El padre de
Jacques Audiard, Michel, escribe un guion
perfecto para un director, Henri Verneuil, aún por descubrir, más allá de su
cine popular.
Título original: Le corps de
mon ennemi
Año: 1976
Duración: 120 min.
País: Francia
Dirección: Henri Verneuil
Guion: Michel Audiard, Henri
Verneuil, Félicien Marceau
Música: Francis Lai
Fotografía; Jean Penzer
Reparto: Jean-Paul Belmondo, Bernard Blier, Marie-France Pisier, Charles
Gérard, Daniel Ivernel, Claude Brosset, Michel Beaune, Nicole García, Henri
Attal.
Truffaut sostuvo, en el curso de
un homenaje al cineasta de origen armenio, que Henri Verneuil aún no había tenido
el detenido examen crítico que merecía su obra. Y es cierto. Más allá de obras muy
populares, con Fernandel, primero, producciones internacionales de acción, después,
como El clan de los sicilianos o El serpiente, hay interesantes películas
de Verneuil, como I de Ícaro o El presidente que quizás no han
ten ido el reconocimiento que deberían. La presente, El cuerpo de mi enemigo,
debe de contarse entre estas últimas, aunque pertenece a la penúltima fase de
la filmografía del autor, anterior a sus dos últimas películas autobiográficas
que sin duda habré de ver en un inmediato futuro.
Aunque la
película se basa en una obra publicada el año anterior por el controvertido
escritor Félicien Marceau, no cabe duda de que su parentesco con Furia,
de Fritz Lang es evidente para cualquier aficionado, porque la situación de
partida es la misma: un condenado a pasar diez años en prisión por el asesinato
de una estrella del equipo de fútbol de la ciudad de Cournai, un nombre
ficticio para una pequeña ciudad «de provincias» en la línea de las pequeñas
comunidades del cine de Chabrol, vuelve a la ciudad donde fue condenado para
tratar de aclarar quién o quiénes fueron lo responsables del asesinato y por
qué fue él el escogido para «cargar con los muertos».
La película
cuenta, por lo tanto, una historia compleja que se reconstruye mediante flashbacks
mientras se siguen los pasos del recién llegado a la ciudad donde fue el hombre
mas odiado, por haber acabado con la vida del héroe local del equipo de futbol
de la localidad, quien fue asesinado justo la noche antes de participar en un
decisivo partido de la Copa de Europa contra el Bayern de Múnich.
La historia del
protagonista, encarnado a la perfección por la mejor versión interpretativa del
recientemente desaparecido Jean-Paul Belmondo, arranca desde la humillación
infantil que sufre cuando, en una papelería, el encargado deja de atenderle
para atender a la hija del acaudalado propietario de la industria textil de la
ciudad y factótum político de la misma. De forma sucesiva, el protagonista se
va acercando, sin aparente ánimo de revancha, aunque sí con afán inquisitivo, a
algunos conciudadanos que se significaron en la manifestación contra su persona
que rodeó su llegada al juicio del que saldría condenado en firme. Cuando
regresa han pasado siete largos años y, de algún modo, el episodio ha pasado ya
al olvido de una población en la que se le recibe con recelo, pero sin rencor.
Poco a poco, a través de las entrevistas que
va teniendo con diferentes personajes se va evocando la historia de un galán
que se introduce, tras seducir a la niña por quien se sintió humillado de niño
en la papelería, en el seno de la familia más poderosa de la localidad, en la
que tiene todos los papeles para prosperar, dado su inequívoco «don de gentes»
y la osadía infinita de su juventud tan simpática como arrogante. El idilio con
la hija nos permite asistir a la contemplación de una actriz fetiche de la nouvelle
vague —tan enemiga, entonces, del cine que rodaba Verneuil, por cierto—, la
bellísima Marie-France Pisier, en un papel que borda, lleno de sensualidad y
dominio escénico, y no era fácil, pero su interpretación tiene un poder tan
grande que incluso eclipsa, en algunos momentos, el del propio protagonista y
productor de la cinta. Se trata, por cierto, de una actriz que tuvo un trágico
final relacionado, en parte, con una turbia historia de incesto familiar en el
seno de la familia de su hermana Evelyne Pisier, casada con el reconocido político
e intelectual Olivier Duhamel.
