domingo, 27 de noviembre de 2022

«El prodigio», de Sebastián Lelio, entre la fe y la ciencia.

Un retrato de época sobre la fe, la superchería y la razón en la Irlanda de la posthambruna de 1842.

 

 

Título original: The Wonder

Año: 2022

Duración: 108 min.

País:  Irlanda

Dirección: Sebastián Lelio

Guion: Alice Birch, Sebastián Lelio. Novela: Emma Donoghue

Música: Mathew Herbert

Fotografía: Ari Wegner

Reparto: Florence Pugh, Tom Burke, Kíla Lord Cassidy, Niamh Algar, Ciarán Hinds, Toby Jones, Elaine Cassidy, Brian F. O'Byrne, David Wilmot, Dermot Crowley, Josie Walker, Mary Murray, Abigail Coburn, Caolan Byrne, Niamh Finlay, John Burke.

 

         Enmarcada en dos secuencias que arrancan y acaban en el set  donde se recrean los decorados de la Irlanda de 1862, cuando aún es muy reciente la memoria de la gran hambruna que transformó la geografía humana de la isla, El prodigio se inicia, intuyo que eso quiere indicar el director, como una continuación de la propia magia del cine, pues la historia se acerca de tal manera a lo inverosímil que bien puede entenderse «el caso» como un gran trucaje cinematográfico que se va a ofrecer al espectador para que este sea capaz de descubrir la trastienda del engaño, si lo hay.

La enfermera que llega a un diminuto pueblo irlandés, contratada por un tribunal de hombres justos de la localidad, ha de resolver el gran misterio que representa una niña que lleva más de cuatro meses sin ingerir bocado y, contra lo científicamente aceptado, sin morir por inedia. El comité está integrado por las fuerzas vivas del lugar, entre las cuales está también el cura de la aldea, quien quiere asegurarse a toda costa de que no se trata de un engaño el intento de hacer aparecer como  milagroso un hecho para el que no se halla explicación. Se delega, por lo tanto, en una «autoridad» externa, inglesa, para más señas, y en una monja católica, quienes se turnaran día y noche para certificar que la niña no recibe nunca alimento de ninguna clase. Queda claro en el contrato que el papel de la enfermera es estrictamente de observadora, y que no puede, de ninguna de las maneras, tratar de alterar el comportamiento de la niña, cuya devoción exagerada forma parte de su aceptación de los designios del Señor.

En cierta forma, esta historia forma parte de una serie de fenómenos religiosos o pararreligiosos cuyas fronteras entre lo natural y la superchería siempre han estado en cuestión. Me acuerdo ahora del caso de Teresa Neuman, quien no solo recibió los estigmas de Cristo, en 1926, sino quien alegó haber vivido 40 años sin comer ni beber otra cosa que la hostia consagrada. Como en el caso de la «santa» alemana, también la protagonista de esta historia recibe innumerables visitas que, además, ofrecen su donativo por haber tenido el privilegio de conocerla, dado que la niña es un prodigio de fe ferviente, pues dedica prácticamente todo el día a la oración.

La película, rodada en Irlanda, muestra un paisaje bellísimo atravesado por unos personajes en quienes aun está presente el drama de la gran hambruna que diezmó la población. Tiene algo de mágico y de soberbio que la santidad de la niña se derive del hecho de sobrevivir al hambre, como si fuera una señal de Dios para señalar al pueblo escogido por él. La pobreza y la ausencia de comodidades que domina la vida cotidiana nos indican la herencia de aquella hambruna y lo que significó en términos de prosperidad social.

La relación de la enfermera con un joven periodista que perdió a su familia en la hambruna y que la apoya en su lucha para desenmascarar la superchería de los «poderes» religiosos de la criatura ayuda a sobrellevar el ritmo pausado de vigilancia que necesariamente ha de dominar la película, porque el tejido narrativo tiene más de proceso psicológico de seducción mutuo entre la vigilante y la vigilada que de otra cosa, y de ahí la lentitud que nos permite potenciar el significado de cada mirada, de cada gesto, de cada palabra. La película parece una perfecta ilustración del aforismo de Nietzsche: «Si miras durante largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti», porque no de otra manera puede entenderse el proceso de identificación entre la enfermera y la niña, víctima, a juicio de la vigilante, del fanatismo religioso de la familia y, muy especialmente, de la madre, quien ve en la enfermera una enemiga que pretende «quitarles» a su hija.

El prodigio es una película de interiores y, en consecuencia, propensa a las composiciones de muy marcados claroscuros, lo que, unido a la necesidad de mostrar una realidad histórica muy concreta, se resuelve en unos planos cuya composición acusa una muy marcada inspiración pictórica. La austeridad de la puesta en escena se compensa, pues, con el generoso derroche del juego con la luz que ilumina o entenebrece dichos planos. Lo mismo sucede con los exteriores, cuyos planos generales nos muestran una naturaleza vasta, desarbolada y un punto yerma, como si la hambruna también hubiera pasado por ella, y las figuras de la enfermera y la niña en esos paseos que pretenden restablecer su salud, paliar los efectos de la debilidad alarmante que muestra la chiquilla y que no parecen ayudarla a evitar lo irremediable, desde que la monja y la enfermera comprueban que no prueba alimento ninguno.

¿Dónde está el secreto, de haberlo? ¿Dónde el truco del prolongado ayuno más allá de las leyes de la naturaleza?

Pues todo ello, queridos espectadores, ha de permanecer velado en esta crítica, porque solo cada cual puede valorar el desenlace que nos propone la historia y juzgar al respeto con el mucho, poco o ningún conocimiento que cada cual tenga sobre estos asuntos que se desarrollan entre la tierra y tejas arriba. La película recuerda en parte otras precedentes en las que la vivencia de la fe religiosa adquiere un protagonismo que rodea con un aura mágica, acaso suprarreal, lo que ocurre, como sucede con Ordet, de Dreyer, a la que esta se aproxima, si bien queda muy lejos de la intensidad mística de la del director danés. La interpretación de la pareja protagonista, eso sí, es modélica, y ambas Florence Pugh y Kíla Lord Cassidy nos ofrecen un diálogo intenso, creíble y poético, tan lleno de silencios locuaces como de profunda emotividad, suscitada por el respeto al adversario, por quien se puede llegar a sentir un intenso afecto: no siempre la ciencia y la fe han de andar a la guerra.

«Niagara Falls», de Gordon Douglas y «So's Your Aunt Emma!», de Jean Yarbrough, o lo que nadie ni sospecha que existe…

 

Título original: Niagara Falls

Año: 1941

Duración: 86 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Gordon Douglas

Guion: Paul Girard Smith, Hal Yates, Eugene Conrad

Fotografía: Robert Pittack (B&W)

Reparto: Marjorie Woodworth, Tom Brown, ZaSu Pitts, Slim Summerville, Chester Clute, Edgar Dearing, Edward Gargan, Gladys Blake, Leon Belasco, Rand Brooks, Margaret Roach, Jack Rice.

 








Título original: So’s your Aunt Emma!

Año: 1942

Duración: 62min

País: Estaos UNidos

Direccion: Jean Yarbrough     

Guion: George Bricker y Edmond Kelso (Historia: Harry Hervey: Aunt Emma Paints the Town)

Fotografía: Mack Stengler

Música: Edward J. Kay

Reparto: Zasu Pitts, Roger Pryor, Warren Hymer, Douglas Fowley, Gwen Kenyon, Elizabeth Russell, Tristram Coffin, Malcolm 'Bud' McTaggart, Mickey O'Banion,  Stanley Blystone, Dick Elliott, Eleanor Counts, Jack Mulhall.       

 

         Dos estupendas comedias de una actriz, ZaSu Pitts, que fue la gran actriz trágica de Avaricia, de Von Stroheim.

