martes, 26 de abril de 2022

«Crescendo», de Dror Zahavi o meterse en el avispero…

Si ni la música «media» entre palestinos e israelíes, ¿qué apaciguará su odio secular?

Título original: Crescendo

Año: 2019

Duración: 102 min.

País: Alemania

Dirección: Dror Zahavi

Guion: Dror Zahavi, Johannes Rotter, Stephen Glantz, Markus Rosenmüller

Música: Martin Stock

Fotografía: Gero Steffen

Reparto: Peter Simonischek, Daniel Donskoy, Sabrina Amali, Mehdi Meskar, Bibiana Beglau, Götz Otto.

 

         De buenas intenciones está empedrado el infierno, aseguró Samuel Johnson, insigne lexicógrafo y ensayista inglés, pero, a veces, un cine cargado de buenas intenciones significa un tímido paso hacia un nuevo enfoque de las relaciones entre palestinos e israelíes que acabe con el fanatismo y el odio secular en nombre del que tantos hablan, más que en el suyo propio, porque sus vidas, en un momento dado, pueden encontrarse y ser vividas desde bases diferentes de las tradicionales del odio a muerte, el terrorismo y la agresión indiscriminada bajo el paraguas de la defensa propia. Cuando todos tienen tantas razones y memorias históricas, uno tiende a pensar que la verdaderamente ausente en el conflicto es la razón ilustrada, universal e indiscutible, si es que alguna vez ha existido más allá de los libros y el pensamiento individual.

         Que una película no rehúya el enfrentamiento entre ambas comunidades y, al tiempo, explore los caminos individuales que se les abren a los miembros de ambos pueblos tiene, per se, un mérito indiscutible. Y eso ha de reconocérsele a Dror Zahavi, autor, al parecer, de otra película con cierta fama, y premiada, que no he podido ver: For my Father, que abunda en el enfrentamiento alrededor del cual se articula Crescendo.

         Una internacional de la ayuda humanitaria se embarca en el proyecto de crear una joven orquesta formada por árabes e israelíes. Para ese fin, la encargada de gestionarlo se dirige a un reconocido director de orquesta cuyos antecedentes no cree él que sean los más adecuados para hacerse cargo del mismo. Se revelan más adelante, cuando, avanzada la trama, llega el momento de las confidencias y desde qué situación emocional se ha embarcado cada cual en ese proyecto.

         La película preserva un fondo objetivo que nos muestra ambos lados con absoluta propiedad, lo cual se agradece, porque no se trata de un cine propagandístico, sino de ensayar una tercera vía que permita superar el eterno conflicto, si es que hay alguna solución que complazca a ambas partes. El anuncio de que en Tel-Aviv se celebrará una audición para seleccionar a los aspirantes a formar parte del proyecto desata la legítima ambición de los intérpretes de música clásica que ven en el proyecto una manera de realizarse musicalmente, y quién sabe si también profesionalmente. Desde el mismo momento de la realización de esas audiciones se produce el primer choque: el director hace las pruebas a ciegas, escuchando únicamente la habilidad de los intérpretes, no su origen. La fundación, sin embargo, poco menos que «exige» la paridad. Seleccionar la calidad es irrenunciable para el director, porque de lo que se trata es de que la orquesta suene lo mejor posible. Esa apuesta debe de chocar lo suyo a los pedagogos de la socialización que obvian el conocimiento y la excelencia, pero, como en la prueba del algodón, «el oído no engaña».

         Finalmente, sin embargo, aunque en distinta proporción, se hace la selección y los jóvenes viajan a Austria, a una mansión junto a los Alpes que suponen el mejor aislamiento del «mundanal ruido» para no solo acoplar una improvisada orquesta, sino, sobre todo, para «ensayar» un nuevo modo de relacionarse árabes e israelíes. Aunque la música está presente en toda la película, esta se convierte, en tan privilegiado lugar geográfico, poco menos que en una larga sesión de terapia colectiva en la que el director trata de romper la barrera que separa a ambos grupos de jóvenes. Solo una pareja mixta, llamémosla así, logra romper la barrera, ante la incomprensión de sus compañeros, y, en el caso del joven clarinetista, se da un caso de acoso por parte de la violinista que lleva la voz cantante del enfrentamiento, reproduciendo el modelo materno del que, en Palestina, abominaba, porque no podía soportar su fanatismo. Las terapias ensayan distintas formas de vaciamiento de los sentimientos y las emociones, y la descarga de la agresividad sin llegar a la violencia física es una terrible muestra de las terribles y profundísimas raíces implantadas meticulosamente en cada uno de los jóvenes que repiten agravios seculares como si de ningún modo estuviéramos en el siglo XXI.

         La película discurre, sutilmente, por los caminos de los ensayos y de la imposible convivencia, haciendo leves progresos en el mejor sentido de la convivencia, el respeto e incluso ciertas tentativas de amistad, salvo el caso de la pareja de enamorados cuyo flechazo se remonta al mismo momento en que se conocieron en la audición, uno clarinetista, la otra intérprete de tuba. El espacio de reclusión confiere a la historia una dimensión de «experimento» que el guion sabe explotar muy adecuadamente. En ese contexto es en el que la historia personal del director tiene sentido y contribuye a relativizar el enfrentamiento agresivo de los jóvenes, porque el director es hijo de nazis que participaran en los campos de concentración y que huyeron hacia Argentina, aunque fueron descubiertos y fusilados, pero él quedó al cuidado de una mujer muy cerca de donde están ensayando. De algún modo, la historia viene a decirnos que todos tenemos heridas, agravios, quejas, traumas, y que reforzarlos con la radicalidad no nos lleva sino a continuar sufriéndolos amargamente, tanto a nivel individual como colectivo.

         Hay algunos sucesos de la trama que no puedo desvelar, para no chafar el desenlace, un tercio de película lleno de momentos muy intensos, y es justo que los espectadores que deseo tenga esta película los descubran por sí mismos. Sí, es una película de contrastes, y el director no rehúye situaciones incómodas, difíciles, y que se apartan de la complacencia con el sectarismo, por eso merece la pena verla, porque nos ayuda a entender mejor una situación histórica y política más allá de las consignas y los mantras.

jueves, 21 de abril de 2022

«La hija», de Manuel Martín Cuenca o lo real resbaladizo.

 

La lírica del espacio o las flores del mal.

 

Título original: La hija

Año: 2021

Duración: 122 min.

País: España

Dirección: Manuel Martín Cuenca

Guion: Manuel Martín Cuenca, Alejandro Hernández. Historia: Félix Vidal

Música: Vetusta Morla

Fotografía: Marc Gómez del Moral

Reparto: Javier Gutiérrez, Patricia López Arnaiz, Irene Virgüez, Sofian El Benaissati, Juan Carlos Villanueva, María Morales.

 

         Hace tiempo vimos mi Conjunta y yo una miniserie británica sobre los vientres de alquiler, «El nido» (The nest), de Andy De Emmony y Simen Alsvik, que acabó yendo bastante más allá de lo que el enunciado del título proponía. La actualidad del tema, una gestante que meten en su casa los futuros padres adoptivos de la criatura, con todas las complicaciones que surgen a partir de esa situación, más las historias personales de cada uno de los miembros de la extraña «unidad familiar», pronto nos cautivó completamente, de modo que la evolución de la trama consiguió absorbernos completamente.

