Dos muestras del exquisito hacer de Jacques Tourneur poco antes de su canto del cisne: Stars in my Crown.
Título original: Night of the Demon (Curse of the Demon)
Año: 1957
Duración: 95 min.
País: Reino Unido
Dirección: Jacques Tourneur
Guion: Charles Bennett, Hal E. Chester (Historia: M.R. James)
Música: Clifton Parker
Fotografía: Edward Scaife (B&W)
Reparto: Dana Andrews, Peggy Cummins, Niall
MacGinnis, Maurice Denham, Athene Seyler, Liam Redmond, Reginald Beckwith,
Ewan Roberts, Peter Elliott
Título original: The
Fearmakers
Año: 1958
Duración: 85 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jacques Tourneur
Guion: Elliot West, Chris Appley (Novela: Darwin L. Teilhet)
Música: Irving Gertz
Fotografía: Sam Leavitt
(B&W)
Reparto: Dana Andrews, Dick Foran, Marilee Earle,
Veda Ann Borg, Kelly Thordsen, Roy Gordon, Joel Marston, Dennis Moore, Oliver
Blake.
Jacques Tourneur se rebajó el caché
hasta la consunción para poder dirigir Stars in my Crown y, después de
un acto estético de tan elevada naturaleza, cayó en desgracia para los grandes
estudios, por lo que hubo de refugiarse, para sobrevivir, en la televisión, un penoso
final de carrera —él confiesa haberlo vivido como una maldición—, lo cual puede
haber opacado en parte la percepción de su auténtica importancia en el Séptimo
Arte, que, al menos a mi entender, lo sitúa entre los grandes realizadores de
todos los tiempos. Tourneur fue, además, un director polifacético, capaz de
tocar cualquier género y elevarlo a la perfección. Aquí ofrezco una crítica de
dos películas suyas que, a pesar del protagonismo de un Dana Andrews, lejos ya
de sus años gloriosos, pero aún con una sólida presencia ante las cámaras, bien
pueden considerarse de serie B, aunque sin dejar de tener el sello de excelencia
de un director que incluso de estas películas más baratas podía extraer
verdaderas secuencias inolvidables y, en conjunto, obras de mucha entidad.
La noche del
demonio aborda el tema del culto a Satán en una Inglaterra en la que, como
le saludan los periodistas al psicólogo usamericano que viene a desengañarlos
de la verdad de tales prácticas y de sus manifestaciones en nuestra vida
corriente y moliente, los fantasmas forman parte de su idiosincrasia. Los
productores exigieron la aparición en pantalla de una suerte de Godzilla ortopédico
que respondería a una imaginería satánica capaz de atemorizar al lucero del
alba. Recordaba muy bien de la primera vez que la vi el ridículo inmenso de
haber cedido a la tentación de usar un «engendro» tan penoso —Harryhausen, el
rey de los efectos especiales de esa naturaleza, no pudo colaborar por estar ligado
por contrato para La bestia de otro planeta y Simbad y la princesa, ambas de Nathan
Juran —, y que, para más INRI, apareciera apenas comenzaba la película.
Relativamente salvado ese hándicap, la película, con una iluminación
extraordinaria y un blanco y negro que crea una atmósfera inquietante, junto a
la estupenda creación del malvado sacerdote de la secta satánica por parte de Niall
MacGinnis, y la presencia de una habitual en el cine británico como Peggy
Cummings, a quien acabo de ver en Ruta infernal, de Cy Endfield, consigue
un nivel de calidad que bien podemos calificar de extraordinario, con
secuencias tan estupendas como la tormenta que estalla por la supuesta mediación
del jefe de la secta o la bola de niebla luminosa que sigue al protagonista en
su recorrido nocturno por el bosque cuando se dirige a buscar el coche, un efecto
espectacular que deja chico y ridículo el Lucifer de guardarropía impuesto por los
productores y en el que Tourneur no se recrea en ningún momento, ni siquiera en
el desenlace. Otra secuencia notable es la de la demostración del psicólogo a
través de la hipnosis para «liberar» a un adepto de la secta, llena de tensión
dramática y con un final estremecedor y resuelto con brillantez por el
director. La historia se plantea casi como una partida de ajedrez entre el «creyente»
y el «escéptico», como si los guionistas hubieran adaptado The ball and the
Cross, de Chesterton. Y el desarrollo, con una referencia inexcusable a la
escritura rúnica, como fuente de todos los prodigios sobrenaturales, se centra
en manuscritos cuyos secretos arrojarían la luz definitiva sobre el imperio del
Maligno en nuestras vidas. El subtexto de la Usamérica descreída frente a la
Inglaterra tradicional y respetuosa para con los enigmas insolubles de
ultratumba funciona como en tantas otras películas en la que se nos presenta a
ingleses y usamericanos como dos pueblos a los que solo separa la misma lengua,
como dijera con agudeza Bernard Shaw.
