Poco más de una hora de cine en estado puro: el retrato de la barbarie y sus «sin leyes que valgan»: la masa en su estado más pernicioso.
Título original: The Ox-Bow Incident
Año: 1942
Duración: 72 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William A. Wellman
Guion: Lamar Trotti. Novela:
Walter Van Tilburg Clark
Música: Cyril J. Mockridge
Fotografía: Arthur C. Miller
(B&W)
Reparto Henry Fonda, Dana Andrews, Mary Beth Hughes, Anthony Quinn,
William Eythe, Harry Morgan, Jane Darwell, Frank Conroy, Harry Davenport, Matt
Briggs, Leigh Whipper.
Tras la recomendación entusiasta de Julio Murillo, me he instalado en la cinta de correr para entrar en esta película tan sabiamente elogiada. Nada que ver con Solo ante el
peligro, de Fred Zinnemann, su apodo en Gorjeolandia, y sí todo con el hipotético título que le correspondería
a esta película: Solos ante la turba. Estamos ante una película en
apariencia poco ambiciosa, pero que, a medida que avanza, desarrolla una
tensión dramática de muy alto voltaje. Para los poco habituados a los detalles,
quiero recordarles que presten atención al comienzo y al final de la película:
dos jinetes tranquilos y bienhumorados llegan a un pueblo. Apenas entran en el
plano, un perro cruza por delante de los caballos, de izquierda a derecha, en
diagonal; al final, los dos jinetes se van del pueblo por el mismo camino pero
con antitético estado de ánimo, y detrás de las grupas de los caballos, el
mismo perro rehace el mismo camino del inicio en sentido contrario. Apertura y
cierre forman un broche estructural perfecto. Y eso no puede ser accidental,
sino parte de un experimento formal que Wellman ha querido subrayar con esa
coincidencia. La película, pues, tiene más una estructura de «cuento» que de «novela».
Los caracteres se cuentan con los dedos de la mano y su evolución queda marcada
en el desarrollo de la brevísima acción.
El supuesto
protagonista, Henry Fonda, llega con un amigo y compañero de aventuras a un
pequeño pueblo donde espera hallar a la mujer con quien se había comprometido.
Estando allí, y tras unos dimes y diretes que acaban en una pelea en el bar,
llega la noticia de que han hallado muerto a un ranchero de la localidad, sin que
se tengan noticias de su ganado. Enseguida aparece un viejo militar sudista que
arenga a los parroquianos para formar una patrulla que persiga a los asesinos y
los despache por la vía rápida de la incívica ley de Lynch. Como el sheriff
no está, el juez toma juramento a todos los integrantes de la patrulla para
convertirlos en ayudantes del sheriff. Los dos recién llegados se unen
al grupo para disipar cualquier sospecha de que hayan podido ser ellos los
autores de la muerte del ranchero.
Y se inicia la
persecución vengativa, que cuenta, además, con la presencia de una sola mujer,
mayor y radical en cuanto a las medidas que se han de tomar con los asesinos
cuando los encuentren. De camino, el grupo se cruza con una diligencia a la que
obligan a parar para controlar el pasaje. De ella baja la mujer a quien el
protagonista había ido a buscar al pueblo, que exhibe su matrimonio con un
personaje de tahuresca catadura y riñón bien cubierto, quien, ante el
intercambio de miradas incendiadas entre el desconocido y su mujer, se presenta
a este para reafirmar su condición de «propietario» legal de la mujer.
La búsqueda se
detiene cuando detectan en un recodo del camino a tres hombres que duermen plácidamente
sobre sus mantas de viaje alrededor de una hoguera que los calienta. Con sumo
cuidado, van despertando uno por uno a tres personajes muy dispares: un hombre
viejo, un comprador de ganado, que aseguro haber comprado las reses al ranchero
que ha sido asesinado, si bien no tiene más comprobante que la palabra con que
sellaron l venta, y un mejicano que, en principio, alega no poder hablar ni una
palabra en inglés, aunque, más tarde, se descuelga con un inglés perfecto, para
desconcierto de los perseguidores. A pesar de las protestas de los tres hombres,
y ahí se demora su tiempo la historia para que los espectadores oigan sus
razones y puedan, con tan escasos datos, decantar el juicio hacia la
culpabilidad o la absolución, la turba perseguidora ya ha dictado sentencia
desde que arrancó la persecución, y no parece que tan sólidas razones como las
esgrimidas por un padre de familia, interpretado con extraordinario vigor por
Dana Andrews, sean capaces de contrarrestar la determinación salvaje de los
perseguidores. Menos aún, las razones del tahúr interpretado por un Anthony Quinn
perfecto en su papel altanero y desafiante.
La película es
una denuncia radical del nulo respeto a los procedimientos legales que exigen,
siempre, un juicio justo. Y en esa turba hay varios elementos, como el militar
y la mujer que no están dispuestos a permitir esa oportunidad al ejercicio de
la jurisprudencia: lo suyo es aplicar la ley del Talión, y aquí paz y después
gloria: se venga el asesinato de un justo con el ahorcamiento de quienes ni se
sabe si lo son o no, justos. El enfrentamiento entre el militar y su hijo, a
quien acusa de cobardía por negarse a ser la mano ejecutora que asuste a los
caballos para que se produzca el linchamiento de los tres sospechosos contrasta
con el placer sádico del asentimiento de la mujer y del propio militar, así
como la indiferencia cómplice de quienes, pudiendo decantarse por la aplicación
de la ley, que sugieren los dos recién llegados al pueblo, asienten a la
determinación justiciera del militar.
En un escenario
que ni pintado, con un árbol con una rama que se extiende lateralmente, creando
como un marco para la presencia de las caballerías y los jinetes, la turba se
entera, por voz del sheriff, de que el ranchero en cuestión aún sigue
con vida, lo que provoca un escalofrío mortal en todos los presentes, cuya
culpabilidad comienza a confundir su acción con lo que propiamente ha sido: un
asesinato ritual en nombre de la ley de la masa frente a la masa articulada de
la ley. Y el desenlace, visualmente extraordinario, lo dejo para que disfruten
de él los espectadores que, sin duda, harán bien en revisar esta joya escueta,
sin grandilocuencias, directa como un crochet, ejemplar como una hagiografía y
crítica, muy crítica, con el hecho de tomarse la justicia por su mano, tan propio
de los bárbaros. Con todo, mucha atención a la fotografía tenebrosa en blanco y
negro y a esos cielos nublados contra los que se recortan los personajes: una
puesta en escena conseguida, además de por la propia naturaleza, por una
fotografía que genera una atmósfera de opresión que advertimos en los diversos
enfrentamientos que se producen entre los personajes en el lugar fatal donde
son detenidos los tres sospechosos.
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