         La hija parece haberse inspirado lejanamente en aquella serie, mutatis mutandis, porque la situación es muy parecida, aunque en la miniserie había un contrato mediante el cual la joven de vida azarosa se prestaba voluntariamente a ser la gestante del futuro hijo de la pareja. En La hija solo hay un compromiso verbal por parte de la chiquilla para deshacerse de una responsabilidad que le viene, dados sus antecedentes, muy grande, a cambio de hallar un lugar de acogida y una generosa recompensa que nunca se especifica. El educador de un centro de acogida de menores es quien se lo propone, y ella acepta, pero a partir de ese mismo momento todo empieza a complicarse. La mujer del educador está aparentando un embarazo que se acabará cuando haya dado a luz en su casa apartada. Mientras tanto, la joven siente, súbitamente, una poderosa añoranza del joven árabe que la dejó embarazada y quiere verlo a toda costa, llegando a desafiar, incluso, la prohibición de bajar al pueblo que le ha impuesto el educador. El comisario de policía que investiga la desaparición de la joven no tarda en descubrir que ha sido vista en una gasolinera del pueblo y transportada a parajes cercanos a la casa aislada donde vive el educador.

         Desde que vi el anticipo de la película, los paisajes de la Sierra de Cazorla y Segura donde se ha rodado la película me parecieron, ¡ya!, un personaje de la película, si todo discurría como me sugería mi imaginación. Y así ha sido. La ubicación de la casa del educador es el gran acierto de la película, así como los alrededores de la misma. Hay un lirismo paisajístico en la película que sabe expresar a la perfección el choque desgarrador que observamos entre la perversidad de la maquinación  del matrimonio y la belleza en la que ambos han decidido vivir su vida.

         Con la aparición del joven, tras salir de la cárcel, de quien había sido también educador el protagonista, lo previsible se convierte enseguida en realidad: los dos jóvenes, a pesar de carecer de todo, toman la decisión instintiva de afrontar el nacimiento y el cuidado de la criatura, con la consiguiente reacción airada por parte de la futura madre, desposeída, de pronto, de su más preciado bien. El asesinato del joven —este dato no arruina el desarrollo de la historia— y el encierro tapiado de la joven hasta que dé a luz, van envenenando una historia en la que hay dos factores que solo revelan su importancia en el desenlace: los dos perros feroces que custodian la casa y el armario de las escopetas con las que la joven y el educador distraen las horas disparando contra unas latas. El espectador ducho sabe enseguida que, como sucede en las buenas películas, cualquier elemento en el que se hace tanto hincapié acaba desvelándose como parte eminente del relato en uno u otro momento.

         Que el matrimonio esté dispuesto a todo para quedarse con el bebé deseado por ambos, y especialmente por la mujer, no solo confirma la deriva maligna de la historia, sino que sorprende al espectador el alto grado de ingenuidad del protagonista, acostumbrado, sin embargo, al trato con esos jóvenes en peligro de exclusión social. En no menor grado sorprende la pasividad policial respecto de la vigilancia de quienes se han revelado como sospechosos potenciales tras las primeras indagaciones del jefe de policía que visita al protagonista en su «guarida». Démoslo todo por bueno para poder «disfrutar» de un desenlace inesperado, porque desde que tapian a la gestante en un altillo de la casa, aislada del mundo, no deja de darnos vueltas en la cabeza la índole de ese final.

         De Martín Cuenca guardamos mi Conjunta y yo muy buen recuerdo de la película El autor, basada en la primera narración de Javier Cercas. En ella, Antonio de la Torre tiene una de las mejores escenas cómicas que le hayamos visto nunca, a pesar de las muchas que nos ha dado, en todos los géneros, como el gran intérprete que es. No lo quisimos ver, sin embargo, en Caníbal, por lo que el tema nos repelía.

         Lo cierto es que las ingenuidades del guion lastran en parte la película, porque a los amantes del realismo minucioso y de la verosimilitud a prueba de bombas no nos gusta que nos den el famoso gato por liebre, pero se redime con los poéticos exteriores y con un desenlace que bien puede figurar en la antología de los mejores finales del cine de suspense.

         Insisto, no es la película redonda que podría haber sido, pero es una estupendísima película de terror psicológico que deriva hacia un gore sin excesos, filmado con una precisión solo igualable a los planos panorámicos que nos hablan del contraste entre la soledad de la belleza y la maldad donde se gesta la peor de las iniquidades, todo ello frente a la lucha por la vida que se sobrepone a todas las adversidades y sabe cómo salir a flote aun en medio de la peor de las pesadillas.  ¡Que nadie se pierda ese final antológico! Si hasta el último tercio de la película todo ha discurrido, salvo una excepción mortal,  por los cauces del mindfulness, en la parte final se desatan todos los demonios que habían permanecido como anestesiados y ahí que se arma un pandemonio brillante y espeluznante al mismo tiempo.

 

La cicatriz» y «El azar», de Krzysztof Kieślowski, el genio polaco.


Título original: Blizna

Año 1976

Duración 101 min.

País:  Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski, Romuald Karas

Música: Stanislaw Radwan

Fotografía: Slawomir Idziak

Reparto: Franciszek Pieczka, Mariusz Dmochowski, Jerzy Stuhr, Jan Skotnicki, Stanislaw Igar, Stanislaw Michalski, Michal Tarkowski, Andrzej Skupien.

 






Título original: Przypadek (Blind Chance)

Año: 1987

Duración: 122 min.

País: Polonia

Dirección: Krzysztof Kieślowski

Guion: Krzysztof Kieślowski

Música: Wojciech Kilar

Fotografía:  Krzysztof Pakulski

Reparto: Boguslaw Linda, Tadeusz Lomnicki, Zbigniew Zapasiewicz, Boguslawa Pawelec, Marzena Trybala.

 

         De lo social y lo individual en la Polonia sometida al comunismo: la vía de la esperanza.

            Justo cuando nos llegan las imágenes de los bárbaros rusos devolviendo estatuas de Lenin a las calles de una ciudad invadida, se me ocurre a mí aprovecharme del fantástico fondo cinematográfico de Filmin para ver dos películas muy notables de Krzysztof Kieślowski, su debut en el largo, La cicatriz, de fortísima conciencia ecológica, mucho antes de que esta se instalara como una prioridad en la agenda política de Occidente, y El azar, en las postrimerías del comunismo polaco, once años después de la primera, cuando Kieślowski ya era dueño de un estilo y un discurso que rehuían el realismo socialista para adentrarse en la exploración de algo tan sospechoso en su primera película como la conciencia individual y su enfrentamiento con el decadente, arbitrario y autoritario estado comunista polaco. De hecho, su primera película fue prohibida y tardó varios años en exhibirse, porque eso de seguir los dictados de la propia conciencia frente a las órdenes de los mandos del Partido no era, por supuesto, el ideal artístico que entusiasmara al Poder.

