Un drama burgués con connotación autobiográfica y una réplica a Intolerancia, de Griffith. Los primeros destellos ciertos del gran genio danés de la cinematografía.
Título original: Præsidenten (Praesidenten)
Año: 1919
Duración: 84 min.
País: Dinamarca
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guion: Carl Theodor Dreyer (Novela: Karl Emil Franzos)
Música: Película muda
Fotografía: Hans Vågø (B&W)
Reparto: Richard
Christensen, Christian Engelstoft, Hallander Helleman, Halvard Hoff, Jon Iversen, Jacoba Jessen, Betty Kirkebye, Axel Madsen,
Carl Walther Meyer, Peter Nielsen,
Fanny Petersen, Elith Pio, Olga Raphael-Linden
Título original: Blade af Satans bog
Año: 1921
Duración: 110 min.
País: Dinamarca
Dirección: Carl Theodor Dreyer
Guion: Edgar Høyer (Novela: Marie
Corelli)
Música: Película muda
Fotografía: George Schnéevoigt (B&W)
Reparto: Helge Nissen, Halvard
Hoff, Jacob Texiere, Hallander Helleman, Ebon Strandin, Johannes Meyer, Nalle Halden,
Tenna Kraft, Viggo Wiehe, Emma Wiehe, Jeanne Tramcourt, Hugo Bruun,
Elith Pio, Emil Helsengreen, Viggo Lindstrøm.
Entrar en la crítica de
la ópera prima y la tercera película de Carl Theodor Dreyer lo hace el
aficionado con un respeto no exento de una pizca de veneración, la justa para
no caer en idólatra, y con un entusiasmo indescriptible, sobre todo porque, al
verlas, una detrás de otra, ignoraba el orden cronológico de las mismas en la
carrera del director danés, una de cuyas obras, Ordet, tengo por la más impactante de las películas que haya visto
nunca, acaso influido, no lo niego, por la veneración que le tengo al medio
frailecico de Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, cuyas Declaraciones de las Canciones entre el Alma y el Esposo (más
conocido por Cántico espiritual) es,
acaso, el más bello poema de amor de la literatura en lengua española. El caso
es que, de nuevo sobre la cinta de correr, me adentré en la contemplación de El Presidente, un melodrama con una
indudable relación con la autobiografía de Dreyer, pues él, como le pasa a la
protagonista de la película, también fue el hijo bastardo de un terrateniente
que repudió a la madre, quien, después de darlo a luz en Copenhague, lo
abandonó para volverse a Suecia. El pequeño fue adoptado por los Dreyer, que le
dieron un hogar y un nombre. Con esos mimbres, de más está decir que la
película es una furiosa crítica serena contra la hipocresía burguesa que
impedía matrimonios “fuera de rango”, esto es, entre diferentes clases
sociales, algo que vi hace nada en Pelle, el conquistador, por ejemplo. También
aquí, la mujer embarazada es rechazada por el señor burgués y acaba
deshaciéndose del hijo que esperaba, razón por la que es condenada a muerte. El
Presidente de la Audiencia, porque ese es el cargo del protagonista, se entera
tarde de que es su hija la que ha de someterse al juicio de la sala que él
preside. Mediante abundantes flash-backs vamos conociendo la historia del padre
del protagonista, obligado a casarse, para su infelicidad, con una “villana”,
razón por la cual le hace jurar a su hijo que jamás hará lo mismo que él, lo
que este acepta, aunque tarde, cuando ya ha dejado embarazada a la mujer que se
ve obligado, por su juramento a rechazar. A la hija de ambos, la acusada, le
pasa otro tanto de lo mismo, y entonces entra en escena el dilema moral del
protagonista, un prodigio de rectitud humana y profesional. Se ausenta del
tribunal para no implicarse y asiste conmocionado al veredicto de culpabilidad
que la condena a morir. Tras oír su lacrimógena historia, que hace llorar a
todos los asistentes al juicio, el padre ha de tomar una decisión, y esta no es
otra que reparar en la hija la injusticia que él cometió con su madre. Poniendo
en juego su prestigio, decide salvar a la muchacha y, tras pasar la frontera,
embarcarse para Java, donde la hija se casará felizmente, tras lo cual él
regresa a su lugar natal y se “entrega” al órgano judicial para ser castigado
por la liberación delictiva de su hija. Como las autoridades quieren encubrir