Salvando, pues,
los reparos mencionados, la película consigue lo que se propone: generar
desasosiego y crear permanentemente la sensación de estar amenazados por
poderes oscuros de naturaleza ininteligible. En ese sentido, la torturada
expresión demacrada de Andrews, en su dura etapa de adicción al alcohol, por
aquel entonces, construye un personaje que, sin renegar del empirismo de su
formación académica, es capaz de abrirse a la posibilidad de la existencia de
fenómenos que escapan al control de la razón, lo que confiere a la trama un
plus de credibilidad con el que Tourneur juega a la perfección. La intervención
decisiva de la madre del sacerdote satánico, con todo, se revela fundamental en
el desenlace, que se cierra con un plano de los protagonistas en la estación
lleno de sospechas, como si en el contrato hubiera quedado establecido que la
película pudiera permitir una futura continuación que, por supuesto, nunca se
produjo ni se dirigió.
Lo que hizo
Tourneur fue volver a Usamérica con Dana Andrews y embarcarse juntos en una
película que, por su escaso eco en FilmAffinity, una sola crítica y 157 votos,
me temo que es una película desconocida para el gran público, lo que esta
crítica pretende remediar, hasta donde le sea posible. Es fácil comprender mi
interés si añado que estamos ante la película en la que probablemente se
inspirara John Frankenheimer para dirigir su excepcional El mensajero del
miedo (The ManchurianCandidate), y aunque las dos películas se basan
en dos novelas de autores diferentes, Darwin L. Teilhet y Richard Condon,
respectivamente, algún investigador ha acusado a Condon de haber plagiado en su
novela nada menos que partes del Yo, Claudio, de Robert Graves, por el
lado político de ambas, y ahí lo dejo. El inicio de ambas, un militar usamericano
que es sometido en Corea a maltratos psicológicos y físicos que le dejan poderosas
secuelas del estilo del estrés postraumático da pie a dos tramas de naturaleza
política que divergen, sin embargo, en sus objetivos: la de Condon denuncia la
llegada al poder de un senador al etilo del anticomunista y dictatorial McCarthy
y la de Teilhet denuncia una perversión de los sistemas demoscópicos para
facilitar la aprobación de leyes que perjudican notablemente a quienes sedicentemente
pretenden defender. Para entender el alcance de la trama de esta película de
Tourneur hemos de pensar que en Usamérica el sistema de lobbys de influencia en
los políticos está reglamentado, si bien con unas limitaciones legales escrupulosas
que no pueden ser alteradas sin castigo penal.
Como veterano
que regresa a su ciudad, Washington, donde compartía un negocio con un socio
que, antes de morir, lo había vendido a un empleado corrupto por una nadería
simbólica, aunque no tuviera «poderes» para ello sin el consentimiento de su
socio, el veterano de guerra. Contratado por el nuevo propietario de la firma,
el protagonista comienza a sospechar que a su alrededor pasan cosas muy raras y
no es ajena a ellas la recomendación que
en el avión, en su regreso, le hace su compañero de asiento, quien le
recomienda un alojamiento donde será muy bien recibido si va de parte suya. Va,
en efecto, y allí se encuentra con un panorama que aún fortalece más su teoría:
algo muy turbio esconde el nuevo propietario, y algo terrible le sucedió a su
socio, cuya muerte comienza a parecerle altamente sospechosa de asesinato.
La «captación»
de la secretaria para que se pase a su bando y le ayude a descubrir el pastel
de la corrupción que todo parece indicar que se está produciendo es el salto
cualitativo que potencia la trama como un thriller clásico, aunque de menor
intensidad y brillantez que otras obras suyas como el clásico Retorno al
pasado, por supuesto. Marilee Earle, la secretaria, una suerte de pin-up
dejó el cine tras el rodaje de esta película y se convirtió en autora de éxito
en el campo de los libros espirituales y de autoayuda, y aún vive. El entendimiento
entre ambos actores permite seguir la trama con la confianza de que en sus
muchos giros, hayan de superar momentos delicados, como así sucede. El final de
la película, en la escalinata del monumento a Lincoln, es de los que difícilmente
se olvidan, aunque haya sido escenario de muchas películas. Sin ser una joya,
está claro que Los intimidadores, y no solo por sus semejanzas con The
manchurian candidate, merece un visionado desprejuiciado y una valoración
que devuelva estas películas de serie B de Tourneur a la estimación de los
grandes públicos.
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