viernes, 16 de julio de 2021

«La viuda del párroco» y «Michael», de Carl Theodor Dreyer, las mayúsculas del cine…

 

Título original: Prästänkan

Año: 1920

Duración: 71 min.

País:  Dinamarca

Dirección: Carl Theodor Dreyer

Guion: Carl Theodor Dreyer. Historia: Kristofer Janson

Fotografía: George Schnéevoigt (B&W)

Reparto: Greta Almroth, Einar Röd, Hildur Carlberg, Olav Aukrust, Emil Helsengreen, Mathilde Nielsen, Lorentz Thyholt, Kurt Welin.

 











Título original: Mikaël

Año: 1924

Duración: 93 min.

País: Alemania

Dirección: Carl Theodor Dreyer

Guion: Thea von Harbou, Carl Theodor Dreyer. Novela: Herman Bang

Fotografía: Karl Freund, Rudolph Maté (B&W)

Reparto: Walter Slezak, Max Auzinger, Nora Gregor, Robert Garrison, Benjamin Christensen, Didier Aslan, Alexander Murski, Grete Mosheim, Karl Freund, Wilhelmine
Sandrock
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…Mayúsculas elocuentes del cine mudo. Dos muestras del Dreyer temprano diverso: las tradiciones populares y la pasión del artista exquisito. 

         Rodadas con anterioridad a La pasión de Juana de Arco, su primera película absolutamente dreyeriana, podríamos decir, aunque sin el éxito de público que sí tuvo la anterior, el drama antimachista, El amo de la casa, que estas dos películas de Dreyer, ¡tan distintas!, contienen dos miradas del director que conviene rescatar para regocijo del espectador. En la primera, La viuda del párroco, nos sorprende el humor y el tono documental y folclórico de antiguas tradiciones noruegas, país en el que se sitúa la acción. En la segunda, Michael, asistimos ya a la puesta de largo de una técnica y de una concepción estética que será dominante en el resto de su trayectoria, interrumpida durante casi diez años de ostracismo durante los que solo rodó documentales y participó en la elaboración de guiones ajenos. Sus dos obras máximas, junto con La pasión… se quedaron para el final de su vida: Ordet y, la última, Gertrud. Quienes hayan leído otras criticas en este Ojo sobre películas de Dreyer ya sabrán que Ordet es para mí «mi» película por excelencia, aunque reconozco, como sucede con estas dos que el genio de Dreyer se manifestó prácticamente desde su comienzo, con El presidente.

         La viuda del párroco parte de una situación inicial, se convoca un concurso oposición, para entendernos, para cubrir la vacante de párroco en una aldea. Se presentan tres aspirantes. De dos de ellos, salvo que miran por encima del hombre al protagonista no sabemos nada. Del protagonista solo que va acompañado por su novia, con quien únicamente se casará, con autorización preceptiva de sus padres, cuando obtenga un puesto de párroco y pueda asegurarle a su hija una vida «digna», que decimos ahora para casi cualquier cosa. Los primeros compases están resueltos desde una doble perspectiva: el folclorismo de la costumbre y el tono jocoso del comportamiento del protagonista en relación, sobre todo, con el segundo contendiente, porque el primero es tan tedioso que duerme a todos los asistentes al concurso. Una vez ganado el puesto y cuando se las promete muy felices, viene la broma macabra sobre la que se edifica el desarrollo de la película: el ganador del puesto está obligado a respetar el «derecho» —que también decimos hoy para todo…— de la viuda del anterior párroco a desposarse con el ganador de la plaza… Viuda que pasa de los ochenta años, naturalmente… La boda se ajusta a los ritos noruegos y es un despliegue formal de cine documental, pero la dialéctica que inaugura entre el flamante marido y la viuda, con hechizos de por medio, porque a ella la acusan de brujería, por haber enterrado ya a cuatro párrocos, va a desencadenar una serie de episodios a cuál más jocoso para que los novios puedan gozar el uno del otro. A título anecdótico cabe decir que la protagonista, la viuda, aquejada de cáncer, murió nada más concluir la película, antes de la fecha de su estreno.

