lunes, 17 de octubre de 2022

«Manos peligrosas», de Samuel Fuller, el cine negro en esencia.

 

Entre carteristas, confidentes  y comunistas, un thriller impecable y contundente del maestro Fuller, Samuel Fuller.

 

Título original: Pickup on South Street

Año: 1953

Duración: 80 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Samuel Fuller

Guion: Samuel Fuller. Historia: Dwight Taylor

Música: Leigh Harline

Fotografía: Joseph MacDonald (B&W)

Reparto: Richard Widmark, Jean Peters, Thelma Ritter, Richard Kiley, Murvyn Vye, Milburn Stone, Willis Bouchey, Harry Tenbrook, Parley Baer, Virginia Carroll, Wilson Wood.

         El otro día, por primera vez en mi vida, me robaron en el autobús, el móvil. Dejo para otro blog la explicación de la cara de gilipollas y el cabreo que me pesqué, porque en estos tiempos un móvil es, per se, un ordenador y se almacena en él mucha información «sensible». Lo `rimero que se me vino a la memoria fueron tres películas: los comienzos de Nueve reinas, de Fabián Bielinsky, Manos peligrosas, de Samuel Fuller y Pickpocket, de Robert Bresson. La que quise ver enseguida fue Manos peligrosas, porque, a su manera, es la más parecida a lo que a mí me pasó, aunque en mi atraco trabajaron al menos dos personas sumamente coordenadas y realizaron un trabajo limpio y eficaz, no tan angustioso como el del ladrón cuasi místico de Bresson, que se lleva todas las simpatías del respetable.

         Samuel Fuller mezcla muy hábilmente a un carterista que trabaja en el metro con una red de espías soviéticos y una correo que no levanta sospechas para pasar unos negativos con secretos de carácter militar, ¡nada meno que en 1953!, en plena época de la década de histeria anticomunista en Usamérica. De ese equívoco, el raterillo, un inconmensurable Richard Widmark, dando voz, pose, gesto y estampa a una presencia definidora del género, se va enterando poco a poco, y convenciéndose, además, de que ha encontrado su gran tesoro, el que, poco menos, lo sacará de pobre. Pobre casi de solemnidad lo es el ratero, que vive en una barraca en el puerto, y guarda su botín en una trampilla de la caja en la que tiene permanentemente cervezas en remojo para enfriarlas. Quienes seguían a la correo con los negativos eran agentes del Gobierno, no policías, de ahí que se genere una disonancia entre los métodos de unos y otros, porque el raterillo resulta ser el enemigo público número 1 del comisario de policía, quien quiere detenerlo con las manos en la masa una vez más para mandarlo a la sombra una larga temporada.

La película arranca con el primer golpe que da nada más salir de una condena leve, y se asombra de que un «golpe» tan discreto, el bolso de la joven, levante semejante alboroto. Una chivata «oficial», magistralmente representada por Thelma Ritter, a quien acabo de volver a ver en The Misfits, de John Huston,  ad maioren marilyn gloriam, ayuda a la policía, si bien indirectamente, a descubrir al sospechoso. Se trata de una anciana que simplemente recauda dinero para tener un entierro digno y no ser arrojada, tras morir, a la fosa común, y a la que incluso los mismos denunciados disculpan o perdonan, como es el caso del carterista encarnado por Widmark. La célula comunista se afana por recuperar los negativos para evitar, además, ser descubierta y desarticulada. Como el antiguo novio de la correo es el responsable, él, sin embargo, deriva en la mujer la gestión ante el raterillo para evitar exponerse a ser detenido. Ella acaba dando con la confidente y, tras pagar el peaje consiguiente, con el raterillo. ¿Qué sucede, entonces? Pues lo que ha de suceder si ella es Jean Peters, de aire desgarrado y arrufianado, y él el figurín Richard Widmark: que echan chispas así se rozan, si bien desde el desprecio, el machismo, la dureza y el sarcasmo con que la trata quien se las da de señor del hampa y no pasa del pobre raterillo del tres al cuarto, con pocas luces, pero con estupendo instinto de supervivencia; o sea, justo todo lo contrario del publicitado «hombre blandengue» a gusto y antojo de sus consumidoras parafeministas. ¡Qué escenas tan soberbias entre ambos!

La película tiene unos enfoques y una iluminación tan propias de un maestro de la luz que no es de extrañar que el director de fotografía sea el más que talentoso Joseph MacDonald, a quien se le haría justicia si se hablara de él en idénticos términos que del director, dada la amplia cuota de responsabilidad que tiene en la forma definitiva de una película. Con dar dos muestras de su reputación: La casa de bambú, también de Samuel Fuller, y Pasión de los fuertes, de John Ford, bastaría para justificar los elogios ut supra.

Resulta sorprendente la facilidad con que Fuller, un director que no rehúye la violencia ni el erotismo, conduce milimétricamente una intriga en la que las persecuciones de distinta índole acaban confluyendo en un personaje al que solo la relación con esa mujer tan valiente como enamorada va a salvar de cometer la tontería de arriesgar su libertad por un botín por el que los poseedores están dispuestos a todo para recuperarlo, porque les va su propia vida en ello. A través de espacios muy neutros, como el apartamento del comunista, la comisaría de policía o la astrosa cabaña del raterillo, amén de la humilde morada de la confidente, Fuller levanta una película de pasiones desatadas en la que el patriotismo elemental y casi instintivo de quienes han sido abandonados por esa misma patria a la que defienden acaba jugando un papel determinante para el devenir de la trama.

De Fuller se suele decir que es un director «con nervio» y se ha de reconocer que las persecuciones ciudadanas, la lucha a puñetazos en los raíles del metro, el mismo acto del robo de la cartera que abre la película y, por supuesto, las conversaciones llenas de excelentes réplicas de los protagonistas, van construyendo una película que se sigue con enorme placer, sobre todo porque el director conecta magníficamente con los espacios propios de la puesta en escena del género del thriller y todos los enfoques, como la toma en picado desde una buena altura de la cabaña de Widmark, nos sorprenden y nos deleitan. Una revisión que me ha deparado tanto placer como cuando la vi en al menos dos ocasiones anteriores, por eso he querido traerla a este Ojo, rescatándola de mi pasado de espectador.

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