su delito, algo insufrible para él, le amenazan con buscar a su hija para
castigarla si él revela lo que hizo, razón por la que, finalmente, decide
confesar por escrito y luego quitarse la vida, llevado de su altísimo sentido
del honor y la justicia. En este tipo de
películas, tan cerca de los inicios del cine como arte, los espectadores
siempre se fijan en ciertos aspectos que permitan hacer una comparación
implícita con el desarrollo posterior del mismo. Desde este punto de vista, ya
desde el inicio advertimos una preferencia por los contrastes del claroscuro,
por la decoración minuciosa de los interiores burgueses, por la presencia de la
naturaleza como marco de la desgracia y del deterioro de las costumbres -el
protagonista se suicida desde las ruinas de lo que fuera un castillo de la
familia-, por el uso del primer plano cargado de densidad dramática y, muy
curiosamente, por un par de tramos de la película en la que el montaje paralelo
se adelanta más de 50 años a la celebrada escena del bautizo del hijo de Michel
Corleone y el asesinato de los rivales mafiosos en El padrino, de Ford Coppola. Así, en El Presidente, asistimos al
homenaje que se le tributa al recto e imparcial Presidente de la Audiencia de
Justicia por parte de sus colegas mientras, de forma paralela, está teniendo
lugar la liberación delictiva de su hija. El desarrollo en paralelo de ambas
acciones confiere a la película un dinamismo que bien podemos decir que no va a
ser, sin embargo, la “marca identificadora” de las películas del danés, más dado a los planos
reposados y a interpretaciones casi extáticas por parte de actores y actrices
llevados más allá de la mera representación, casi en un depuración mística del
método Stanislavski. No me puedo entretener en los detalles estéticos que
pueblan la película, muy narrativa, pero solo tenemos que reparar en la
entrevista entre padre e hija en la oscuridad de la mazmorra donde aguarda para
darnos cuenta de la atención preferente del autor a las técnicas de composición
a través de la fotografía: la aparición de los perfiles de ambos, emergiendo,
iluminados, de la oscuridad total y creando una suerte de espacio mágico entre
ambos, es una perfecta exquisitez. La índole del conflicto moral del juez preside
el desenlace de la película, pero es evidente que su decisión de reparar el
daño hecho, aunque sea transgrediendo las leyes cuya observancia y
protección le dan sentido a su vida,
consigue darle un nuevo enfoque a la sombría vida que hasta entonces llevaba:
hay una vitalidad y una ilusión súbitas en esa decisión doblemente liberadora:
de la injusticia de la sociedad para con su hija y de la suya propia para con
su madre y nunca esposa suya por acatar el juramento concedido al padre antes
de su muerte. Sí, la película nos habla de una sociedad que fenece, con los
avances morales y materiales del nuevo siglo, y el desenlace es epítome
elocuente de esa decadencia inexorable. No seré tan atrevido como para decirles a los espectadores que se perderán algo maravilloso si no ven esta película;
pero insisto en que solo viendo cine mudo se entiende a la perfección lo que
culturalmente significa el cine como hecho artístico: la creación a través de
la imagen. Ninguna hay desperdiciada en esta película, y por todos lados surgen
los detalles que nos permiten disfrutar de ella intensamente, como la atención
dedicada a las mascotas, tres perros y un gato que tienen presencia destacada
incluso en la boda de la hija. En fin, no diré que se trata de una película
didáctica, pero sí que quienes la vean aprenderán mucho de como se ha forjado
el lenguaje cinematográfico desde la salida de los obreros de la fábrica…
Las páginas del diario
de Satán es una obra muchísimo más compleja que El Presidente, aunque la falta de fondos impidió que llegara a la
monumentalidad del modelo original al que responde el rodaje: Intolerancia, de David Wark Griffith,
que marcó indeleblemente al director danés, porque este fue un hijo biológico
de la misma, y siempre le pareció que era esta la principal lacra social.