         Hay en el realismo complejo del director polaco un poso de documental que aparece con la intención inequívoca de darle a la película un latido de verdad que intensifica el punto de vista desde el que se narra La cicatriz, el del Director que ha de levantar una fábrica en una región deprimida económicamente, si bien para hacerlo han de arrasar un bosque y no pocas viviendas privadas instaladas en él desde generaciones. La lucha por el progreso —además de la fábrica que dará trabajo, se construirán pisos nuevos, modernos, donde se alojarán los expropiados— implica, así mismo, una oportunidad de negocio y de medro social para las fuerzas vivas del pueblo y para el propio Director del proyecto, que habrá de ir haciendo frente a todas las trabas con las que se encuentra. Si ha aceptado el reto de «dinamizar» económicamente la zona es porque él nació en ese pueblo, aunque al aceptar el encargo ha tenido que separarse de su mujer, quien no estaba dispuesta a  dejar la ciudad para «enterrarse» en ese «lugarejo», y también de su hija, que ya tiene vida propia, lo que incluye una pareja con la que, en breve, tendrá un hijo. A todo ello renuncia en pro del bien común, por más que en el pueblo no acaben viendo con buenos ojos un proyecto faraónico que deja una «cicatriz» tan horrorosa en el territorio. A ese respecto, es un ejemplo perfecto, esta película, más allá de las ideologías, de los desastres que provoca la religión del «progreso», frente a la que no parece haber salvación posible, aunque el actual calentamiento global ha logrado colocarnos ante la perspectiva de un futuro catastrófico del que ya vamos teniendo noticia regularmente en las reacciones extremas del clima, entre otros deterioros.

         Lo llamativo de La cicatriz es haber escogido un punto de vista perteneciente a la estructura del Poder para desnudar, desde él, unas prácticas corruptas y, al tiempo, la ineficacia de una apariencia de socialismo que no gobierne de espaldas al pueblo, sino de forma horizontal. Y ahí es cuando el Director, ante la imposibilidad de llevar adelante un proyecto diseñado escrupulosamente para sacar del atraso la comunidad en que nació, comienza a replantearse el sentido de su trabajo. El plano de su encuentro con el ministro, cuando ambos suben a lo mas alto de la fábrica y ven casi a vista de pájaro al resto de la comitiva y, más abajo aún, a los obreros, es muy significativo del modo como Kieślowski le hace llegar su mensaje a los espectadores. La larga secuencia  de la fiesta de inauguración de la fábrica  es otro de esos grandes momentos de la película, porque se capta en ella el pulso real de la vida polaca en ese momento concreto de su Historia. La película, centrada en una pequeña localidad nos permite conocer, gracias a ese documentalismo básico del que parte Kieślowski, unos modos de vida que ¡después de 31 años de comunismo gobernante! Mantienen a amplias capas de la población más cerca de la miseria que del bienestar. Como toda escritura fílmica, La cicatriz también tiene diferentes niveles de lectura y la simbólica es, sin duda, la más importante. No hay, pues, desde esa instancia, nada que se resista a una interpretación que nos aleja del significante. Así es como hay que «leer» el final de la película, imagino.

En el fondo, este cine polaco bajo la dictadura comunista remite al cine que, desde La caza, de Carlos Saura, en el 66, intentaba sortear las limitaciones de la dictadura franquista, con películas que fueron construyendo un doble y triple lenguaje en el que nos avezamos no pocos espectadores, para nuestro solaz y ridículo de los agentes censores.

El azar, por su parte, aunque rodada solo cinco años después de La cicatriz, no pudo estrenarse hasta 1987, cuando las señales de colapso y ruina del comunismo daban ya señales inequívocas. La huelga con que acaba La cicatriz es ya un primer conato de lo que no tardaría en convertirse, a partir de 1980, gracias al sindicato  católico Solidaridad, nacido en los astilleros de Gdansk, en un clamor por la libertad imposible de reprimir sin cometer una matanza como las que ahora perpetra Putin, heredero de la Rusia soviética, en Ucrania, con un excusa tan peregrina como «desnazificarla» o «sentir sus fronteras amenazadas», violando toda las leyes internacionales habidas y por haber. Recordemos, ya puestos, que, sin duda, esos movimientos sociales tuvieron un impulso determinante en la elección del polaco Wojtyla como Papa de la iglesia católica en 1978.

La película, aunque de considerable extensión, tiene un interés extraordinario, porque se basa en un guion innovador y lleno de alicientes que arrancan desde las tress primeras imágenes; un grito desgarrador del protagonista, una escalofriante secuencia hospitalaria en la que se arrastra un cadáver que deja un reguero de sangre en el suelo y se atiende a otros dos heridos, y la despedida de un amigo que se va con su padre a Dinamarca. Las tres se nos ofrecen descontextualizadas, aunque la segunda es una «fijación» del personaje, cuya madre murió después de haber dado a luz gemelos, de los cuales solo sobrevive el primero, Witek, el protagonista, quien vive gracias al azar de haber sido el primero en nacer. El padre, a quien no le gustaba que su hijo fuer aun empollón, es un opositor al Régimen y cuando muere solo le deja a su hijo un mensaje: «no estás obligado a nada». A partir de ahí, Witek decide abandonar temporalmente sus estudios de medicina e irse a Warsovia, a «buscarse la vida». Tras una alocada carrera en la que tropieza con varias personas, Witek consigue coger el tren tras una sostenido persecución en el andén por el que se aleja. Será el primero de los tres intentos de coger el tren que veremos en la película, y el único en que tiene éxito. En los otros dos intentos, el protagonista seguirá en Poznan, donde ha nacido, pero de dos maneras totalmente distintas. Estamos ante una película inequívocamente política y en la que Kieślowski, valiéndose de esa ficción, nos ofrece las tres vidas que el personaje podría haber vivido según hubiera cogido o no el tren en la estación. La habitual metáfora del tren que solo pasa una ve en la vida se cumple escrupulosamente y vivimos las tres vidas para, al final de las narraciones, llegar a la conclusión de cuál escogeríamos nosotros.

En resumen, la primera vida es la del ascenso del personaje dentro del partido,  en el que le introduce un hombre a quien conoce en la estación y le ofrece su casa y sus contactos políticos para que se abra camino en el mundo de la política. El protagonista de las tres historias, Witek, es un joven muy atractivo que empatiza perfectamente con todo el mundo y que, curiosamente, no parece tener una personalidad definida, sino una predisposición natural al bien y a la justicia, pero sin sólida experiencia ideológica ni, por supuesto, rígidos esquemas de actuación o principios filosóficos y éticos. Llama la atención que el protagonista siempre esté interesado por la vida de los demás, mientras la suya propia no pasa de un devenir descontextualizada y sin asideros firmes. Por eso no acaba de entender ciertos comportamientos que atentan contra la lógica más elemental de la práctica de la libertad y del libre pensamiento, de ahí que no le parezcan «sospechosos» los intentos de oponerse a la ideología dominante, si bien ello acabará pasándole una terrible factura emocional, porque, por su relación con esos contestatarios, estos acaban siendo detenidos por la policía, su amante incluida.

