que añadir a la larga lista de cuantos son capaces de imantarte a la
pantalla sin perder ripio de cuanto ocurre, de cuanto ves y está rodado con
tanto nervio como delicadeza y habilidad.
Seleccioné la película en Filmin cuando
murió Sean Connery, porque era uno de sur primeros trabajos, el tercero,
concretamente, y sí tiene algunas frases y cruza los planos dos o tres veces, sólido
y majestuoso, pero ahí se acaba todo. En aquel momento, Stanley Baker era un
actor curtido y famoso, y aquí compite con un magnífico «malo» de manual:
Patrick McGoohan, además de ser el objeto de deseo de una actriz como Peggy
Cummings, a quien todos los que la hayan visto recordarán por El demonio de
las armas, de Joseph H. Lewis, una obra maestra muy poco conocida. Aparece
también, coqueteando con el protagonista, Jill Ireland , quien luego sería la
mujer de Charles Bronson y con quien coprotagonizaría no pocas películas,
aunque antes estuvo casada con David McCallum, quien también forma parte del
reparto.
Un hombre llega
a una empresa de transportes de áridos para pedir empleo. Algo oculta, porque
se niega a responder a ciertas cuestiones y no tiene al día el carnet de
conducir ni el de la Seguridad Social, indispensables para conducir los
camiones de la empresa, pero tanto el gerente como la empleada hacen la vista
gorda, porque las condiciones de empleo son peores que las de los riders
de Glovo, que la explotación laboral no la hemos inventado en esta fase global
del capitalismo neoliberal: Si los camiones cochambrosos tienen averías o
sufren alguna multa por lo que sea, todo ello corre por parte del conductor; se
les invita a conducir a la mayor velocidad posible por unas carreteras, como
las inglesas, estrechas hasta decir basta, porque su salario depende del número
de viajes que sean capaces de hacer, y cualquier reparación en los camiones se
les descuenta del salario.
Los conductores, que forman una suerte de
cofradía con papeles muy marcados: el líder, los corifeos, los desafectos y los
rebeldes, viven en una pensión próxima al centro donde se guardan los camiones.
Enseguida aparecerá la rivalidad entre el recién llegado y el líder, en unas
escenas de una virilidad, eso sí, algo infantil, pero no son precisamente graduados
quienes soportan ese ritmo de vida. De hecho, uno de los miembros del grupo,
Gino, de origen italiano, quien fue prisionero de guerra y ahora trata de ganar
dinero para volver a instalarse con un negocio en Italia, con la que sueña
constantemente, y quien oculta su devoción religiosa católica para evitar el
cachondeo de los otros salvajes, se convierte en la tabla de salvación del recién
llegado, con quien simpatiza enseguida. Entre ellos hay un «trofeo» en disputa,
una pitillera de oro que será posesión de quien haga más viajes al día. El
récord, claro, lo ostenta el jefe del grupo, quien, con malas artes y, otras
veces usando un atajo peligroso y solo transitable para muy expertos
conductores, gana siempre en esa competición. Cuando el recién llegado se empeña
en competir por ese puesto de honor aparecen las jugadas mafiosas del jefe,
quien cuenta con la colaboración activa del resto para no dejarse «pisar» por
un extraño que, además, desde que lo someten a una prueba de provocación, rehúsa
enfrentarse a puñetazo limpio con el macho alfa dominante.
Poco a poco, tras unas secuencias
vibrantes de la carrera de camiones en ese loco oficio, que nada tienen que
envidiar a las mejores persecuciones policiales bajo el metro elevado de Nueva
York, pongamos, por ejemplo, en French Connection, de William Friedkin,
nos van llegando noticias relativas al enigmático y contenido personaje: Entra
en una tienda y su jovencísimo hermano sale a recibirlo con muletas. Llega la
madre, quien ni quiere saludarlo y no desea otra cosa sino que salga de su
vista. Se trata de un enfrentamiento familiar muy en la líneas de los conflictos
abordados por el Free Cinema, puro y duro cine social, intenso y dramático. No
tardamos en saber que el hermano se llevó la peor parte del accidente de coche en
el que él conducía el vehículo. Ha pasado un año en prisión y ahora trata de
buscarse la vida para resarcir económicamente a su hermano, quien, sin embargo,
a diferencia de la madre, le demuestra enseguida un gran afecto, haciendo
abstracción de la deplorable situación física en la que se encuentra, y que
tanto le limita el porvenir. Por cierto, en ese papel descubrimos al jovencísimo
David McCallum que luego sería el célebre compañero de Napoleón Solo en aquella
famosa serie de los sesenta El agente de C.I.P.O.L, que tan popular se hizo en nuestro
país, casi tanto como Los intocables, sobre Elliot Ness.
Gino, el italiano, cree ser el novio
formal de la secretaria, Peggy Cummings, pero en cuanto esta ve entrar por la puerta
de la ofician al apuesto Baker, el espectador sabe que hay ahí un germen de conflicto
sobre el que no me extenderé.
En cualquier caso, la crudeza del trabajo
que han de desarrollar, las excelentes secuencias de los camiones en
adelantamientos imposibles y otras escenas de la vida de los camioneros como la
del baile, en la que, como bien señala un crítico de FilmAffinity, se
produce un desajuste muy notable, porque el protagonista llega al baile
acompañando a la hija de la patrona de la pensión, que intenta seducirlo en
todo momento y, sin transición alguna, lo vemos bailando con la secretaria,
antes de salir de la pelea en la que se embarcan los otros camioneros, razón, —su
supuesta cobardía—, por la que lo «sentencian» al duro castigo de las
jugarretas que le hacen la vida imposible.
Una película seca, concisa, llena de
testosterona, sí, pero cruda como lo son las relaciones de poder incluso entre
quienes están en lo ínfimo del escalafón laboral. Estoy seguro de que Cy Endfield hubo de ver
con mucha atención esa joya del cine que es El salario del miedo, de Henry-Georges Clouzot, con la que esta Ruta Infernal
guarda algún parecido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario