viernes, 22 de octubre de 2021

«Un 32 de agosto en la Tierra», la «ópera prima» de Denis Villeneuve.

 

Una ficción anacrónica sobre el amor, la amistad y sus lábiles fronteras.

 

Título original: Un 32 août sur terre

Año: 1998

Duración: 85 min.

País: Canadá

Dirección: Denis Villeneuve

Guion: Denis Villeneuve

Música: Nathalie Boileau, Robert Charlebois, Pierre Desrochers, Jean Leloup

Fotografía: André Turpin

Reparto: Pascale Bussières, Alexis Martin, Paule Baillargeon, Emmanuel Bilodeau, R. Craig Costin, Joanne Côté, Frédéric Desager, Estelle Esse, Lee C. Fobert, Venelina Ghiaourov, Richard S. Hamilton, Marc Jeanty, Evelyne Rompré, Ivan Smith, Serge Thériault.

 

         Si hay algo a lo que no me puedo resistir es a ver la ópera prima de directores que alcanzan, tras aquel debut en la realización, cierta notoriedad e incluso celebridad. Y desde Incendios, que vi como una sorpresa totalmente inesperada, he seguido la carrera de DenisVilleneuve con cierta atención, aunque me resisto a ver su Dune, porque si Lynch fracasó con la suya, imagino que debe de haber algo en la historia que la convierte en irreductible a la versión cinematográfica, como sobradamente demostró John Huston con su más que pésima, ¡infumable!, adaptación de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, por ejemplo.

         En la primera película uno se afana, por lo general, en dejar bien claras las devociones que lo han llevado a ese oficio. Que en la habitación de uno de los dos protagonistas aparezca un cartel con la imagen de Jean Seberg en  Al final de la escapada, de Godard, es pista suficiente para poner en el haber de Villeneuve ciertos usos supuestamente innovadores, como los cortes bruscos en el cambio de plano y la sucesión rápida de algunos de ellos, del mismo modo que puede añadirse un travelín larguísimo de los dos protagonistas por un paseo interminable para el momento cumbre de la «proposición indecente» que vertebra la película. Queda claro que el título nos saca del chato realismo para meternos en un tiempo ajeno al calendario y, en consecuencia, quedan abiertas las interpretaciones para saber qué plano de la irrealidad ha escogido Villeneuve para contarnos una historia tan posmoderna, esto es, un mero pretexto para mostrar un virtuosismo estilístico que, ciertamente, puede recordar no pocas influencias, incluido el Antonioni de Zabriskie Point.

         La historia arranca con un espectacular accidente de automóvil del que la protagonista sale con una facilidad inversamente proporcional a la inverosímil posición que ha adoptado la cámara para rodarla, y que tanto despista al espectador, al tiempo que lo sorprende gratamente, porque es todo un alarde de encuadre. Eso sí, una vez que la mujer ha salido de esa cápsula, primera de la que sale sin daño aparente, porque luego, andando la trama, habrá otra de la que sí sale muy dañada —la habitación de hotel al estilo japonés en el que su compañero de aventura simula con éxito la falta de gravedad…—, sufre una crisis existencial que la lleva a retirarse de todo, ella es modelo,  a pesar de su juventud, para dedicarse a una sola cosa: tener un hijo. Como es soltera, decide proponerle a su mejor amigo que se lo haga. Él le sigue la corriente y le dice que solo lo tendría con ella en un desierto, una de esas condiciones absurdas que pretenden disuadir, no invitar. Recordemos que estamos en los días 32, 33 y 34 de agosto…, y que ella, como hija de piloto, tiene fácil acceso a los vuelos, lo cual explica que, sin pensárselo dos veces, y con lo puesto, aterricen en Salt Lake City, Utah, el estado  de los mormones, aunque no creo que Villeneuve haya querido connotar hermenéuticamente ese dato trivial,  y tras un tira y afloja con un taxista casi mefistofélico, ambos se dirigen al desierto que sirve de frontera con Nevada, un desierto de sal donde, supuestamente, ambos van a concebir a la criatura. Los planos que Villeneuve le arranca a la presencia de sus personajes en ese desierto son realmente espectaculares, sobre todo los aéreos. De alguna manera, la película se convierte en un popurrí de géneros, porque, de repente, irrumpe la road movie y ambos van a la deriva, propiamente, hasta que llegan a esa habitación de hotel japonesa en la que él decide que no va a ayudarla a tener el hijo. Sepa el lector que cuando el «mejor amigo» decide seguirle la corriente, este tiene una pareja a la que engaña con unas guardias inesperadas (él es médico en etapa de formación, algo así como el MIR)  para justificar su ausencia. Lo que sucede, en realidad, es que él vive en un estado de indeterminación absoluta y no sabe exactamente cuáles son sus verdaderos sentimientos hacia su «mejor amiga». Está claro que no voy a seguir desentrañando la película, sobre todo porque tiene un giro inesperado que la acerca mucho a una película de Almodóvar (y no sé yo si ya estoy dando demasiada información).

           A mi entender, hay un abismo entre la materia narrativa y la técnica con que nos la hace llegar. Esta última es excelente, y el repertorio de habilidades estéticas de Villeneuve se ha visto luego plenamente desarrollado en películas    posteriores como Incendios o la magnificente La llegada. Los protagonistas de esta aventura fuera del calendario tienen, a mi entender, un sí sé qué de vacuos y unas vidas de postureo que se traslucen en su manera de enfrentarse a los más pequeños actos de la vida cotidiana. Está claro que Villeneuve no ha querido hacer una película realista, pero el conflicto lo es totalmente, ¡nada menos que la maternidad! El contraste, entonces, entre la artificiosidad desangelada de ambos y el conflicto se convierte en una distancia excesiva con, al menos, este espectador. No son seres humanos con tragedias íntimas, sino poses estereotipadas que las imitan, pero desde la frialdad y desde la incomunicación. Como diría Boyero, esas cuitas nada me transmiten, ni las hago mías. Con todo, ya digo, la espectacularidad de las imágenes reconcilia con esta ópera prima interesante y cargada del futuro que ya hemos conocido en sus películas posteriores a esta ópera prima.

        

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