 

De mis excursiones por YouTube pensaba dedicarle un monográfico a tres películas de Jean Yarbrough —excelente muestra del cine artesanal y comercial, pero con algunos títulos de serie B magníficos, como el presente, y como La mujer lobo en Londres, por ejemplo—, pero al coincidir en dos excursiones distintas con la eximia actriz ZaSu Pitts, quizá injustamente olvidada por el gran público, y aun por el selecto, he cambiado de opinión y me parece de justicia que sea ella quien merezca toda nuestra atención crítica.                Cada espectador tiene su canon particular, ¡faltaba más!, pero siempre hay alguna película con la que mantiene una vivencia emocional particular, sea o no un clásico, y ello debido a las circunstancias personales que acompañaron dicha visión. Eso me ocurre a mí con Avaricia, de Erich von Stroheim, y con algunas más, como Napoleón, de Abel Gance, por ejemplo, cine mudo y de cuatro horas de duración… ¡Lo inimaginable en nuestros días! 

ZaSu Pitts deslumbró a von Stroheim en Avaricia, y todo hacía presagiar que ese papel marcaría su carrera de actriz trágica. Ella, con muy buen criterio, giró 180º y quiso interpretar comedias, lo que hizo con tino tan extraordinario que incluso «acuñó» un papel, el de «solterona» pícara, cuyo cetro nadie podía discutirle. La actriz que prestaba voz a Olive Oyl, la novia de Popeye, dijo haberse inspirado en ella para sus muy características inflexiones de voz.

         Acompañando a Slim Summerville, un secundario de lujo que se inició en el cine en la época muda con Chaplin y Mark Sennet, y que rodó con Ford, ZaSu Pitts compone en Niagara Falls el papel de una esposa paciente que va a disfrutar de una tardía luna de miel con su marido en un hotel aledaño a las cataratas y dedicado exclusivamente a parejas amarteladas. 

           Allí llegan los maduritos esposos tras haberse cruzado por el camino con un par de jóvenes que han tenido sus más y sus menos a raíz de un accidente posterior y a quienes el metomentodo marido confunde con una pareja que se pelea. Al llegar al hotel, insiste en que le cambien la suite royal que habían reservado para cedérsela al supuesto matrimonio en aras de su reconciliación. 

        Una comedia de enredo que tiene un comienzo propio de los Hermanos Marx, porque tras enfocar el primer plano un hito con la leyenda Suicide Point, se ve a un hombre en pijama con batín que calcula con una piedra la profundidad del vacío al que va a arrojarse. En el momento culminante, aparece un vendedor de sándwiches que lo frena en seco, le ofrece uno y le dice que, mientras se lo come, le cuente por qué quiere suicidarse. 

        El flashback inicia la narración de esa serie de malentendidos, que van estropeando progresivamente la luna de miel de la esposa, sin conseguir enterarse, el buen hombre, de lo que en inglés significa mind your own business!, y que, salvando las ingenuidades propias del clima moral de los años 40 del pasado siglo, consiguen un dinámico in crescendo bastante divertido. A ello contribuye, por supuesto, no solo las intervenciones casi paródicas del viejo matrimonio, sino la verosimilitud con que los jóvenes se enfrentan a una situación tan insólita. La película es tan concisa, que en ningún momento se pierde en narraciones paralelas que se alejen del núcleo del enredo, lo que la hace ágil y festiva.

         En So’s your aunt Emma!, ZaSu Pitts encarna a una vieja solterona que vive con sus dos hermanas, tan solteronas como ella. La nostalgia del gran amor de su vida con quien, sin embargo,  nunca llego a intimar, un fiero boxeador, la lleva a querer ir a la ciudad a ver el debut de su hijo, que ha seguido los pasos pugilísticos del padre, si bien no sabe que su apoderado está en tratos con la mafia que domina los combates para amañarlos y conseguir sus buenos beneficios. 

        Al llegar a la sala de los combates no halla localidades, pero le explica su historia al encargado de la entrada a los vestuarios de los púgiles y en ese momento coincide con el periodista que va a llevar el peso de la investigación sobre esos mafiosos, un absolutamente encantador Roger Pryor, y que vaa servir de introductor de la tia Emma al joven púgil. La presencia, en un papel secundario, de un habitual de las películas de Ford, Warren Hymer, en uno de esos papeles de gánster ceporro de buen corazón que bordaba a la perfección, sube bastantes enteros la calidad de la película. 

