miércoles, 20 de octubre de 2021

«La colina», de Sidney Lumet o el antimilitarismo crítico necesario.

 

En el género carcelario, una insólita película en la que los «nazis» son los británicos. Extraordinarias interpretaciones, asfixiante atmósfera, flagrante inmoralidad.

 

Título original: The Hill

Año: 1965

Duración: 122 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Sidney Lumet

Guion: Ray Rigby. Obra: Ray Rigby, R.S. Allen

Fotografía: Oswald Morris (B&W)

Reparto: Sean Connery, Harry Andrews, Ian Bannen, Alfred Lynch, Ossie Davis, Ian Hendry, Roy Kinnear, Michael Redgrave, Jack Watson, Neil McCarthy, Norman Bird.

 

         Sidney Lumet, de quien critiqué hace poco un par de películas, una algo tosca y la otra acaso demasiado comercial, rodó en 1964 El prestamista, con un estratosférico Rod Steiger a través de cuyo personaje reflexionaba la película sobre el estrés postraumático que sufre el protagonista por haber estado en los campos de exterminio nazis, y ello en un barrio marginal de Nueva York y con una música de Quincy Jones que creaba una atmósfera muy particular y desasosegadora, como las propias pesadillas del protagonista. Inmediatamente después Lumet se embarca en una obra de producción británica de factura en apariencia muy diferente, pero con un hilo argumental subterráneo que las une estrechamente, porque La colina es una obra perteneciente al género carcelario, pero con la particularidad de tratarse de un campo de prisioneros británicos en suelo libio (rodada, por cierto, en Almería)al que llegan desertores, ladrones y alborotadores de todo tipo para ser «reeducados» a través del castigo físico, del ejercicio y de la humillación constante. El jefe del campo está más que ocupado en su cinegética amatoria y, en consecuencia, el auténtico jefe del presidio es un Sargento Mayor que va más allá del autoritarismo, quien se rodea de guardias leales a su manera sádica de entender la corrección de los seres humanos a quienes quiere devolver la condición de «soldados», antes que la de «personas». La película está basada en la novela del mismo título de Ray Rigby, quien sufrió en sus propias carnes el paso por un penal de las características del que se describe en la película, ¡y a fe que se nota que estamos ante un documento vivo de la experiencia personal!, no ante una ficción mejor o peor asacada, porque si algo excelente tiene la película de Lumet es haber sabido transmitir las vivencias de unos personajes poco menos que abandonados a su mala suerte, la de tener a un guardián sádico al cargo de ellos. Los recursos fílmicos empleados por Lumet, una variedad de encuadres, de planos esquinados en picado y contrapicado, de primerísimos planos que nos adentran en la inmediatez de la transpiración, la mirada y las agudas voces autoritarias de los personajes, transmiten de una manera excepcional las penalidades a las que se han de enfrentar los cinco prisioneros recién llegados al campo, ignorantes de la crueldad mental de sus guardianes a la que se han de someter. En el centro de la penitenciaría (que nos trae a la memoria el aparato de tortura kafkiano de En la colonia penitenciaria, aunque solo sea por el contraste con la sencillez del de la película, lo cual hace aún más absurda la situación de unos prisioneros que han de luchar contra sí mismos en realidad…) se alza la «Colina», una montaña de arena alzada por los presos y cuyas subidas por una vertiente y bajadas por la otra, repetido todo ello bajo un sol inclemente, llevando el petate con todas sus cosas encima, acaba derrotando al más valiente entre los valientes. En la película, toda la acción se centra en las diferentes conductas de los cinco recién llegados, personalidades muy distintas que, a lo largo de su estancia en el penal, van a tener comportamientos muy distintos no solo entre ellos, en la celda, sino con los guardianes y con el Sargento Mayor que dirige el penal como un dictador paternalista que solo busca el «bien» de los internos, su redención y posterior reincorporación al servicio activo para poder contribuir al impulso de la guerra. Lo que más llama la atención de los espectadores es que, para conseguir esos fines, los guardianes hagan uso de la tortura constante, y la principal, por supuesto, por lo que «castiga» el cuerpo, es el constante ascenso y descenso de la «colina» un monumento erigido para satisfacción de los más bajos instintos agresivos de quienes gobiernan el penal. Las psicologías de los cinco recién llegados son muy distintas, y la película efectúa cinco retratos minuciosos y perfeccionistas de cada uno de ellos. El resultado es una película tensa, vibrante, que moviliza la indignación de los espectadores, porque las relaciones de poder que se establecen no se dan únicamente entre guardianes y prisioneros, sino también entre los prisioneros y entre los guardias. Y ahí es donde juega un papel esencial el médico de la penitenciaría, encarnado por el siempre brillante Michael Redgrave, dispuesto, cuando las cosas se complican en exceso y se llega a la muerte de un recluso, a enfrentarse con un inconmensurable Harry Andrews que, usualmente en papeles secundarios, se alza aquí con un protagonismo que consigue eclipsar incluso al brillante Sean Connery, quien abandonó los glamurosos papeles de 007 para meterse en la piel de un militar indisciplinado que se niega a cumplir las órdenes suicidas de ataque dadas por su superior, a quien incluso llega a agredir.