La segunda vida arranca cuando, tras ser detenido por la policía en la estación, mientras corría para alcanzar el tren, es apaleado por esta y, posteriormente, puesto a disposición judicial. Condenado a trabajos forzados de carácter social, el joven vagabundo del karma acabará acercándose a la iglesia católica y al sindicato Solidaridad a través de uno de los condenados. En esa vida se reencuentra con el amigo que se había ido a Dinamarca y   con su hermana, con quien acaba manteniendo una relación adúltera, pues ella está casada.                                

En la tercera vida también pierde el tren, pero pide de nuevo el ingreso en la Facultad, acaba la carrera de médico y se casa con la compañera de profesión con quien tiene una relación amorosa antes de coger el tren para vivir la primera de sus tres vidas posibles. En esta tercera, el protagonista se dedica a su profesión y se mantiene neutral respecto de la vida política del país, aun cuando acabará teniendo que tomar partido, porque los estudiantes quieren que apoye un manifiesto contra las «purgas» académicas, a resultas de las cuales un profesor caído en desgracia lo invita a que vaya a unas jornadas médicas en París.

Las tres historias acaban en el aeropuerto, pero con tres finales muy diferentes de los que no me es lícito decir ni pío.

Kieślowski abunda en esta película en el uso de los primerísimos planos y enfoques que sorprenden por su inmediate agresiva, porque parecen abalanzarse hacia el espectador o meter a este en la distancia cortísima entre sus personajes. Sorprende su tratamiento de la sexualidad, muy esteticista y con planos muy próximos, así como el uso de una fotografía de colores apagados con contrastes de luz muy marcados. Todo ello al servicio del retrato de un personaje-explorador que va buscando un camino que seguir en la vida, sin que ninguno de los que emprende acabe de satisfacerlo del todo, y todos ellos alimentando un desengaño que solo se resuelve al final. Debería hablar de ese final, por supuesto, pero habrá de hacerlo cada espectador, porque de él, como del de La cicatriz, se derivan mensajes cuya desambiguación corresponde solo a cada espectador.

miércoles, 20 de abril de 2022

«Licorice Pizza», de Paul ThomasAnderson o un biopic alocado de Gary Goetzman.

Entre Verano azul y el self made man: una comedia romántico-empresarial.

 

Título original: Licorice Pizza

Año: 2021

Duración: 133 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Paul Thomas Anderson

Guion: Paul Thomas Anderson

Música: Jonny Greenwood

Fotografía: Paul Thomas Anderson, Michael Bauman

Reparto: Alana Haim, Cooper Hoffman, Sean Penn, Bradley Cooper, Tom Waits, Ben Safdie, Joseph Cross, Skyler Gisondo, Mary Elizabeth Ellis, Ryan Heffington, Nate Mann, John Michael Higgins, Harriet Sansom Harris, Christine Ebersole, Emily Althaus, Danielle Haim, Este Haim, Maya Rudolph, Destry Allyn Spielberg, George DiCaprio, Iyana Halley, Ray Ray Chase, Emma Dumont, Jon Beavers.

 

                    Supongo que las comedias alocadas, un género muy definido en la filmografía usamericana, han pesado mucho sobre el director a la hora de llevar a la pantalla la casi disparatada historia de un actor niño que devino, cumplida la etapa infantil, un intuitivo emprendedor capaz de atisbar posibilidades de negocio donde otros no las veían o ser capaz de adelantarse al levantamiento de prohibiciones sobre las máquinas de juego, captado de pasada en las declaraciones de un político, para abrir un local con ellas. Lo sorprendente de todo ello es que la criatura en cuestión tenga quince años y un aplomo emprendedor que ya quisieran otros bastante más talluditos.

         El comienzo de la película, sin embargo, es el de cualquier comedia romántica: chica impresiona a chico que, desde el instante mismo de verla, ya bebe los vientos por ella y decide  iniciar un asedio para «rendirla» que se alarga, sin embargo, durante toda la película, porque ella es trece años mayor que él y aspira, por su lado, a construirse una vida en la que halle una relación que la permita independizarse de su núcleo familiar, el padre, la madre y dos hermanas, que tanto la mortifica, por su inadecuación al mismo.

Los dos proyectos individuales irán encontrándose y distanciándose a lo largo de la historia, de modo que se crean narraciones paralelas que, gracias a las iniciativas del joven emprendedor, entran en contacto lo suficiente como para que no podamos hablar de dos tramas. De una u otra forma, ambos jóvenes se sienten atraídos el uno por el otro, pero mientras que el protagonista, Gary Valentine, interpretado brillantemente por el hijo de Seymour Hoffman, está constante y devotamente enamorado de ella, ella, Alana Kane, interpretada por una sobresaliente Alana Haim, tiene la impresión de que Gary es aún demasiado joven como para que ella lo escoja para pensar en un proyecto de vida en común. Es importante destacar, a pesar del enamoramiento de Gary, que tampoco le hace ascos a dejarse atraer por cualquier belleza a la que sus precoces dotes empresariales deslumbren, como de hecho sucede en el decurso de la trama. Ambos protagonistas hacen su debut en esta película, y ello contribuye, dada la poca espectacularidad de sus físicos, a dotar de un realismo muy notable a la película, lo que la hace muy cercana al espectador. Alana, sin embargo, tiene una sólida carrera musical y Paul Thomas Anderson ha dirigido no pocos videoclips de su grupo, formado con sus dos hermanas.

Aunque la historia esté basada en una historia real, la del productor Gary Goetzman, en cuyo haber figuran títulos tan populares como Mi gran boda griega, de Joel Zwick,, Mamma mia!, de Phyllida Lloyd o El silencio de los corderos y Philadephia, ambas de Jonathan Demme , a mí, particularmente, las andanzas del niño actor devenido precoz empresario me han dejado, en buena parte del metraje, la sensación de estar viendo algo así como un episodio adaptado de Verano Azul, la famosa serie de Antonio Mercero,  porque las edades de su pandilla de amigos, con quienes los monta lo permiten. Ha de decirse, con todo, que cuando el protagonista real inicia esos negocios tiene ya veintiún añitos, lo cual es bastante diferente, porque, a pesar del estrellato minúsculo de su etapa de niño actor, hay momentos en que chirría el desajuste entre la edad y los comportamientos, como el de ser un «habitual» del restaurante donde aparecen estrellas del momento, como el Jack Holden espectacular al que da vida Sean Penn, quien, junto con un clásico del cine independiente, Tom Waits, montan una secuencia fantástica, aunque más alocada aún que el resto de la historia. Lo mismo pasa con la deriva esperpéntica de la entrega de una cama de agua —el primer negocio que monta el protagonista— en el domicilio de Barbra Streisand y Jon Peters, interpretado, este último, tan tópica como desmadradamente, por Bradley Cooper. Se trata de «detalles de ambiente» que «fijan» la época, 1973, cuando tiene lugar la gran crisis del petróleo que comienza a transformar las relaciones económicas en todo el planeta. Esa parte del ambiente cinematográfico en el que quiere entrar la protagonista, de la mano del exniño actor es un poderoso reclamo de la película, porque se ve el otro lado del glamur y del éxito estelar.