        La trama sobre quien controla el negocio de las apuestas va a ir complicándose de tal manera que la tía Emma, paraguas incluido, —y lo señalo porque tiene una función muy graciosa en la narración— va a ir involucrándose en la misma, hasta el punto de llegar a hacerse pasar, una vez que el hijo de su antiguo amor ha sido secuestrado, por la dama sin escrúpulos que no va a dejar que nadie le pise ese «nicho» de negocio, lo que da pie a una suplantación de identidad muy graciosa y en la que Pitts se luce, porque toda la película gira en torno al choque entre la supuesta candidez pueblerina de la tía y el despiadado mundo mafioso de las apuestas, las vampiresas, los cabarets y el gatillo fácil. 

        El director, Jean Yarbrough, consigue, a pesar de la comedia de fondo que estructura la historia, un retrato convincente y muy de cine negro de ese mundo subterráneo de las apuestas. No solo las secuencias del combate, sino la de los vestuarios o la de los espacios neutros de la sala, tienen todo el aroma de las producciones de cine negro de la serie A. A mí me ha parecido una excelente película que, como la anterior, todo el mundo tiene a su disposición en YouTube, con la opción de poner los subtítulos automáticos en inglés, lo que siempre depara alguna confusión muy graciosa.

         Está claro que si hubiera de recomendar una película de Pitts no dudaría en invitarles a la experiencia de ver Avaricia, por supuesto, creo que una de las películas que jamás ha abandonado el top ten de las mejores películas de la historia, pero este par que les he traído conforman un programa doble muy divertido, lo que, con los tiempos que corren, es una poderosa virtud…

 

miércoles, 23 de noviembre de 2022

«Zalava», de Arsalan Amiri, una ópera prima diabólicamente hermosa.

En el Irán del Sah, una historia de diablos sueltos y redomados frente a la ciencia que avanza, lentamente… 

Título original: Zalava

Año: 2021

Duración: 93 min.

País: Irán

Dirección: Arsalan Amiri

Guion: Arsalan Amiri, Tahmineh Bahramalian, Ida Panahandeh

Música: Ramin Kousha

Fotografía: Mohammad Rasouli

Reparto: Navid Pourfaraj, Pouria Rahimi, Baset Rezaei, Hoda Zeinolabedin.

 

         En un pueblo pegado a la ladera de un monte se suceden hechos extraños que los habitantes del mismo achacan a la presencia de demonios que requieren la presencia de un exorcista para poderse librar del maleficio. Junto a él, un destacamento del ejército, con dos altas torres de vigilancia, domina la comarca y asegura la paz y la tranquilidad en la ona. El sargento al mando ha sido trasladado a otro destino, pero, justo cuando está a punto de marcharse, tras haber entregado su arma reglamentaria, llegan noticias del pueblo que hablan de que este se ha soliviantado por la presencia de los demonios y quieren resolverlo, como siempre, disparando con sus armas legales contra quienes consideren que los demonios se han apropiado de ellos. El sargento decide quedarse y enfrentarse a las supersticiones de los pueblerinos, quienes celebran la visita del exorcista Amardan que va a liberarlos del demonio, metiéndolo en una redoma, como en la que estaba, antes de ser liberado, el Diablo Cojuelo de Luis Vélez de Guevara en nuestro siglo XVII. Y así sucede, cuando aparece ante el pueblo diciendo que lo ha encerrado en el frasco que exhibe y que los pueblerinos miran y aceptan con total prevención y temor. El militar lo detiene y encarcela, para imponerse a la superstición de los habitantes de la villa. El soldado que o acompaña, sin embargo, da un cambiazo y deja el frasco con el demonio en el bolso de la doctora y se lleva uno vacío al puesto de vigilancia. Amardan entra en crisis y obliga al soldado a liberarlo para proteger al pueblo, porque lo más seguro es que el demonio se haya escapado, lejos de él.

