Entre
carteristas, confidentes y comunistas,
un thriller impecable y contundente del maestro Fuller, Samuel Fuller.
Título original: Pickup on South Street
Año: 1953
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Samuel Fuller
Guion: Samuel Fuller. Historia: Dwight
Taylor
Música: Leigh Harline
Fotografía: Joseph MacDonald
(B&W)
Reparto: Richard Widmark, Jean Peters, Thelma Ritter, Richard Kiley,
Murvyn Vye, Milburn Stone, Willis Bouchey, Harry Tenbrook, Parley Baer,
Virginia Carroll, Wilson Wood.
El otro día, por primera vez en
mi vida, me robaron en el autobús, el móvil. Dejo para otro blog la explicación
de la cara de gilipollas y el cabreo que me pesqué, porque en estos tiempos un
móvil es, per se, un ordenador y se almacena en él mucha información «sensible».
Lo `rimero que se me vino a la memoria fueron tres películas: los comienzos de Nueve
reinas, de Fabián Bielinsky, Manos peligrosas, de Samuel Fuller y Pickpocket,
de Robert Bresson. La que quise ver enseguida fue Manos peligrosas,
porque, a su manera, es la más parecida a lo que a mí me pasó, aunque en mi
atraco trabajaron al menos dos personas sumamente coordenadas y realizaron un
trabajo limpio y eficaz, no tan angustioso como el del ladrón cuasi místico de
Bresson, que se lleva todas las simpatías del respetable.
Samuel Fuller mezcla
muy hábilmente a un carterista que trabaja en el metro con una red de espías
soviéticos y una correo que no levanta sospechas para pasar unos negativos con
secretos de carácter militar, ¡nada meno que en 1953!, en plena época de la década
de histeria anticomunista en Usamérica. De ese equívoco, el raterillo, un
inconmensurable Richard Widmark, dando voz, pose, gesto y estampa a una
presencia definidora del género, se va enterando poco a poco, y convenciéndose,
además, de que ha encontrado su gran tesoro, el que, poco menos, lo sacará de
pobre. Pobre casi de solemnidad lo es el ratero, que vive en una barraca en el
puerto, y guarda su botín en una trampilla de la caja en la que tiene permanentemente
cervezas en remojo para enfriarlas. Quienes seguían a la correo con los
negativos eran agentes del Gobierno, no policías, de ahí que se genere una
disonancia entre los métodos de unos y otros, porque el raterillo resulta ser
el enemigo público número 1 del comisario de policía, quien quiere detenerlo
con las manos en la masa una vez más para mandarlo a la sombra una larga
temporada.
La película arranca con el primer golpe
que da nada más salir de una condena leve, y se asombra de que un «golpe» tan
discreto, el bolso de la joven, levante semejante alboroto. Una chivata «oficial»,
magistralmente representada por Thelma Ritter, a quien acabo de volver a ver en
The Misfits, de John Huston, ad
maioren marilyn gloriam, ayuda a la policía, si bien indirectamente, a
descubrir al sospechoso. Se trata de una anciana que simplemente recauda dinero
para tener un entierro digno y no ser arrojada, tras morir, a la fosa común, y
a la que incluso los mismos denunciados disculpan o perdonan, como es el caso
del carterista encarnado por Widmark. La célula comunista se afana por recuperar
los negativos para evitar, además, ser descubierta y desarticulada. Como el
antiguo novio de la correo es el responsable, él, sin embargo, deriva en la
mujer la gestión ante el raterillo para evitar exponerse a ser detenido. Ella
acaba dando con la confidente y, tras pagar el peaje consiguiente, con el
raterillo. ¿Qué sucede, entonces? Pues lo que ha de suceder si ella es Jean
Peters, de aire desgarrado y arrufianado, y él el figurín Richard Widmark: que
echan chispas así se rozan, si bien desde el desprecio, el machismo, la dureza
y el sarcasmo con que la trata quien se las da de señor del hampa y no pasa del
pobre raterillo del tres al cuarto, con pocas luces, pero con estupendo
instinto de supervivencia; o sea, justo todo lo contrario del publicitado «hombre
blandengue» a gusto y antojo de sus consumidoras parafeministas. ¡Qué escenas
tan soberbias entre ambos!
La película tiene unos enfoques y una
iluminación tan propias de un maestro de la luz que no es de extrañar que el director
de fotografía sea el más que talentoso Joseph MacDonald, a quien se le haría justicia
si se hablara de él en idénticos términos que del director, dada la amplia
cuota de responsabilidad que tiene en la forma definitiva de una película. Con
dar dos muestras de su reputación: La casa de bambú, también de Samuel
Fuller, y Pasión de los fuertes, de John Ford, bastaría para justificar
los elogios ut supra.
Resulta sorprendente la facilidad con que
Fuller, un director que no rehúye la violencia ni el erotismo, conduce
milimétricamente una intriga en la que las persecuciones de distinta índole
acaban confluyendo en un personaje al que solo la relación con esa mujer tan
valiente como enamorada va a salvar de cometer la tontería de arriesgar su
libertad por un botín por el que los poseedores están dispuestos a todo para
recuperarlo, porque les va su propia vida en ello. A través de espacios muy
neutros, como el apartamento del comunista, la comisaría de policía o la
astrosa cabaña del raterillo, amén de la humilde morada de la confidente,
Fuller levanta una película de pasiones desatadas en la que el patriotismo elemental
y casi instintivo de quienes han sido abandonados por esa misma patria a la que
defienden acaba jugando un papel determinante para el devenir de la trama.
De Fuller se suele decir que es un
director «con nervio» y se ha de reconocer que las persecuciones ciudadanas, la
lucha a puñetazos en los raíles del metro, el mismo acto del robo de la cartera
que abre la película y, por supuesto, las conversaciones llenas de excelentes
réplicas de los protagonistas, van construyendo una película que se sigue con
enorme placer, sobre todo porque el director conecta magníficamente con los
espacios propios de la puesta en escena del género del thriller y todos los
enfoques, como la toma en picado desde una buena altura de la cabaña de
Widmark, nos sorprenden y nos deleitan. Una revisión que me ha deparado tanto
placer como cuando la vi en al menos dos ocasiones anteriores, por eso he
querido traerla a este Ojo, rescatándola de mi pasado de espectador.
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