Aunque la película tiene algunas escenas graciosas, y los chascos sentimentales de ella en sus pretensiones de tener una relación «adulta» forman parte de lo mejor de la película, la única risotada que di fue fuera del cine, camino de casa, al ocurrírseme la relación de la banda emprendedora con la banda de Verano Azul y pensar que si se le hubiera ocurrido «meter» a Chanquete, con su barca, en una secuencia, en España hubieran ido al cine a ver su película no menos de diez millones de personas… Con ello en modo alguno pretendo desfigurar el intento de recreación de la adolescencia del director y del *biopicado en un barrio concreto de L.A., pero no es menos cierto que a la película le sobran unas cuantas carreritas que parecen un recurso demasiado facilón para un artista de tanta envergadura como Paul Thomas Anderson. Si bien no hice la crítica de «Embriagado de amor» (Punch-Drunk Love), hay algo en ella que la emparenta con esta Licorice Pizza, aunque aquí se manifiesta en una dimensión coral lo que en la primera era una compleja personalidad individual que Adam Sandler saca adelante un poco a trompicones.

Confieso que el retrato de época está muy conseguido y que los dos protagonistas llevan a cabo su cometido de una manera extraordinaria, porque sus actuaciones convencen plenamente a los espectadores, y el despertar al amor y a la sexualidad en dos edades tan distintas como las de la imposible pareja está perfectamente descrito, pero el desnivel, que tanto afecta a  la verosimilitud, entre los quince años del protagonista, que ni tiene aún el carnet de conducir —ese rito de paso en Usamérica para indicar que ya has entrado en la vida adulta—, y sus aventuras «empresariales», aún con el acné adolescente a cuestas, más la indefinida relación entre los amantes que se rehúyen tanto como se buscan, no acaban de convertir Licorice Pizza en la película evocativa que podría haber sido. Podemos disfrutar, eso sí, de la naturalidad con que el protagonista aborda su necesidad de tener una experiencia sexual plena y es muy atractiva la personalidad de «triunfador» que cultiva para seducir a la persona que tanto lo ha impactado, quien no acaba nunca de dar el paso decisivo que la ligue a él.

 

[Nota bene: El título de la película hace referencia a una casa de discos muy popular y así llamada, por la similitud evidente entre el color y la forma de los vinilos y el regaliz y la pizza, si bien la tienda no aparece en ninguna secuencia de la película.]

sábado, 16 de abril de 2022

«La familia Bélier», de Eric Lartigau, ¡una gozada!

 

La comedia francesa en su salsa exquisita: un musical conmovedor.

 

Título original: La Famille Bélier

Año: 2014

Duración: 105 min.

País:  Francia

Dirección: Eric Lartigau

Guion: Victoria Bedos, Thomas Bidegain, Eric Lartigau

Música: Evgueni Galperine, Sacha Galperine

Fotografía: Romain Winding

Reparto: Louane Emera, Karin Viard, François Damiens, Luca Gelberg, Roxane Duran, Eric Elmosnino, Ilian Bergala, Clémence Lassalas, Bruno Gomila, Mar Sodupe.

 

         Al empezar a ver esta película francesa que tan buen sabor de boca deja, pensé que tal vez fuera oportuna una comparación entre la versión usamericana de la misma, Coda, de Siân Heder, que, parece que incomprensiblemente, frente a otras candidatas de la envergadura de El poder del perro,  de Jane Campion, por ejemplo, se ha llevado el Oscar a la mejor película. Una vez acabé de verla, por nada del mundo volvería a ver esta historia, llevada a la excelencia por un reparto en estado de gracia, en su versión usamericana. ¡Tiene tanto de «lo francés» que no voy a perder ni un minuto en comparaciones, si no odiosas, sí innecesarias!

         Si la hija, protagonista de la película, es capaz de una verosimilitud tan especial, en parte por sus magníficas dotes de cantante que la llevaron a ganar un concurso televisivo de talentos, buena parte de esa destreza proviene del acompañamiento de una actriz y un actor, Karin Viard y François Damiens —de quien recordamos mi Conjunta y yo con mucho cariño su interpretación en La delicadeza, de los hermanos Foenkinos— que igualan y superan el protagonismo de la joven y son capaces, además, de crear una relación de pareja que arrastra tras de sí la atención complacida de los espectadores. ¡Menuda escena divertida y atrevida la de los hongos vaginales de la madre traducida por la hija en la consulta del médico! Es cierto que la madre, Viard, está a un solo paso de la sobreactuación, pero su personaje temperamental y apasionado acaba siendo enternecedor, del mismo modo que las aspiraciones políticas del marido nos sumergen en un fresco social francés de pequeña población que nos divierte en sumo grado.

         En su momento fue un éxito, pero, como tantos otros, no hallamos el momento para ir en las fechas de su estreno. Da igual. Recuperada ahora, a siete años de distancia,  me es muy grato decir que la película es absolutamente intemporal, condición que comparte con la de los grandes clásicos. No sé si esta lo acabará siendo, un clásico, pero he de reconocer que tiene todos los ingredientes para ser una comedia de gozosa visión durante mucho tiempo. Nada hay en ella que la acote a un tiempo concreto, y la situación es tan curiosa que no solo nos hace replantearnos ciertas existencias al margen de la «normalidad», sino que nos conmueve el destino de los personajes y nos inyecta una sensación de felicidad que a veces el cine sabe conseguir con muy poco esfuerzo y sin grandes alardes técnicos.

         La historia es sencilla y emotiva: la hija de unos ganaderos sordomudos que se dedican a la elaboración y venta de quesos artesanos se apunta en el Liceo, siguiendo los pasos de un joven por el que se siente atraída, a la coral del centro. El profesor de música, un apasionado de la obra de  Michel Sardou —y el actor, fantástico Eric Elmosnino, como un músico fracasado que sabe percibir, sin embargo, la calidad musical en sus alumnos y empujarlos para que lleguen a lo más alto, parece un doble del cantante—, coloca en el centro de la película tres composiciones de altísima calidad: La maladie d’amour, que, con una letra brillante, se pone al servicio incondicional y potentemente emotivo del amor entre los dos adolescentes, En chantant, toda una declaración de principios vitales, y, muy especialmente, la increíble Je vol con la que se construye uno de esos momentos en que, por de pedernal que sea el lagrimal, saltan sobre él las chispas húmedas de las lágrimas purificando el alma con un sentimiento de bondad que ¡ay del que no las derrame!, ¡nunca sabrá lo que se pierde!

         ¡Qué endemoniado arte el del cine francés para construir estas pequeñas historias que son capaces de comunicar tan intensamente! Con todo, hay algo que engaña, en esta ocasión, porque la sencillez del planteamiento, un desencuentro vital entre la hija que relaciona con el mundo a una familia de sordomudos y la necesidad de esta de abrirse paso en el mundo «de los otros», esconde un conflicto dramático, el de la independencia de los hijos e incluso, por parte de la joven, el conflicto de un amor difícil con su compañero de coro, que no conviene subestimar, porque ya quisieran muchos melodramas enfáticos tener la capacidad de emocionar que tiene esta película. La extrema situación, una cantante excepcional en una familia de sordomudos, se refleja perfectamente en la película en dos ocasiones muy concretas: en la fiesta de fin de curso, cuando se silencia el sonido y se adopta, por lo tanto, el punto de vista de la familia, que ve las calurosas reacciones de los otros padres ante la hermosa interpretación que hacen los amantes de La maladie d’amour, y, por la noche, ya en casa, cuando el padre palpa el cuello de la hija tras pedirle que cante la canción, para «sentir» hasta donde le sea posible la segura belleza que ha de tener esa voz, dada la reacción entusiasta y emocionada de los demás. Sobre la escena de la interpretación de Je vol no digo nada, porque eso hay que verlo y oírlo y llorarlo… derritiéndose de gusto moral y estético.