Siguiendo, pues, el modelo de Intolerancia,
el esquema argumental de la película es la preponderancia del mal, inspirado
por Lucifer, en cuatro momentos muy distintos de la Historia. El primero es el
momento inicial de la pasión de Cristo, cuando es vendido por Judas; el segundo
es un proceso inquisitorial en la ciudad de Sevilla; el tercero gira en torno a
la Revolución Francesa y el ajusticiamiento de la reina María Antonieta, y el
cuarto tiene que ver con un episodio de la guerra civil entre la “Finlandia
blanca” y las fuerzas revolucionarias socialistas auxiliadas por los
revolucionarios bolcheviques rusos. Aun siendo los cuatro muy distintos, en
todos se advierte ya la que va a ser la “maniera” propia del director. El
estricto esteticismo en la composición del plano, que no deja ni un detalle al
azar, y ahí están los planos de la Última Cena, con los que solo pueden
rivalizar representaciones pictóricas,
como la de Da Vinci o fílmicas como la de Buñuel en Viridiana, nos va a deparar
unos encuadres y unas composiciones de grupo que dotan de majestuosidad la
representación, sin que, por el contrario, haya ningún exceso de hieratismo o
melodramatismo en las interpretaciones; digamos, para entendernos, que hay una
cierta naturalidad en lo dramático. Si a todo ello sumamos el estudio
fisiológico de rostros y cuerpos que lleva a cabo Dreyer, buscando siempre una
realidad de la que los tales son una suerte de síntesis perfecta, observaremos
que el danés se adelanta a Eisenstein en tal uso antropológico de la cámara,
llamémoslo así, como ocurre en La huelga,
por ejemplo. La blancura de la túnica de
Jesús, como si estuviera iluminada va a destacar en un paisaje iluminado por la
neblina de las antorchas en el Huerto de Getsemaní, lo que crea una atmósfera
mágica entre la duermevela del Hijo de Dios y el sueño de los apóstoles
vencidos por el cansancio e incapaces de defender a su Maestro de las fuerzas
del orden que vienen a detenerlo a instancias del Sanedrín. ¡Qué fuerza cinematográfica
tienen los planos de los apóstoles! ¡Qué maravillosa composición geométrica la
de la Santa Cena! Incluso el propio Jesucristo, que se aparta de los estereotipos
blandengues y eurocéntricos, presenta una cierta verosimilitud antropológica
muy estimable. Con todo, el eje central, del fragmento es la figura de Judas, encarnación
del gran traidor por excelencia. Los planos y contraplanos de objetos, como las
monedas, o la cuerda, crean una tensión narrativa de primer orden. En el
episodio de la Inquisición asistimos al enamoramiento carnal de un joven monje
que es reclutado por el Inquisidor General, la encarnación de Satán, quien,
desde luego, no se para en barras a la hora de meterse dentro incluso de uno de
los más altos cargos de la iglesia católica. El proceso de amores entre el
monje y la hija del astrólogo que acabará siendo denunciado por brujo a la
inquisición le da la oportunidad a Dreyer de anular las mínimas fronteras que
hay entre el amor humano y el amor a lo divino, tal como ocurre en la obra de Juan
de la Cruz, por ejemplo, cuyo llamado Cántico
espiritual está inspirada en el bíblico Cantar de los Cantares, atribuido a
Salomón. El desgarramiento que le provoca al fraile la detención de su enamorada,
y que le lleva a optar por ella, a pesar de rebelarse contra su superior, está
expresado de una manera mística. con ribetes de romanticismo, que se reflejan
excepcionalmente en una interpretación de estados tan profundos que forzosamente
hemos de relacionar este episodio con la
gran película de Dreyer sobre Juana de
Arco. La poderosa transmisión del transporte místico-erótico del monje responde,
como sucede en todos los episodios, a una magnífica selección de actores, un
factor clave en las películas de Dreyer, quien se adelantó a su paisano von
Trier en hacer sufrir a sus intérpretes para cuajar un resultado poderoso, en
términos catárticos para el espectador, como sucedió con Björk en la película Bailando en la oscuridad. Hay una
secuencia en la que el monje va a la sala de tortura y detiene el trabajo de
los encapuchados para llevarse a la prisionera a una habitación donde,
elípticamente, goza carnalmente de ella. Lo miran los cuatro pares de ojos
mientras ella, arrodilladas a sus pies, en una estampa de sumisión total,
implora que la salve; cuando él se vuelve para observar esas miradas, los
torturadores giran la cabeza y los ojos desaparecen en un suspiro, quedando en
el plano el negro impenetrable de sus caperuzas. Porque el contexto no admite
una visión cómica de tal hecho, pero la técnica depuradísima del gag visual se
manifiesta ahí de un modo esplendoroso. El tercer episodio tiene lugar durante
la Revolución Francesa y lo sorprendente en este caso es la toma de partido de
Dreyer por una visión de tal suceso que privilegia el punto de vista de la
realeza, concretamente, el de María Antonieta, a cuyas últimas horas asistimos.
