jueves, 8 de abril de 2021

«La muñeca», de Ernst Lubitsch: los orígenes geniales de su «toque».

 


El poder demiúrgico del cine en todo su esplendor centenario: una farsa grotesca asperjada con vitriolo y agua de rosas…

 

Título original: Die Puppe

Año: 1919

Duración: 66 min.

País: Alemania

Dirección: Ernst Lubitsch

Guion: Hanns Kräly, Ernst Lubitsch (Historia: E.T.A. Hoffman) (Obra: A.E. Willner)

Fotografía: Theodor Sparkuhl (B&W)

Reparto: Ossi Oswalda, Hermann Thimig, Victor Janson, Gerhard Ritterband, Marga Köhler, Jakob Tiedtke, Max Kronert.

 

         Esta película, como tantas obras maestras del cine mudo, deberían programarla en los cines con aires de gran acontecimiento, con toda la pompa y circunstancia que requieren obras que, desde la mayor austeridad imaginable consiguen los efectos cinematográficos más deslumbrantes. ¡Cuántos jovencitos noveles lloran por un buen presupuesto para «ponerse a rodar»! Que vean La muñeca y advertirán que la imaginación, en el cine, como en todas las artes, es el presupuesto sine qua non de las grandes obras.

         Como La muñeca es solo un año anterior a Luces de Bohemia, no me atrevo a afirmar que Valle-Inclán la hubiera tenido presente para escribir su obra, pero la película de Lubitsch pertenece a un género, la farsa grotesca, muy cercano a lo que Valle denominará «esperpento», un género bajo el que agrupa buena parte de su producción última, tanto teatral como narrativa. La imaginación me lleva a ver a Valle en el Proyecciones o en el Doré quedándose pasmado ante un arte como el de Lubitsch, tan coincidente con los presupuestos dinámicos de su dramaturgia, durante tanto tiempo considerada irrepresentable, sobre todo sus famosas acotaciones, tan cuerpo de la obra como las propias intervenciones de los personajes…

         La muñeca se inspira en E.T.A. Hoffmann y en la larga tradición de los autómatas. Pero el planteamiento de Lubitsch supone un giro grotesco que, a partir de la comedia bufa, nos deparará un artefacto perfecto no solo para la crítica social a las clases altas y a los religiosos, sino también para el humor stricto sensu, basado en el gag visual, a falta de palabras con que crear malentendidos, en lo que será, andando el tiempo, uno de sus recursos básicos. De entrada, el director aparece con su caja de trucos ante la cámara, y va desplegando poco a poco un escenario infantil: una casa, un camino, unos árboles… que atravesará enseguida un personaje, Lancelot, quien resbalará y caerá en una balsa. Empapado, ruega que salga el sol para calentarse: las nubes de cartón se van separando y aparece un sol dibujado que enseguida calienta tanto que a Lancelot le sale humo de sus ropas mojadas… Va a ver a su tío, quien le insta a casarse para mantener la dinastía familiar y hacerse cargo de su fortuna. A tal fin, se convoca a todas las mozas casaderas para que una sea la elegida, lo cual provoca que las ya emparejadas abandonen a sus gañanes en pos de tener la suerte de ser la elegida. A Lancelot, que de puro sensible se quiebra, le horrorizan las mujeres y, especialmente, la idea de casarse. Se escapa del palacio de su tío y, de repente, un cortejo de posibles novias lo persigue por todo el pueblo, persecución a la que se suma el agonizante tío con el ayudante que le va dando las gotas del jarabe que, parece, le mantienen en vida: una escena que recuerda la célebre película de Buster Keaton, Siete ocasiones, en su escena más famosa, una película que guarda no pocas semejanzas argumentales con esta de Lubitsch, por cierto.  Corriendo, corriendo, acaba en la puerta de un monasterio en la que los monjes se están dando un festín que esconden bajo la mesa antes de dejar entrar a quien pide humildemente asilo en la casa sagrada. Adoptado como aspirante a convertirse en monje, y dada la maltrecha economía del convento, un a nuncio en el diario por parte de su tío para que se case y herede su dinero despierta la codicia de los monjes, quienes le invitan a casarse de mentirijillas para ayudar a la supervivencia del monasterio. Para ello, recurren a los servicios de un marionetista que ofrece sus muñecas para «solteros, viudos y misóginos», reza su anuncio en la prensa.

         Se abre otro escenario lleno de resortes humorísticos: el taller de Hilarius, el marionetista, quien está acabando de darle los últimos toques a una marioneta inspirada en su propia hija. Si entrara en la descripción del taller, el vestíbulo donde recibe a las visitas, el increíble ayudante menguante del artesano, Gerhard Ritterband, quien, con quince años, debutaba en pantalla y logra acaparar la atención de los espectadores muy por encima de los reputados actores y actrices de la época: la suma de su escasa estatura y su rostro de hombre maduro en un joven de quince años crea un efecto extraño que se aviene a la perfección con la dimensión fantástica que adquiere la obra en no pocas de sus secuencias.

         Siendo una imitación de su hija, está claro que el enredo está servido. En efecto, el torpe ayudante acaba rompiendo la obra maestra de su amo, razón por la cual quiere suicidarse bebiéndose las pinturas de este, algo que el artesano le impide con el argumento de que «son muy caras»… El joven Lancelot, así pues, que se imagina estar en una casa de locos, a juzgar por cuanto allí ve, desfile nutrido de muñecas incluido, se lleva la marioneta con la que se casará para satisfacer la condición de su tío antes de entrar en posesión de la fortuna.

         El rosario de situaciones cómicas que se generan, baile de bodas incluido, es inacabable, porque Lancelot y Ossi —que es, por cierto, el nombre de la actriz, Ossi Oswalda, habitual en las primeras películas de Lubitsch y excelente cómica, a quien admiré en La princesa de las ostras, cuyo visionado recomiendo tanto como el de la presente— forman un dúo perfecto: el tímido misógino y la joven descarada.

         El enredo, después de haber cumplido la parte del casamiento se traslada, de nuevo, al monasterio, donde la película continúa el altísimo nivel de situaciones y recursos cinematográficos que, estoy convencido de ello, van a sorprender a más de un espectador. ¡Qué derroche de imaginación, el de Lubitsch! ¡Quién iba a extrañarse que alguien tan deslumbrante hubiera sido capaz de rodar películas como To be or not to be, una de las cumbres del cine cómico de todos los tiempos? Nadie. Como en los tiempos en que ir al cine era un espectáculo de barraca de feria, no queda sino gritar bien alto: «¡Entren y vean, señores y señoras, entren y vean: el arte del futuro, el arte del presente: Su Majestad El Cine!».

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