         Será que uno es feo, agnóstico y sentimental, pero, de vez en cuando, a uno le sienta a las mil maravillas echarse a los ojos una película como La familia Bélier. Y he quedado tan purificado y complacido que, como dije al comienzo, ni por pienso se me ocurrirá ver una copia, siendo el original tan excelente como es. No estoy en contra de los remakes, pero cuando el original es insuperable, poco sentido les veo. Supongo que a quienes hayan visto el original de El callejón de las almas perdidas, de Edmund Goulding, ni se les habrá pasado por la cabeza ir a ver la de Guillermo del Toro, pero allá cada cual con sus gustos, desde luego. La familia Bélier es un espectáculo total, cuidado al detalle para no incurrir ni en el sentimentalismo barato ni en el esperpento. ¡Y a fe que lo ha conseguido!

        

miércoles, 13 de abril de 2022

«Noche en la Tierra», de Jim Jarmusch, una maravilla.

El latido del tiempo y la soledad cuando la noche los atrapa en un taxi…

 

Título original:  Night on Earth

Año: 1991

Duración: 128 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Jim Jarmusch

Guion: Jim Jarmusch

Música: Tom Waits

Fotografía: Frederick Elmes

Reparto: Winona Ryder, Giancarlo Esposito, Gena Rowlands, Armin Mueller-Stahl, Rosie Pérez, Roberto Benigni, Béatrice Dalle, Matti Pellonpää, Isaach de Bankole, Paolo Bonacelli, Kari Väänänen, Tomi Salmela, Sakari Kuosmanen, Lisanne Falk, Richard Boes, Stéphane Boucher, Emile Abossolo M'bo, Pascal Nzonzi, Jaakko Talaskivi.

 

         Una idea sencilla, una fotografía deslumbrante y un guion perfectamente estructurado dan como resultado una película de obligado visionado, aunque en su momento me venciera la pereza y no intuyera que en una historia tan sencilla pudiera caber tanto arte y tanta maravilla, pero es lo que tiene la avalancha de estrenos: siempre se te escapan joyas a las que, ¡afortunadamente también!, siempre puedes volver. Ese es hoy el caso de Noche en la Tierra, de Jim Jarmusch, un autor del que, sin embargo, no suelo perderme casi nada, aunque unas me gusten más que otras, por supuesto. Me emociona tomar la decisión de visitar los prejuicios del pasado y reconocerme totalmente equivocado, porque ayer tuve la oportunidad de quedarme estupefacto ante una película que bien podía confundirse con la moda italiana de las películas de mediometrajes, tan frecuentes en los años 60, y hasta 70, del siglo pasado, pero la unidad estilística, formal, de Noche sobre la Tierra, la dota de una suerte de hilo conductor tempoespacial que acaba dando sentido al encadenamiento de situaciones que parten siempre de la misma situación: un viaje en taxi en noches tan distintas como las de Los Ángeles, Nueva York, París, Roma o Helsinki.

         Lo que la película recoge es una maravillosa travesía espacial nocturna  por esos lugares en los que se excluye lo turístico en aras de lo cotidiano, excepto que, como en el caso de Roma, salgan al paso del taxi, monumentos omnipresentes como el Coliseo. Las tomas casi estáticas de los enclaves ciudadanos, con iluminaciones muy cuidadas y una fotografía llena de calidez y de misterio, tienen una función protagonista inequívoca. La selección de exteriores ha sido, sin lugar a duda, una de las grandes tareas artísticas de la película, porque esos espacios, fotografiados de esa exquisita manera, son, a mi entender, el alma de la película sobre la que se adhieren unas historias de personajes que, frente a ella, casi podría decirse que «palidecen». No es una indagación en la profesión del taxista, o de los pasajeros, sino un intento perfeccionista de captar un latido existencial en un momento concreto de lugares precisos.

         Las diferentes historias que reclaman nuestra atención son muy diversas, desde la desigual figura de la taxista de una espléndida Gena Rowlands, una Winona Ryder que no acaba de dar el papel de joven apasionada de la mecánica a la que en modo alguno tienta la oferta de la agente a la que lleva en su coche, pasando por un Giancarlo Esposito jovencísimo, mucho antes de triunfar en Breaking Bad, de Vince Gilligan, quien forma una pareja extraordinaria con Armin Mueller-Stahl, un inmigrante que no se aclara con el taxi automático y a quien el pasajero acaba llevando a su propio destino para enseñarle cómo ha de hacerlo, destaca una travesía excepcional por el París nocturno con una pasajera ciega impagablemente interpretada por Béatrice Dalle, sin olvidar el disparate continuo de un taxista romano interpretado por el siempre excesivo Roberto Benigni quien sube a su coche a un cura a quien le narra un recuento de sus relaciones eróticas vegeto-bestiales-adúlteras que…, bueno, ya lo verán, porque en esa travesía sí que Benigni lo domina todo, y acabando en la helada ciudad de Helsinki con tres pasajeros borrachos con quienes acaba intercambiando el taxista confidencias muy íntimas sobre su frustrada paternidad.

         Cada una de esas travesías nos permite conocer pasajeros muy diversos, pero, sobre todo, taxistas que van desde la insulsez de la Ryder, hasta la comicidad extrema de Benigni, en una composición que, a su manera, prefigura la del taxista de Mujeres al borde de un ataque de nervios, de Almodóvar, pasando por la tensa presencia del conductor de Costa de marfil en la noche de París, hasta el sufrimiento casi metafísico del taxista de Helsinki, una parte que parece que va a continuar la comicidad de la anterior, pero que, tras el gag inicial, el taxi llega hasta donde esperan tres amigos borrachos y dormidos, sosteniéndose unos a otros en pie, por lo que el taxista toca la bocina y despierta a dos de ellos, quienes, al enderezarse, dejan caer al que sostenían en el centro, que la ha cogido de campeonato. Es el único momento puntualmente cómico, porque en el resto del metraje de esa parte el drama se enseñoreará del habitáculo, muy al modo como los nórdicos saben vivir las tragedias, y todo ello en una ciudad cubierta de nieve y de frío, en la atmósfera y en las almas de los alcohólicos trasnochadores.

         Lo que está claro es que cada ciudad tiene una personalidad perfectamente captada por Jarmusch con un mimo que hace de esta película una suerte de modelo para fotografiar una ciudad de modo que se capte su esencia. Aficionado como soy al turismo fotográfico de la arquitectura, del urbanismo y de los comercios de las ciudades, reconozco que Noche sobre la Tierra es un festival de emociones fotográficas que, más allá de cada una de las historias, de los taxistas y sus pasajeros, se bastaría para complacer a cualquier aficionado al cine. Frederick Elmes es un consumado artista que ha trabajado sobre todo con directores del llamado cine independiente usamericano, y ahí está su participación en películas como Cabeza borradora y, sobre todo, Blue Velvet, o la más comercial, Tormenta de nieve, de Ang Lee, es decir, un crédito magnífico, algo que agradecerá cualquier espectador, porque la iluminación de algunas tomas roza la perfección.