El marco de al acontecimiento histórico es el de un criado que se enamora de la
hija de sus amos aristócrata, a quienes sigue prestando socorro cuando el
marido es detenido y conducido a suplicio. La visión de Dreyer obedece a una
suerte de revisionismo de aquella Revolución cuyos años llamados del Terror
supusieron una carnicería casi arbitraria que a la fuera dividió la Historia de
Europa en dos: el Antiguo Régimen y el Nuevo, que se abrió paso a trompicones y
con no pocos retrocesos. Algo parecido pudimos ver en La inglesa y el duque, de Rohmer, hace ya algunos años, con un
fastuoso sistema de decorados que no se me despintan de la memoria. El joven es
seducido por un agente revolucionario para que entre a formar parte de uno de
los muchos clubes revolucionarios que entonces se prodigaban en el parís
agitado de la época. Cuando el ama y su hija, a quienes él protege, son
descubierta y llevadas a prisión, intercede, pero la hija le hace evidente que
su abismal diferencia social hace imposible que entre ellos pueda haber algo
mayor que una simple amistad. Llevado por el despecho, no solo acaba renegando
de ambas mujeres, sino que, además, cuando se le confía un papel en la
salvación de María Antonieta, se arrepiente y llama a la Guardia para que la
reina no escape al castigo de la guillotina. Se trata, pues, en este caso, de
un sentido melodrama llevado hasta casi el delirio, con trágico final. He de
destacar la secuencia narrativa en la que Dreyer describe cómo incluso los
niños jugaban “a la guillotina”, con unas escenas, juicio incluido, llenas de
poder hermenéutico y de sabiduría cinematográfica. Observar cómo llevan los niños
en su carreta del deshonor al gato condenado a ser ejecutado en una guillotina
en miniatura es toda una lección cinematográfica que me recuerda una película
vista no hace mucho: la estupenda Hombres
de mañana, de Frank Borzage. El episodio, acaso el más narrativo de todos,
no se recata, sin embargo, en mostrar a los revolucionarios como seres poco
menos que en estado de brutalidad, incultura y ferocidad vengativa totalmente
en las antípodas de la digna serenidad con
que la aristocracia afronta tan trágico destino como el de su propia
desaparición. Polémico, ya digo, pero refuerza la idea central de estas páginas
del diario de Satán: la intolerancia como eje que articula las cuatro historias;
una intolerancia que ha dado pie a fenómenos de masas y que está en la base del
sectarismo y el despotismo, no necesariamente ilustrado, además. El último
episodio, el de la guerra civil finlandesa entre los «blancos» y los «rojos»,
entre los que ahora llamaríamos los «auténticos finlandeses» y las
organizaciones socialistas, apoyadas por los soviets rusos, es una excelente
muestra de cine de acción, si así lo podemos llamar, aunque sus muestras estén
tan limitadas en la película, pero la persecución a caballo, con un cruce de
disparos al más puro estilo del far west,
sumado al desplazamiento de las tropas para defender al telegrafista del
ejército blanco, nos ofrece un Dreyer al que no estamos acostumbrados por sus
obras maestras. Con todo, el retrato de la vida familiar «sana» frente a la
asechanza del malvado «rojo», peca lo justo de maniqueo. Lo supera, no
obstante, una vez que los «rojos», comandados por una suerte de Rasputín
revolucionario, que no es otro que el propio Satán, siempre dispuesto a cumplir
la orden divina: Haz el mal, toman la
casa del telegrafista y amenazan a la mujer con matar a su esposo y a sus hijos
si no colaboran con ellos enviando un mensaje falso para despistar a las tropas
del ejército «blanco». Ante tal chantaje, y de acuerdo con el marido, que le
pide que no ceda, la protagonista, en cuyo rostro en primer plano vemos cómo se
opera una transformación psicológica desde el apego al marido a la elección de la
suprema causa de la defensa de la patria en peligro, decide quitarse la vida para
no traicionar ni la confianza que ha depositado ella el marido ni la seguridad
del ejército «blanco». La escena trágica se rueda con una delicadeza
excepcional y aún da tiempo a que el marido, liberado del fusilamiento in
extremis, llegue a recoger el último adiós de la moribunda. Como ocurría en el
episodio de la Revolución Francesa, Dreyer carga las tintas en los retratos de
los revolucionarios, presentándolos poco menos que como la «escoria» frente a
la salud rolliza y la armonía familiar de los colaboradores del ejército
patriótico. Aunque no tan conocida como Intolerancia, de Griffith, está claro
que Las páginas del libro de Satán exigen
un visionado urgente, si bien recomiendo que se haga sin el sonsonete del
acompañamiento musical que se repite ad náuseam, lo que acaba molestando. Una
cinta de correr siempre es un buen sitio, desde luego…
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