La decisión del padre del protagonista de
presentarse para la alcaldía de la ciudad va a dar lugar a un boicot en el que,
aprovechando la relación del hijo con la poderosa familia, se desacredita al
defensor del pueblo frente a los «poderosos». La caída en desgracia del hijo,
pues, y su relación con un mafiosillo del lugar para dirigir un club entre el
alterne, los espectáculos eróticos y el encubierto trágico de droga que
descubre el protagonista casualmente, van a conducir al momento culminante del
asesinato de la camarera prestada a ese tráfico y de la estrella futbolística,
Cojac, que, en ese particular momento, disfrutaba de la compañía de la camarera
en un reservado.
Los paseos del protagonista por la ciudad contrastan
con el denso nudo de relaciones que llevaron a los fatales acontecimientos. De
hecho, cuando entra en los terrenos en obras donde estuvo en su momento levantado
el palacio de la depravación, al decir de las fuerzas vivas del lugar, el
recuerdo eleva sobre los fundamentos vacíos de la obra el antiguo local como si
ascendiera desde el subsuelo del teatro al escenario, en un hermoso ejemplo de
ejercicio narrativo que nos permitirá, y también al protagonista, conocer los
cambios que se han producido en Francia entre su condena y su regreso, desde
1962 hasta 1969. Es llamativo cómo, para extorsionar a quien él considera
responsable de su condena, el anterior alcalde al servicio del dueño de la
fábrica textil, se presenta en el apartamento donde un antiguo camarada militar
se dedica, travestido, al sadomasoquismo y él le roba unas fotos en principio
comprometedoras. La reacción del ahora exalcalde: lo sabe todo el mundo, hasta
mi mujer, y lo aprueba, descolocan al protagonista, y, por toda explicación,
solo recibe la de que todo ha cambiado tras el mayo del 68, en un ejercicio de
reflexión histórica perfectamente encajado en la narración.
En la medida en que la película es la minuciosa preparación y
ejecución de una venganza, como sucedía en Furia, bien poco me es dado
revelar, pero sí puedo anticipar que hay un reencuentro con la hija del
poderoso, ya ella separada del matrimonio de conveniencia al que se prestó, y
que ello le permitirá jugar la baza del chantaje al padre para saber
exactamente quién fue el responsable de su condena. A todo esto, obviamente, el
protagonista está expuesto a los intentos de acabar con él por parte de su
socio en el club, quien está convencido de que es él el objetivo del falsamente
condenado. A ese respecto, los flashbacks recogen, también, las
declaraciones en el juicio que permitieron llegar a la sentencia condenatoria,
por supuesto.
Hacía tiempo que no veía un guion tan
sabiamente construido y cuyo interés mantiene viva la atención del espectador a
lo largo del extenso pero necesario metraje de la película. La puesta en
escena, que mezcla los ambientes de lo vulgar y lo exquisito a partes iguales, tiene
una exquisita fotografía, con unos exteriores que confieren a la obra esa atmósfera
chabroliana a la que hice referencia. Ni que decir hay que los planos se
encargan de realzar la fotogenia de Belmondo y Pisier en una suerte de festival
de encuadres elegantes que se recrean en ellos con amorosa delectación. Y todo
ello, sin evitar una acción que, no por escasa, deja de ser tan contundente
como los espectadores esperan de un «duro» clásico del cine.
La película ser inicia con la llegada a la
estación y acaba con la partida hacia París, pero entremedias se nos ha contado
una historia excelente en la que el sentido del humor y el cinismo del protagonista
han sido magníficos compañeros de viaje.
No hay comentarios:
Publicar un comentario