viernes, 6 de mayo de 2022

«El cuerpo de mi enemigo», de Henri Verneuil, un guion perfecto.

 

El padre de Jacques Audiard, Michel,  escribe un guion perfecto para un director, Henri Verneuil, aún por descubrir, más allá de su cine popular.

 

Título original: Le corps de mon ennemi

Año: 1976

Duración: 120 min.

País:  Francia

Dirección: Henri Verneuil

Guion: Michel Audiard, Henri Verneuil, Félicien Marceau

Música: Francis Lai

Fotografía; Jean Penzer

Reparto: Jean-Paul Belmondo, Bernard Blier, Marie-France Pisier, Charles Gérard, Daniel Ivernel, Claude Brosset, Michel Beaune, Nicole García, Henri Attal.

 

         Truffaut sostuvo, en el curso de un homenaje al cineasta de origen armenio, que Henri Verneuil aún no había tenido el detenido examen crítico que merecía su obra. Y es cierto. Más allá de obras muy populares, con Fernandel, primero, producciones internacionales de acción, después, como El clan de los sicilianos o El serpiente, hay interesantes películas de Verneuil, como I de Ícaro o El presidente que quizás no han ten ido el reconocimiento que deberían. La presente, El cuerpo de mi enemigo, debe de contarse entre estas últimas, aunque pertenece a la penúltima fase de la filmografía del autor, anterior a sus dos últimas películas autobiográficas que sin duda habré de ver en un inmediato futuro.

         Aunque la película se basa en una obra publicada el año anterior por el controvertido escritor Félicien Marceau, no cabe duda de que su parentesco con Furia, de Fritz Lang es evidente para cualquier aficionado, porque la situación de partida es la misma: un condenado a pasar diez años en prisión por el asesinato de una estrella del equipo de fútbol de la ciudad de Cournai, un nombre ficticio para una pequeña ciudad «de provincias» en la línea de las pequeñas comunidades del cine de Chabrol, vuelve a la ciudad donde fue condenado para tratar de aclarar quién o quiénes fueron lo responsables del asesinato y por qué fue él el escogido para «cargar con los muertos».

         La película cuenta, por lo tanto, una historia compleja que se reconstruye mediante flashbacks mientras se siguen los pasos del recién llegado a la ciudad donde fue el hombre mas odiado, por haber acabado con la vida del héroe local del equipo de futbol de la localidad, quien fue asesinado justo la noche antes de participar en un decisivo partido de la Copa de Europa contra el Bayern de Múnich.

         La historia del protagonista, encarnado a la perfección por la mejor versión interpretativa del recientemente desaparecido Jean-Paul Belmondo, arranca desde la humillación infantil que sufre cuando, en una papelería, el encargado deja de atenderle para atender a la hija del acaudalado propietario de la industria textil de la ciudad y factótum político de la misma. De forma sucesiva, el protagonista se va acercando, sin aparente ánimo de revancha, aunque sí con afán inquisitivo, a algunos conciudadanos que se significaron en la manifestación contra su persona que rodeó su llegada al juicio del que saldría condenado en firme. Cuando regresa han pasado siete largos años y, de algún modo, el episodio ha pasado ya al olvido de una población en la que se le recibe con recelo, pero sin rencor.

 Poco a poco, a través de las entrevistas que va teniendo con diferentes personajes se va evocando la historia de un galán que se introduce, tras seducir a la niña por quien se sintió humillado de niño en la papelería, en el seno de la familia más poderosa de la localidad, en la que tiene todos los papeles para prosperar, dado su inequívoco «don de gentes» y la osadía infinita de su juventud tan simpática como arrogante. El idilio con la hija nos permite asistir a la contemplación de una actriz fetiche de la nouvelle vague —tan enemiga, entonces, del cine que rodaba Verneuil, por cierto—, la bellísima Marie-France Pisier, en un papel que borda, lleno de sensualidad y dominio escénico, y no era fácil, pero su interpretación tiene un poder tan grande que incluso eclipsa, en algunos momentos, el del propio protagonista y productor de la cinta. Se trata, por cierto, de una actriz que tuvo un trágico final relacionado, en parte, con una turbia historia de incesto familiar en el seno de la familia de su hermana Evelyne Pisier, casada con el reconocido político e intelectual Olivier Duhamel.