         El terror, el pánico, que se apodera de los ingenuos villanos es de una naturaleza que se ha de hacer un ejercicio de velo diacronía para retroceder no ya a unos cuantos años atrás, sino a la idiosincrasia de un pueblo encerrado en tradiciones como la de los exorcismos de quienes los defienden contra las asechanzas del diablo, dispuesto a acabar con personas y animales. De un lado, el sargento y la doctora que atienda a la población representan una isla de racionalidad en un mundo dominado por la superstición. Cuando él acaba en la casa/clínica de ella, se desvelará un curioso secreto: que de niño estuvo en un orfanato y que la pareja que lo adoptó, al descubrir que tenía seis dedos, lo devolvió inmediatamente al orfanato, porque ello era una señal inequívoca de estar poseído por el demonio. Recuerdo que no lejos de Irán, en Pakistán, hay una región en la que es hasta normal nacer con seis dedos en las manos. Yo mismo tuve un alumno con ellos, oriundo de esa región. Pero el propio apellido de una compañera en mi época de funcionario de Hacienda, Seisdedos, da a entender que no es tan inusual ni siquiera en España.

         La película se anuncia como una película de terror, como corresponde siempre que el diablo anda haciendo de las suyas, pero lo fundamental en ella es que el terror no emerge de ningún efecto especial ni de sustos recurrentes que nos estremezcan, sino que nace propiamente del convencimiento absoluto de los vecinos de la villa, por cuyas calles hay recorridos nocturnos que intimidan al más pintado, pero nada en ellos suscita tanto miedo como hasta dónde pueden llegar esos vecinos armados para defenderse del diablo que ha provocado la muerte de una joven y la de algunos animales. La vuelta de Amardan, una suerte de oficinista de los años 60, no acaba de convencer a los vecinos de que sea capa de «reducir y atrapar» al diablo, por lo que deciden, una vez que se enteran de que el frasco que lo contiene está en la clínica, prenderle fuego y acabar con la vivienda y con los moradores. El enfrentamiento entre el sargento escéptico y Amardan, quien pide tiempo para exorcizar al demonio en la clínica, se va a sustanciar ante el coro de rifles de los vecinos y jueces en cuya decisión está resolver de una u otra manera el asunto.

         El retrato antropológico de la superstición es uno de los grandes atractivos de la película; del mismo modo que lo fue para nosotros el anacronismo de la familia de Paco, El bajo —Niña Chica incluida—, en Los santos inocentes, de Mario Camus. Y si bien en esta hay un atisbo de esperanza para las nuevas generaciones, en Zalava no aparece por ningún lado, y todo acaba como acaba, que es algo que ha de ver cada espectador.

         Nadie entienda que Zalava puede encasillarse, sin más, y aun con cierto desdén, en lo que se ha dado en llamar cine «étnico», porque se cometería una injusticia tremenda. Zalava es una película magnífica, con un guion estupendamente desarrollado y con unas actuaciones apropiadísimas, sobre todo del dúo protagonista, que tiene un diálogo amoroso bellísimo hacia el final de la película. No se trata tanto de una película sobre el subdesarrollo, cuanto de una visión antropológica de unas creencias populares en nada diferentes de las que, hasta no hace mucho, han sido moneda corriente en pueblos apartados de nuestra propia geografía. Recordemos El milagro, de Rossellini, con Fellini interpretando a San José, por ejemplo, en la que una joven de un pequeño pueblo cree haber sido preñada por Dios…

         Con los ojos sin prejuicio de quien se abre a toda las historias y a las maneras de narrar que brinda el cine, estoy convencido de que no me quedaré solo en la alta apreciación de esta película que, por muy remota y escondida que sea la geografía en la que la historia transcurre, nos habla de estadios de la civilización que, sin embargo, no nos son tan lejanos como a primera vista pudiera parecernos.

         ¡Anímense!

«Déjame salir», de Jordan Peele, una fábula terrorífica.

 

La vía realista al terror de las sectas ilustradas. Una ópera prima sobresaliente.