         El sentido del humor con que Dreyer narra lo que acaba convirtiéndose en una fábula moral es una auténtica rareza en su obra, aunque, desde el punto de vista cinematográfico, entronca con la dedicación al documental que le entretuvo hasta la realización de sus dos últimas películas, una de ellas, Ordet, una película imposible de describir, y de obligada visión para cualquier buen aficionado al séptimo arte. Los dos jóvenes se presentan a la viuda como hermanos, y ella accede a que la hermana viva en la misma casa, lo que, supuestamente, eso creen ellos, podría facilitar sus encuentros amorosos, pero pronto vemos que el sistema de rígido control de su marido que tiene Dame Margarete va más allá de las estratagemas y ardides de los jóvenes. El final es tan sorprendente que no quiero revelar nada sobre él. En todo caso, conviene destacar la interpretación del nuevo párroco, Sofren, y de la viuda, Einar Rod y Hildur Carlberg, cuyos primeros planos nos ofrecen un repertorio de estados psicológicos muy del estilo posterior de Dreyer. La película nos muestra la vida cotidiana de una aldea, los trabajos del campo y de la casa, y presta atención al mundo de objetos propios de la austeridad con que se vivía en aquellos tiempos pasados, porque se trata de una película histórica, se reflejan en ella costumbres del siglo XVIII. Lo que es contemporáneo es la necesidad de «remover» el obstáculo que impide la felicidad de los jóvenes, pero hasta ahí ha de llegar el espectador por sí solo y disfrutar de la evolución de la trama. A mí me ha traído a la memoria El pisito, de Marco Ferreri, porque la situación es muy parecida. Y he de confesar que a humor negro no le gana Azcona a Dreyer, ciertamente…

         Michael, por su lado, es una película de su tiempo, radicalmente distinta de la anterior, porque no es de producción sueca, sino alemana, rodada en la UFA y con una notabilísima colaboración de personas tan determinantes en el auge del cine alemán del primer tercio de siglo como la guionista Thea von Harbou, que fue esposa de Fritz Lang o la presencia, detrás y delante de la cámara de toda una institución del cine como Karl Freund, director de Las manos de Orlac y cinematografista de directores como Murnau o Lang y, también, de Dreyer, en esta película exquisita que debe mucho, sin embargo, más allá del prodigio de la fotografía y de la soberbia nitidez de un blanco y negro que nos sorprende mucho en 2021, a la dirección artística de Hugo Häring,  un conocido arquitecto alemán que diseñó los escenarios y el vestuario, elementos que juegan un papel muy destacado en esta historia pasional en el ambiente exquisito de la residencia de un gran pintor. La confluencia de grandes profesionales del cine para hacer esta película, de la que hay una primera versión sueca de  Mauritz Stiller, de 196, titulada Las alas, basada en la misma novela de Herman Bang, Mikaël (1904), se extiende al protagonista central, Claude Zoret, el pintor famoso, quien fue interpretado por el también director de cine Benjamin Christensen, lo cual, unido al breve papel que desempeña Karl Freund en la película nos ofrece una nómina estelar para la producción y realización de una obra que alcanza cotas expresivas de poderosa intensidad, amén de tratar un tema, el amor homosexual, prácticamente inédito aún en las pantallas de todo el mundo. Es cierto que la sublimación espiritual, casi paterno-filial, con que se disfraza permitía su exhibición sin alterar drásticamente los estándares de la moral convencional, pero no cabe duda de la naturaleza de ese amor que condicionará la relación entre el artista consagrado y el modelo que le ha permitido alcanzar la cima de su arte, después de haberlo disuadido de seguir una carrera de pintor para la que su protector no lo veía capacitado (aunque, por el desarrollo de la trama, intuimos que algo había de interés inconfesable en ese juicio estético sobre las obras del joven).