         Tuvo cierto éxito, al menos entre los muy aficionados, en su momento, pero puedo garantizar, a los que sean meramente aficionados, sin mayor énfasis, que pasarán un rato estupendo con una película ingeniosa, divertida y bellísima.

martes, 12 de abril de 2022

«El glorioso caos de la vida», de Shannon Murphy un debut brillante.

Sobre el cáncer, el microcosmos familiar  y el deseo en la adolescencia. 

Título original: Babyteeth

Año: 2019

Duración: 120 min.

País:  Australia

Dirección: Shannon Murphy

Guion: Rita Kalnejais

Música: Amanda Brown

Fotografía: Andrew Commis

Reparto: Eliza Scanlen, Toby Wallace, Ben Mendelsohn, Essie Davis, Andrea Demetriades, Emily Barclay, Justin Smith, Charles Grounds, Arka Das, Jack Yabsley, Priscilla Doueihy, Eugene Gilfedder, Georgina Symes, Michelle Lotters, Zack Grech, Quentin Yung, Tyrone Mafohla, Jaga Yap, Sora Wakaki, Edward Lau, Renee Billing.

 

         Formada en la escuela de las series televisivas, Shannon Murphy hizo su debut en el largo con esta obra tan pésimamente titulada en español, cuando era bien fácil traducir literalmente la metáfora del título original: Diente de leche, porque la historia de la película gira en torno a una adolescente enferma de cáncer, a la que le han de aplicar quimio, con la consiguiente caída del cabello, que tiene una muy particular relación con sus padres, un psiquiatra y una madre medicada para su particular trastorno mental. A mí, particularmente, el cine australiano siempre me llama la atención por la espectacularidad de sus paisajes, un valor en sí mismos, pero, en esta ocasión, la trama se centra en una familia a la que llega un desconocido disruptivo a través de la hija, con quien establece una singular relación a medio camino entre la amistad y el afecto. La diferencia de edad entre ellos convierte la relación en algo muy delicado, porque ella es menor, aunque no tardamos en advertir  en la joven una singular madurez, asociada, sin duda, a la perspectiva terminal de un cáncer contra el que parece luchar en vano. El conocimiento del joven lo hace en el andén del tren que la lleva de su casa al colegio. El joven la ayuda cuando ella tiene una hemorragia nasal y, a partir de ese momento, él ve la posibilidad de «explotar» esa relación, entrando en la casa de ella y robar, sobre todo medicamentos con los que poder drogarse, porque está enganchado a ellos, y como el padre es psiquiatra y la madre se medica, se da de bruces, sin comerlo ni beberlo, con una farmacia a su disposición.

         La película es un retrato de cuatro caracteres muy diferentes que acaban conviviendo sin que desaparezcan ni los recelos ni los temores, a lo que contribuye la presencia ciertamente agresiva de un joven que, a su vez, tiene un serio drama familiar, pues es rechazado por su madre, quien le prohíbe que vea a su hermano para que no lo arrastre a ese inframundo de la drogadicción y la errancia, sin oficio ni beneficio. A la joven, que brilló en su interpretación en la última versión de Mujercitas, la de Greta Gerwig, que está más cerca de su padre que de su madre, algo bien común en muchas familias, la idea de introducir en su casa a un joven cuya sola presencia supone un desafío total a la nada ordenada vida de los padres le confiere una vitalidad que choca con el deterioro físico que se va apoderando de ella. Estamos, pues, ante un proceso de superprotección: hija única, adolescente y afectada por un cáncer que, mediada la película, se revela que está ya en fase terminal.

         Los ingredientes de la película parecen abonar un planteamiento orientado hacia la tragedia, y sin duda esta está presente en todo momento en el desarrollo, pero el guion incluye muchos momentos propios de comedia, sobre todo por el desafío al que antes me refería y por cómo va evolucionando la relación de los padres con el «intruso» de quien no se fían lo más mínimo, aunque, al mismo tiempo, observan que su presencia junto a su hija parece hacer revivir a esta, conferirle una vitalidad con la que ambos cónyuges se sienten complacidos y aliviados, dada la carga de angustia terrible por el estado de su hija con la que han de convivir  y que tiene a la madre adicta a los ansiolíticos.

         Aunque se trata, propiamente, de una obra de interiores, la mansión de los padres es un espacio que habilita una multitud de planos y puesta en escena lo suficientemente ricos como para que la narración no se nos vuelva claustrofóbica. Con todo, las «salidas», tanto el recorrido nocturno de ella como la salida a la playa, alivian ese dominio de interiores que, en el caso de la fiesta a la que acuden juntos, presenta, además, una puesta en escena muy distinta de los escenarios anteriores, tan llamativa como estupendamente rodada.

         Si el psiquiatra tiene una tímida aventura con la vecina embarazada, la historia de la madre y el músico que enseña violín a su hija, y que fue el acompañante de ella cuando se dedicaba profesionalmente a la música, revela un pasado emocional conflictivo que no parece operativo en el presente, como lo prueba una turbadora escena introductoria de la pareja, con la mujer en el diván y el psiquiatra atendiendo a las necesidades sexuales de ella casi como si fuera parte de la terapia, y todo ello sin saber el espectador que son un matrimonio.

         El «caos» de la adaptación del título al castellano tiene que ver con lo que ya el lector perspicaz habrá intuido: la difícil convivencia de unos padres que a duras penas se entienden entre ellos y poco o nada con una hija que no soporta ni la ultraprotección ni la compasión ni vivir esa «diferencia» terrible de la enfermedad que no solo marca, sino que condena. A ese efecto, es casi desgarradora la escena de la amiga del colegio que, en los lavabos, le pide a la protagonista que le deje la peluca rubia que lleva para ver «cómo le queda», con una frivolidad que choca punzantemente con el drama de la afectada. Pero el «caos» alude también a la irrupción, en ese desorden emocional de la familia, del «intruso» a quien ha escogido su hija como depositario de su amistad, de su afecto y, finalmente, de su amor. Y esa historia de amor, tan singular, en la que el yonqui se mueve con la curiosa precaución de quien no quiere herir a una adolescente- menor de edad, y no, ciertamente, por temor de los padres, sino por sus propias convicciones éticas; esa historia de amor, digo, es uno de los grandes ejes de la película. No desvelaré su desarrollo, porque se trata de un proceso que incluye varios giros narrativos que han de poder sorprender al espectador para reaccionar, después, convenientemente, frente al desenlace de la historia.

         Teniendo en cuenta la apabullante interpretación de Eliza Scanlen y de Toby Wallace, con la que este último ganó el premio Marcello Mastroianni  en el Festival de Venecia, sería difícil que los espectadores no disfrutaran de esta tragicomedia australiana que confirma a su directora como una realidad, más que como una promesa.

viernes, 8 de abril de 2022

«Así habla el amor», de John Cassavetes, una visión personalísima de la comedia romántica.