         La película, insisto, es un festival de primeros y primerísimos planos que logran generar una suerte de materialidad que se adhiere a la mirada de los espectadores de un modo incluso pegajoso, porque la sensación de calor agobiante que domina la cinta se percibe, ya digo, casi físicamente. Pero las agresiones psicológicas son las que se llevan la palma, esos rostros encarados a un centímetro en el que se gritan órdenes o amenazas o insolencias o insultos, como las secuencias terribles en que el Sargento Mayor se burla del soldado negro considerándolo un mono al que hay que amaestrar. ¡Impresionante! La rebelión de este, entrando de sopetón, con la imitación de un mono, ¡estando en calzoncillos, porque ha decidido dejar el ejército y no reconoce ya ni galones ni institución ni, por supuesto, un uniforme que lo humilla!, en el despacho del Comandante de la prisión… La película, ya digo, genera un estado emocional perfectamente trasladado desde imágenes muy agresivas por su dureza y su inhumanidad, que golpean la conciencia del espectador de un modo apabullante: ¡qué sensación desasosegadora de claustrofobia! Vivimos la experiencia de los cinco soldados como una pesadilla que nos va indignando progresivamente, de forma medidamente paralela a la indignación creciente de los prisioneros, quienes entran en una espiral casi autodestructiva que a punto está de mostrarnos lo peor de la naturaleza humana sin posibilidad de redención. El motín provocado por la muerte de uno de los cinco prisioneros (una secuencia espeluznante, por cierto) da lugar a unas secuencias extraordinarias y a un recital interpretativo de Andrews.

         La colina, así pues, tiene todos los ingredientes de películas tan clásicas como El sirviente y Rey y Patria de Losey o la mismísima Doce hombres sin piedad, del propio Lumet. Recoge la mejor influencia del cine expresionista alemán y del realismo psicológico y metafórico de Eisenstein, cuyo estudio de la anatomía humana tanto parece haber influido a Lumet en la realización de esta película a la que casi podríamos calificar de hiperrealista. Lo más sorprendente, con todo, es el modo como Lumet, a partir de una historia extraordinariamente sencilla, como el proceso de represión de unos británicos por otros, que parecen convertirse en sus guardianes nazis, contra los que luchan todos, es capaz de descubrir tantas características de las diferentes psicologías humanas que se enfrentan en el estremecedor campo de batalla de la penitenciaría.

         Aún me dura el impacto terrible que me ha causado el visionado de esta película magistral. ¡Menuda escuela de interpretación para futuros actores! Sí, tiene mucho de intensidad teatral esta película, pero esa proximidad es la que consigue transmitir Lumet con una realización tan acerada y vibrante, tan elocuente de lo fácil que es, desde la instancia del poder, incurrir en el despotismo salvaje institucional.

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