Cuando un
nombre, Garbo, basta para llenar una trama y las salas…
Título original: As You
Desire Me
Año: 1932
Duración: 70 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George Fitzmaurice
Guion: Gene Markey. Obra: Luigi
Pirandello
Música: Herbert Stothart, William Axt
Fotografía: William H. Daniels (B&W)
Reparto: Greta Garbo, Melvyn Douglas, Erich von Stroheim, Owen Moore,
Hedda Hopper, Rafaela Ottiano, Warburton Gamble, Albert Conti, William
Ricciardi, Roland Varno.
Lo más sorprendente de esta película
de «la Garbo» es haber tomado como pretexto una obra de Pirandello, Como tú me
deseas, como vehículo para su
lucimiento, porque la desfiguran de tal modo, la obra de teatro, que casi me
atrevo a decir que el escritor, a cuatro años de su muerte, ni siquiera quiso
ver esta adaptación cinematográfica. Si lo hubiera hecho, pleito hubiera
habido, desde luego… Con todo, esa traición a la letra de la obra no tiene la
más mínima importancia, porque, desde que entra Greta Garbo en el primer plano
en que aparece en la película, los ojos de los espectadores ya no van a
apartarse de su figura ni un instante, y solo los cinéfilos, me atrevería a
decir, los desviarán de vez en cuando para rendir homenaje a esa institución
del Séptimo Arte que fue Erich von Stroheim, con su inseparable monóculo, su
gesticulación de cine mudo y la irónica distancia con que representaba
cualquier personaje: ¡un espectáculo! En este caso, y dada la proximidad en el
tiempo, he multiplicado mi atención crítica para examinar el desempeño de un
actor, Melvyn Douglas, en sus verdes comienzos, y a siete años de reencontrarse
con la Garbo en una de las mejores comedias de todos los tiempos: Ninotchka,
de Ernst Lubitsch, de la que casi veinte años después hizo Rouben Mamoulian una
versión musical, La bella de Moscú, ¡nada menos que con Cyd Charisse y
Fred Astaire. Hace pocos días que tuve ocasiónn de verlo, a Douglas, en Nunca canté para mi padre, de Gilbert Cates, en un papel de anciano auténticamente espectacular.
Si la palabra glamour
admite ser usada con fundamento, qué duda cabe que ello ha de ser con motivo de
la actuación de Greta Garbo; del mismo modo que «rendido admirador», porque
película en la que ella intervenga está claro que el resto del cartel tiene un
mero carácter instrumental. Es importantísima la labor del director de
fotografía, porque no hay plano de ella, ¡su fotogenia es total, no admite
lados buenos o menos buenos…!, que no sea una gozada para la vista. Ahí es
donde William H. Daniels tiene una labor preeminente, porque era el director de
fotografía «personal» de la Garbo, y ganó un Oscar en su especialidad por La
ciudad desnuda, de Jules Dassin. Su primera película sonora se anunció con «¡Garbo
habla!» y puedo dar fe, eones después…, de que la voz ronca y rasgada de Greta
Garbo se debió de convertir en una suerte de atractivo erótico de primera
magnitud. No solo es ya cómo mira, a su enamorado correspondiente, sino cómo
esa voz de celofán llega a sus oídos, y a los de los espectadores, como la más
intensa muestra de intimidad sensual imaginable. Hay algo de equívocamente masculino
en su voz, como si el excesivo contacto con los hombres de la protagonista la
hubiera contagiado, acostumbrada a bregar con los galanes que intentan
seducirla fuera del escenario desde donde los vuelve loquitos…
En esa atmósfera
de gran diva del Burlesque asediada por los admiradores, se presenta un
embajador de su antiguo marido, de quien la guerra la separó durante diez años
y a quien su antigua familia daba por muerta, menos él, que reconstruyó la casa
destruida por la guerra arruinándose, para que cuando ella volviera la encontrara
tal y como la dejó al estallar la guerra, ser raptada por las tropas austríacas
y perderse en la vorágine infamante de los acontecimientos posteriores. Su actual
pareja no está dispuesto a renunciar a ella, pero, estando ella a disgusto con él,
María, ese es su viejo nombre (Lucía en el original de Pirandello), decide
lanzarse a la aventura de un reencuentro que, ante sus ojos, se reviste con los
ropajes de lo disparatado e incierto. Con todo, entra en el juego y se presenta
en el palacete de su marido, decidida a no dar pábulo ni por un momento a la
superchería de su «renacimiento». Y bien claramente que se empeña en declararlo,
a pesar de que sus tíos y su marido la reconocen, y su marido dice que es idéntica
al retrato inmensa de ella que cuelga en una pared del salón.
Estamos, pues,
ante un caso de posible suplantación de personalidad, una trama muy del gusto
de los dramas sentimentales que se estilan en aquellos años. La tensión entre
la seguridad del marido y la inseguridad de ella respecto de sí misma
constituye una vuelta de tuerca de los planteamientos habituales, y ahí es
donde las dotes seductoras del joven marido se plasman en planos muy subidos de
romanticismo que contribuyen a forjar el mito de la Garbo devoradora de hombres,
aunque no necesariamente, como en este caso, desempeñe papeles de vampiresa.
Camino del
desenlace, se presenta Salter, el escritor con quien vivía en Berlín y que no
está dispuesto a perderla. Para ello, organiza una representación con una
enferma a la que presenta, con el aval de un médico vienés que lo acompaña,
como la verdadera esposa del joven marido, aunque la enferme solo atina a
recordar el nombre de la tía…
Aunque de forma
confusa —o bien porque yo me hice un lío, lo reconozco…— la protagonista acaba
revelando que su marido quiere que ella sea la «resurrecta» porque, de otro
modo, las tierras y la casa pasarían a manos de la hermana de ella, un extremo
que el rechaza vehementemente, porque él no reconoce a la enferma que les han
presentado, sino a ella, y ella entonces, sin decidir si es o no es la antigua
mujer, accede a que su marido la reinvente como él quiera, como desee, porque,
dado el hastío que le producía su anterior vida,, mil veces prefiere que el
marido moldee a su gusto la María que ella ha de ser en el futuro… Y colorín
colorado este cuento se ha acabado, aunque, como dije al principio, se traiciona
así, totalmente, la obra de Pirandello, pero Hollywood tiene sus propias reglas
y, por supuesto, sus propios finales.
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