Una parodia romántica que se le va de las manos a Cassavetes hacia lo mejor de su cine independiente.

 


Título original:  Minnie and Moskowitz

Año: 1971

Duración: 114 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: John Cassavetes

Guion: John Cassavetes

Música: Bo Harwood

Fotografía: Alric Edens, Michael D. Margulies, Arthur J. Ornitz

Reparto: Gena Rowlands, Seymour Cassel, Val Avery, Timothy Carey, Katherine Cassavetes, John Cassavetes.

 

         ¡Menuda coincidencia! Acabo de criticar una vuelta de tuerca de la comedia romántica, filmada por Eleanor Coppola, y me encuentro con esta película de Cassavetes que me faltaba por ver,  en su relativamente corta obra, después de haber abandonado, quizás a las primeras de cambio, puede ser, la visión de Un hombre en apuros, sobre la que, acaso algún día, con más paciencia, vuelva. Dejando de lado la estética tan marcada de su producción independiente, habitualmente en blanco y negro, Cassavetes acepta dirigir una propuesta de Universal Pictures en la que un personaje desclasado y sin ambiciones, encarnado por el hippie Seymour Cassel, acaba conociendo a una romántica pero madura empleada de un museo que espera la llegada del amor definitivo que salga de la pantalla del cine para encontrarse con ella, una vez que su violento amante, tras un intento de suicidio de su esposa, la abandona. De ese encuentro fortuito nacerá una relación fortalecida por los desencuentros que irá estrechándose poco a poco.

         Confieso que se ha de tener valor para «aceptar» como protagonista a un aparcacoches de restaurante, hippie ya ligeramente trasnochado en ese momento, a pesar de estar a solo tres años de la pasada eclosión del flower power que conmocionó al mundo y se decantó, políticamente, por su objeción masiva a la Guerra del Viet-Nam, una de las pocas que ha perdido Usamérica; lo digo porque la espontaneidad excesiva de Seymour, que lo lleva a meterse en constantes problemas, dada su extrema sociabilidad, es uno de los ejes de la simple acción dramática de la película: chico conoce chica que no lo soporta y, sin embargo, él, enamorado hasta el tuétano, lucha contra la adversidad (su ignorancia, sus rudas maneras, su estética trasnochada y su fealdad indiscutible) para conquistarla.

         La película en modo alguno tiene un título tan cursi como este que le han puesto los distribuidores, sino el único posible: Minnie & Moscowitz, un nombre y un apellido que, si el difícil romance triunfara, se convertiría en el nuevo nombre, de casada, de ella. Del juego conceptual ya me encargo yo: Minnie Moore, casi More, «más», ella; y Seymour, casi See More, «ver más», él. A partir de ahí, está claro que mucho me libraré de avanzar a los espectadores el final de esa tensa relación imposible.

         Tras la acaso algo larga presentación de Seymour, uno de esos perdedores extrañamente felices con su suerte, dada su carencia casi absoluta de ambiciones, y tras haber levantado la ceja con todo el poder de estiramiento que tiene la sospecha del aficionado curtido en mil y una batallas de celuloide, la película da un giro sorprendente y acompaña a dos viejas amigas sin pareja, aficionadas al cine, que, a falta de algo sólido con que entretener el estómago, acaban abriendo una botella de vino que propicia una patética secuencia de confidencias sobre la soledad y la falta de amor que es de lo mejorcito que le he visto nunca a Cassavetes. La conclusión, hecha desde dentro de la industria cinematográfica, resuena como una bomba nuclear: «El cine nos engaña», porque promete siempre un príncipe azul que nunca acaba de llegar o que, como veremos después, cuando llega, como decía Argensola del cielo, «ni es cielo ni es azul». De hecho, la secuencia acaba con el descenso de la protagonista hacia el taxi que la espera por una empinada escalera por la que está a punto, de puro achispada, de caer rodando. El infierno no es otro que el amante que la espera en casa, quien, al verla así, lo primero que hace es abofetearla con una violencia solo propia de un psicópata. ¿Y quién desempeña tan ingrato papel? Pues nada menos que el propio John Cassavetes, en uno de esos papeles de demente en los que se especializó como actor y que solía bordar, como en Doce del patíbulo, de Robert Aldrich o el perverso refinado de La semilla del diablo, de Polanski.

         Tras confirmarle que la deja, por el intento de suicidio de su mujer, que ha involucrado a sus hijos, asistimos a ese momento de transición hasta que ambos personajes se encuentren, lo que sucede cuando Minnie acepta ir a comer con una cita que le ha buscado su colega del Museo. Y eso, que podría, narrativamente, no haber ido más allá de una secuencia de transición, un mero dar pie para que Minnie y Seymour se encuentren, se convierte, con la aparición de Val Avery en el papel de un hombre condenado a no gustarle a ninguna mujer, a pesar de ser rico, en una secuencia casi tan maravillosa como la de las dos colegas hablando de su soledad y el desamor entre sorbo y sorbo de vino. El monólogo del «triunfador» sin éxito en el amor, declamado con una pasión confidencial a voz en grito en un restaurante lleno, y que Minnie aguanta desde el otro lado de unas espectaculares gafas negras que le cubren casi todo el rostro, es otro de los grandes momentos de una comedia a la que, ¡mira tú por dónde!, le crecen los enanos del drama cuando el espectador menos lo espera. ¡Y eso sí que es «marca de la casa Cassavetes»! Tras la frialdad con que Minnie recibe la proposición de su cita, y tras perder esta los estribos, Seymour interviene en la escena y acaba agrediendo al acompañante de Minnie y rescatándola a ella.

         Entonces comienza de verdad la película que, ahora sí, va a acentuar el lado amable de una «comedia romántica» que hasta ese momento no había tenido nada de una cosa ni de la otra. Insisto, el recelo de la protagonista frente a Seymour es el propio de los espectadores, quienes conocen de él más de lo que conoce la protagonista y pueden, en consecuencia, intuir que estamos ante el viejo tópico del agua y el aceite o el de la velocidad y el tocino. ¿Lo bueno de esta tercera parte de la película? Pues que vamos a ir de sorpresa en sorpresa, hasta llegar a la de una cena que se merece, por derecho propio, entrar en la antología de las mejores secuencias de comedia jamás filmadas. Cabe añadir que la escena la protagonizan dos actrices espectaculares de la «cuadra» Casavettes, la madre del director, , Katherine Cassavetes, y la madre de la protagonista, Lady Rowlands. Todos los actores que intervienen en la película son de los habituales suyos, lo que confiere a esta producción, en la que «inocentemente» los de la Universal pensaron para competir con Easy Rider, de Dennis Hoper, todo el aire de los productos indi, que se dice ahora, de un director que jamás fue ni quiso ser «comercial».

         Está claro que no desvelo cómo evoluciona la mezcla explosiva de dos caracteres tan distintos, pero sí les aseguro a los espectadores que, si vencen el rechazo que el protagonista consigue que se sienta hacia él, disfrutarán como ya habían disfrutado con anterioridad en las dos primeras partes de la película. Ya verán que motivos no les faltan para ello.