 

Título original: Get Out

Año: 2017

Duración: 103 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Jordan Peele

Guion: Jordan Peele

Música: Michael Abels

Fotografía: Toby Oliver

Reparto: Daniel Kaluuya, Allison Williams, Catherine Keener, Bradley Whitford, Betty Gabriel, Caleb Landry Jones, Lyle Brocato, Ashley LeConte Campbell, Marcus Henderson, Lil Rel Howery, Jeronimo Spinx, Rutherford Cravens, Lakeith Stanfield.

 

         Me quedé con ganas de verla en su día, pero mencionar «de terror» a mi Conjunta hace casi imposible el acuerdo en la mesa de diálogo. No así esta vez, por más que al final se refugiara en Morpheus' arms, para su bien y mi decepción, porque siempre ocurre con estas películas de claustrofóbica situación en la que todo parece perdido para el héroe que una súbita descarga de adrenalina es capaz de volver del revés la más desesperada de las situaciones, aunque se dejen jirones por el camino…

         Es difícil no poder relatar apenas nada de la trama a los futuros espectadores, porque va en ello el arruinar las sorpresas que, de todos modos, se anuncian clamorosamente en los primeros compases de la película, así que la pareja interracial llega a casa de los padres de ella para pasar un fin de semana, sin que, según confesión de ella, sus padres sepan que el novio es negro, lo que comprensiblemente lo incomoda, porque, a pesar de la normalidad de dichas relaciones en Usamérica, uno nunca sabe qué racistas puede acabar encontrándose por ahí. Esa prevención se reduce a cero cuando el fotógrafo negro es cálidamente recibido en el hogar familiar de su novia, si bien, y por sus pasos muy medidos y mejor contados, el hombre comienza a descubrir señales que le avisan de que allí ocurre algo extraño. El contacto con el servicio, todos ellos negros, le parece inquietante, pero no puede aún cifrar con claridad en qué consiste dicha incomodidad.

         Un party ofrecido, diríase, en honor de la felicidad de la hija, se suma a la cadena de indicios, si bien nadie lo recibe ni fría ni hoscamente. Lo que sí sucede es que, el fumador que está en trance de abandonarlo, no puede más y baja por la noche a desahogarse al aire libre, momento en el que, curiosamente, se ejercita en la carrera, un miembro del servicio que arranca a correr hacia él como si fuera a arrollarlo, aunque, en el último momento, cambia de dirección, casi al estilo de Forrest Gump. Dentro de la casa, la madre, psiquiatra que usa la hipnosis como método, está despierta  y le pide que charle un poco con ella. En ese momento de lasitud, el joven no se percata de que está siendo hipnotizado por la madre a través del movimiento de una cucharilla de café en la taza y de la mirada de ella, una sobrecogedora Catherine Keener, una de las grandes secundarias del cine Usamericano reciente. La caída al vacío de la pérdida de consciencia, como quien cae en un pozo sin fondo a cuyo brocal se asoma quien nos ha empujado, está mágicamente rodada, y tiene un profundo poder de convicción. No sucede lo mismo con la anestesia total, ¡tan acogedora!, porque con esta se pasa del ser al no ser en milésimas de segundo, y el resto es, literalmente, inexistente, hasta que «resucitamos». Despertar de esa hipnosis, confundida con un sueño, o bien la sensación de que ha sido todo un sueño, fortalece el espíritu detectivesco del invitado, quien va añadiendo señales de inquietud casi a cada nueva secuencia.

         La realización de la película es excelente, pero a Jordan Peele supongo que le traiciona la memoria, si es tan aficionado al género del terror, como yo siempre lo he sido, las muchas películas en las que se repiten situaciones y golpes de efecto como los que él usa siguiendo el viejo axioma jurídico formulado por Quintiliano: Suaviter in modo, fortiter in re. Particularmente, me ha venido a la cabeza una historia muy parecida a esta, la de The Stepford Wives, de Bryan Forbes, acaso demasiada olvidada, a pesar de sus muchos méritos, si bien esta se aproxima más al género distópico de la ciencia ficción, al que la presente también en parte se acoge, pero con el suplemento añadido del racismo que ensombrece aún más la realidad que los miembros de la secta de los padres quiere establecer.