         Michael es una orgía estética de primera magnitud prácticamente desde el inicio de la historia. La casa del pintor, donde transcurre casi toda la película bien puede considerarse un auténtico museo en el que destaca una escultura clásica gigantesca y una galería de obras pictóricas estrechamente relacionadas con el pasado y el presente de los personajes,  por el que se mueven estos, con muy diferentes atavíos, pero todo ellos dignos de nota, y en el que Dreyer escoge los mejores ángulos para el festival de primeros planos que van a hacernos sentir toda la intensidad de las pasiones que están en juego.

La aparición de una princesa rusa que quiere ser pintada por el maestro, junto con la presencia constante de su biógrafo, celoso en todo momento de la predilección de este por el subyugante Michael, cuya belleza explora la cámara de Dreyer con el mismo entusiasmo con que explora el amargo desengaño del pintor cuando su «protegido» es seducido por la princesa y el incauto joven se atreverá a robar incluso obras del maestro para hacer frente al lujoso ritmo de la princesa, dan un giro a la trama que va a marcar un punto de no retorno, porque, poco a poco, el pintor percibe cómo el joven se va alejando de él, acaso para no volver. De hecho, cuando acaba el retrato de la princesa está enojado porque no ha sabido captar la viva mirada de la joven. En ese momento, le cede los bártulos a su protegido y este, tras unos primerísimos planos del encuentro de las miradas de los jóvenes, consigue retocar el original para darle a la mirada la vida que le faltaba, algo que «solo la juventud puede captar», reconociendo, humildemente, que la diferencia de edad entre él y Michael es determinante en el entusiasmo del joven con la princesa. Quiero destacar la escena en que Micharl sube a la princesa a su aposento en el piso superior, al que acceden por una escalera de caracol. Al llegar, en la repisa de un mueble la joven repara en unos muñecos de goma que representan a grandes directores y actores del cine, lo cual ha de leerse en clave metacinematográfica como un entrañable homenaje a maestros de quien Dreyer aprendió. 

La película, insisto, es de una belleza arrebatadora, y Dreyer consigue unos planos que nada tienen que envidiar a los mejores de sus obras cimeras ya señaladas. El exquisito ambiente del palacio-museo del pintor, quien es reconocido como «gloria de la nación» tras haber pintado un autorretrato en que exhibe el dolor terrible que siente, bajo unos cielos que han sido tomados de los cielos árabes pintados en los bocetos de uno de sus viajes, lo cual, en cierto modo, anuncia su muerte no muy lejana, se convierte en un escenario privilegiado al que Dreyer le arranca las mejores imágenes imaginables, como cuando el fondo de las tomas del pintor despechado son imágenes religiosas que aluden a otra pasión muy distinta…

La relación entre el joven esquilmador y el pintor famoso sigue la pauta de la ingratitud y de la tiranía del consagrado que, acaso, cree tener a todos bajo sus órdenes, como tiene al servicio que le asiste. La historia, por lo tanto, sigue esos dos caminos, el de la rebelión y el de la revelación de las profundidades del alma humana. Todo ello nos lo sirve Dreyer con una experimentación formal en cuanto a los picados y contrapicados de la cámara muy sorprendente y personalísima. Es fácil intuir en esta película el influjo determinante que hubo de tener en Luchino Visconti, por ejemplo, pero también en muchos otros que hallaron en esta película un modo de contar la historia a través de movimientos de cámara muy sutiles y de encuadres innovadores.

No me atrevo a revelar más de la película, y sí a pedir a los aficionados al mejor cine que no dejen de verlas, ambas, porque es difícil no asentir a las propuestas de Dreyer en cada una de ellas, y más difícil aún no dejarse cautivar por el sentido del humor y la moral de la primera, y por la exquisitez estética de la segunda.

 

 

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