viernes, 20 de agosto de 2021

«Incidente en Ox-Bow», de William A. Wellman, una película redonda.

Poco más de una hora de cine en estado puro: el retrato de la barbarie y sus «sin leyes que valgan»: la masa en su estado más pernicioso.

 

Título original: The Ox-Bow Incident

Año: 1942

Duración: 72 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: William A. Wellman

Guion: Lamar Trotti. Novela: Walter Van Tilburg Clark

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Arthur C. Miller (B&W)

Reparto Henry Fonda, Dana Andrews, Mary Beth Hughes, Anthony Quinn, William Eythe, Harry Morgan, Jane Darwell, Frank Conroy, Harry Davenport, Matt Briggs, Leigh Whipper.

 

         Tras la recomendación entusiasta de Julio Murillo, me he instalado en la cinta de correr para entrar en esta película tan sabiamente elogiada. Nada que ver con Solo ante el peligro, de Fred Zinnemann, su apodo en Gorjeolandia,  y sí todo con el hipotético título que le correspondería a esta película: Solos ante la turba. Estamos ante una película en apariencia poco ambiciosa, pero que, a medida que avanza, desarrolla una tensión dramática de muy alto voltaje. Para los poco habituados a los detalles, quiero recordarles que presten atención al comienzo y al final de la película: dos jinetes tranquilos y bienhumorados llegan a un pueblo. Apenas entran en el plano, un perro cruza por delante de los caballos, de izquierda a derecha, en diagonal; al final, los dos jinetes se van del pueblo por el mismo camino pero con antitético estado de ánimo, y detrás de las grupas de los caballos, el mismo perro rehace el mismo camino del inicio en sentido contrario. Apertura y cierre forman un broche estructural perfecto. Y eso no puede ser accidental, sino parte de un experimento formal que Wellman ha querido subrayar con esa coincidencia. La película, pues, tiene más una estructura de «cuento» que de «novela». Los caracteres se cuentan con los dedos de la mano y su evolución queda marcada en el desarrollo de la brevísima acción.

         El supuesto protagonista, Henry Fonda, llega con un amigo y compañero de aventuras a un pequeño pueblo donde espera hallar a la mujer con quien se había comprometido. Estando allí, y tras unos dimes y diretes que acaban en una pelea en el bar, llega la noticia de que han hallado muerto a un ranchero de la localidad, sin que se tengan noticias de su ganado. Enseguida aparece un viejo militar sudista que arenga a los parroquianos para formar una patrulla que persiga a los asesinos y los despache por la vía rápida de la incívica ley de Lynch. Como el sheriff no está, el juez toma juramento a todos los integrantes de la patrulla para convertirlos en ayudantes del sheriff. Los dos recién llegados se unen al grupo para disipar cualquier sospecha de que hayan podido ser ellos los autores de la muerte del ranchero.

         Y se inicia la persecución vengativa, que cuenta, además, con la presencia de una sola mujer, mayor y radical en cuanto a las medidas que se han de tomar con los asesinos cuando los encuentren. De camino, el grupo se cruza con una diligencia a la que obligan a parar para controlar el pasaje. De ella baja la mujer a quien el protagonista había ido a buscar al pueblo, que exhibe su matrimonio con un personaje de tahuresca catadura y riñón bien cubierto, quien, ante el intercambio de miradas incendiadas entre el desconocido y su mujer, se presenta a este para reafirmar su condición de «propietario» legal de la mujer.

         La búsqueda se detiene cuando detectan en un recodo del camino a tres hombres que duermen plácidamente sobre sus mantas de viaje alrededor de una hoguera que los calienta. Con sumo cuidado, van despertando uno por uno a tres personajes muy dispares: un hombre viejo, un comprador de ganado, que aseguro haber comprado las reses al ranchero que ha sido asesinado, si bien no tiene más comprobante que la palabra con que sellaron l venta, y un mejicano que, en principio, alega no poder hablar ni una palabra en inglés, aunque, más tarde, se descuelga con un inglés perfecto, para desconcierto de los perseguidores. A pesar de las protestas de los tres hombres, y ahí se demora su tiempo la historia para que los espectadores oigan sus razones y puedan, con tan escasos datos, decantar el juicio hacia la culpabilidad o la absolución, la turba perseguidora ya ha dictado sentencia desde que arrancó la persecución, y no parece que tan sólidas razones como las esgrimidas por un padre de familia, interpretado con extraordinario vigor por Dana Andrews, sean capaces de contrarrestar la determinación salvaje de los perseguidores. Menos aún, las razones del tahúr interpretado por un Anthony Quinn perfecto en su papel altanero y desafiante.

         La película es una denuncia radical del nulo respeto a los procedimientos legales que exigen, siempre, un juicio justo. Y en esa turba hay varios elementos, como el militar y la mujer que no están dispuestos a permitir esa oportunidad al ejercicio de la jurisprudencia: lo suyo es aplicar la ley del Talión, y aquí paz y después gloria: se venga el asesinato de un justo con el ahorcamiento de quienes ni se sabe si lo son o no, justos. El enfrentamiento entre el militar y su hijo, a quien acusa de cobardía por negarse a ser la mano ejecutora que asuste a los caballos para que se produzca el linchamiento de los tres sospechosos contrasta con el placer sádico del asentimiento de la mujer y del propio militar, así como la indiferencia cómplice de quienes, pudiendo decantarse por la aplicación de la ley, que sugieren los dos recién llegados al pueblo, asienten a la determinación justiciera del militar.

         En un escenario que ni pintado, con un árbol con una rama que se extiende lateralmente, creando como un marco para la presencia de las caballerías y los jinetes, la turba se entera, por voz del sheriff, de que el ranchero en cuestión aún sigue con vida, lo que provoca un escalofrío mortal en todos los presentes, cuya culpabilidad comienza a confundir su acción con lo que propiamente ha sido: un asesinato ritual en nombre de la ley de la masa frente a la masa articulada de la ley. Y el desenlace, visualmente extraordinario, lo dejo para que disfruten de él los espectadores que, sin duda, harán bien en revisar esta joya escueta, sin grandilocuencias, directa como un crochet, ejemplar como una hagiografía y crítica, muy crítica, con el hecho de tomarse la justicia por su mano, tan propio de los bárbaros. Con todo, mucha atención a la fotografía tenebrosa en blanco y negro y a esos cielos nublados contra los que se recortan los personajes: una puesta en escena conseguida, además de por la propia naturaleza, por una fotografía que genera una atmósfera de opresión que advertimos en los diversos enfrentamientos que se producen entre los personajes en el lugar fatal donde son detenidos los tres sospechosos.

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