La decisión del padre del protagonista de presentarse para la alcaldía de la ciudad va a dar lugar a un boicot en el que, aprovechando la relación del hijo con la poderosa familia, se desacredita al defensor del pueblo frente a los «poderosos». La caída en desgracia del hijo, pues, y su relación con un mafiosillo del lugar para dirigir un club entre el alterne, los espectáculos eróticos y el encubierto trágico de droga que descubre el protagonista casualmente, van a conducir al momento culminante del asesinato de la camarera prestada a ese tráfico y de la estrella futbolística, Cojac, que, en ese particular momento, disfrutaba de la compañía de la camarera en un reservado.

Los paseos del protagonista por la ciudad contrastan con el denso nudo de relaciones que llevaron a los fatales acontecimientos. De hecho, cuando entra en los terrenos en obras donde estuvo en su momento levantado el palacio de la depravación, al decir de las fuerzas vivas del lugar, el recuerdo eleva sobre los fundamentos vacíos de la obra el antiguo local como si ascendiera desde el subsuelo del teatro al escenario, en un hermoso ejemplo de ejercicio narrativo que nos permitirá, y también al protagonista, conocer los cambios que se han producido en Francia entre su condena y su regreso, desde 1962 hasta 1969. Es llamativo cómo, para extorsionar a quien él considera responsable de su condena, el anterior alcalde al servicio del dueño de la fábrica textil, se presenta en el apartamento donde un antiguo camarada militar se dedica, travestido, al sadomasoquismo y él le roba unas fotos en principio comprometedoras. La reacción del ahora exalcalde: lo sabe todo el mundo, hasta mi mujer, y lo aprueba, descolocan al protagonista, y, por toda explicación, solo recibe la de que todo ha cambiado tras el mayo del 68, en un ejercicio de reflexión histórica perfectamente encajado en la narración.

En la medida en  que la película es la minuciosa preparación y ejecución de una venganza, como sucedía en Furia, bien poco me es dado revelar, pero sí puedo anticipar que hay un reencuentro con la hija del poderoso, ya ella separada del matrimonio de conveniencia al que se prestó, y que ello le permitirá jugar la baza del chantaje al padre para saber exactamente quién fue el responsable de su condena. A todo esto, obviamente, el protagonista está expuesto a los intentos de acabar con él por parte de su socio en el club, quien está convencido de que es él el objetivo del falsamente condenado. A ese respecto, los flashbacks recogen, también, las declaraciones en el juicio que permitieron llegar a la sentencia condenatoria, por supuesto.

Hacía tiempo que no veía un guion tan sabiamente construido y cuyo interés mantiene viva la atención del espectador a lo largo del extenso pero necesario metraje de la película. La puesta en escena, que mezcla los ambientes de lo vulgar y lo exquisito a partes iguales, tiene una exquisita fotografía, con unos exteriores que confieren a la obra esa atmósfera chabroliana a la que hice referencia. Ni que decir hay que los planos se encargan de realzar la fotogenia de Belmondo y Pisier en una suerte de festival de encuadres elegantes que se recrean en ellos con amorosa delectación. Y todo ello, sin evitar una acción que, no por escasa, deja de ser tan contundente como los espectadores esperan de un «duro» clásico del cine.

La película ser inicia con la llegada a la estación y acaba con la partida hacia París, pero entremedias se nos ha contado una historia excelente en la que el sentido del humor y el cinismo del protagonista han sido magníficos compañeros de viaje.

 

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