         Tengo la sensación, siempre, de arruinar algunas sorpresas de la película, pero los seguidores de The Crown ya hemos sufrido un spoiler de tomo y lomo, y aun así seguimos viendo la serie, por más que su última temporada haya flojeado excesivamente.

         Resulta siempre difícil coronar un planteamiento tan estupendo como el de la película, sobre cuyo sentido último el espectador se va percatando poco a poco, pero siempre envuelto en la niebla de la duda, hasta que, en el último momento del desenlace, todo se le vuelve claro y todas las señales previas se inundan de sentido. Con todo, a mí me ha parecido demasiado flojo, si viene el placer del desarrollo no me lo quita nadie, por supuesto, y es una excelente recompensa para los espectadores. Añádase a ello el hecho de ser la ópera prima de Peele, y tendremos una ocasión excelente para disfrutar ante la pantalla. Si bien el protagonista se lleva la palma de las interpretaciones, los demás rayan perfectamente a gran altura, incluido el hermano de la novia, Caleb Landry Jones, a mi modo de ver algo sobreactuado.

         No puede hablarse de «neoterror», del modo que hablamos del neonoir, sino de una feliz continuación de la tradición, convenientemente actualizada. Y eso es algo que hay que agradecerle a Peele.

                 

        

 

 

 

 

 

martes, 22 de noviembre de 2022

«Alcarràs», de Carla Simón o el tiempo suspendido.

 

La vida rural en el espejo reiterativo de sus afanes y sus ciclos. 

Título original: Alcarràs

Año: 2022

Duración: 120 min.

País: España

Dirección: Carla Simón

Guion: Carla Simón, Arnau Vilaró

Música: Andrea Koch

Fotografía: Daniela Cajías

Reparto: Jordi Pujol Dolcet, Anna Otín, Xenia Roset, Albert Bosch, Ainet Jounou, Josep Abad, Montse Oró, Carles Cabós, Berta Pipó.

 

         No pensaba verla, porque intuí en unas cuantas secuencias vistas en televisión exactamente lo que he acabado viendo ficción documental que se traiciona en el montaje y en la selección del sesgo político que se acoge al sagrado de la defensa del medio rural, pero  renuncia, por otro lado, a explicitar las condiciones laborales de los inmigrantes a quienes contratan en la plaza, como hacían los terratenientes en los pueblos andaluces, por más que se individualice un conato de ritual animista, muy graciosamente imitado por la niña pequeña e la familia, ¡todo un prodigio de actuación!, acaso la mejor de la película, si bien reconozco que en este apartado de la interpretación sí que se consigue un verismo absoluto. Los dos hijos mayores, el veinteañero y la adolescente, a su manera, encarnan a la perfección la alienación de la falta de oportunidades que, sin una materia prima que empuje en esa dirección, padecen. Subiendo en la escala de edades, el matrimonio que regenta las tierras familiares, pendientes de expropiación por ausencia de contrato escrito, cuando de todos es conocido el valor jurídico de los contratos verbales, en su doble vertiente muda la mujer y tan locuaz como ininteligible el marido, más parecen «empleados» de la sociedad familiar que propiamente esposos, El retrato de su intimidad conyugal se reduce a las friegas que ella le da para aliviarlo de las durísimas faenas agrícolas, y que tampoco bastarán, de ahí que busquen la infiltración de cortisona que le permita seguir con la recogida de las paraguayas, antes de la de los melocotones, ¡que tan hermosamente dan en pantalla!, casi como los membrillos de Víctor Erice pintados por Antonio López. Y ahora que la traigo a colación, El sol del membrillo, quiero destacar que esa sensación constante de «tiempo en suspenso» que preside ambas películas, se acentúa mucho más en la presente. De ahí la «aridez» narrativa que hace cojear a la historia. Diría que la directora, Carla Simón, ha buscado esa suerte de presente eterno mitológico que no admite ni pasado ni futuro, aunque aquí el pasado determina el presente de la suspensión del arrendamiento de las tierras y el futuro emerge, al final, con esas excavadoras aislando la masía y la dura y sacrificada vida que representa en la lucha por la supervivencia.

         En la medida en que el afán documental se impone a la leve narración de la vida de la familia, pronta a quedarse sin sus medios de subsistencia, la película se organiza como  una sucesión de cuadros de la vida rural que pretenden resumir quizás demasiadas cosas, olvidando deliberadamente la creación de «personajes» que le permitan a los espectadores un mayor anclaje en la historia. Es cierto que hay atisbos de ello, sobre todo en el hijo mayor de la familia, reñido con los estudios y con buenas dotes para la faena agrícola, aunque más bien corto de luces y enfrentado a un padre demasiado dominante, y también que hay una suerte de homenaje al abuelo que ha dedicado toda su vida a la tierra y ahora se pasea por ella, de noche, como un fantasma del pasado, aunque puede más la idealización de su hermética figura que una introspección que acaso poco en clara sacaría. Muy buen partido podría sacarse de la mujer, una auténtica matriarca, siempre en la sombra como pilar fundamental de cuanto la rodea, si bien queda difuminada por no pocos brochazos bucólicos que entorpece la comprensión de su sacrificada labor.

         Paralelamente, Simón va añadiendo algunos toques de la realidad última que amenaza al campo, como el cambio del cultivo de árboles frutales por el «cultivo» de huertos solares que le arranquen a la tierra una rentabilidad que a la fruta le es ya imposible de conseguir, debido, como bien se explica, a los precios que imponen los mayoristas, y que casi significa trabajar a pérdidas o por muy parva ganancia. ¿A qué se debe, entonces, la admiración unánime —y algo exagerada, a mi juicio— que ha suscitado la película? Supongo que variarán las respuestas en función del placer con que se haya visto, pero ha de reconocerse, porque es de justicia, que el ritmo lento y los encuadres fijos que captan de manera hermosísima la naturaleza del lugar y, por supuesto, las agotadoras faenas de la recolección de la fruta, han contribuido a ello. La selección del espacio —una puesta en escena cuyos encuadres ha buscado la autora con mimo de esteta y de amiga de esa vida en modo alguno idealizada, en su conjunto— determina en buena parte del metraje la reconciliación de los públicos urbanitas con una realidad a la que no solemos acercarnos, salvo esporádicas ocasiones que nos permita el hecho de tener familia o amistades en esos espacios. De algún modo, la película parece inscribirse en esa llamada de alarma sobre la España vaciada y en la necesidad que tenemos de no abandonar una dedicación agrícola para la que tan bien dotada está nuestra tierra, porque es difícil competir, en Europa, con nuestras frutas y verduras.

         Aun reconociendo toda la belleza que atesora la película, e incluso mis simpatías incondicionales por un trabajo como el agrícola, tan despiadado físicamente, no puedo por menos de constatar que la película tiene una alarmante falta de «historia» que no la acaba de suplir la mucho más que meritoria actuación de sus intérpretes, rayana, a mi parecer, en la de la mayoría de actores profesionales; las reiteraciones, la ininteligibilidad del padre, si la película se ve, como creo que ha de verse, en el catalán de la franja que se habla en ella, y ciertas secuencias architópicas, como la de la comida familiar, por ejemplo, lastran lo que podría haber sido una obra colosal, porque empeño y planos tan serenos como hermosos no le faltan, desde luego. No me parece una película totalmente lograda, pero los amantes del cine de Bresson o de Albert Serra, por ejemplo, la pueden ver incluso hasta con cierto deleite, pero, ciertamente, se acerca más al documental que a la ficción. La emoción ha de traerla puesta el espectador de casa, está claro. Pero el deleite en la contemplación de la naturaleza de esas tierras de Lérida las sirve en bandeja de plata Carla Simón, sin duda.

 

        

sábado, 19 de noviembre de 2022

«Traidor en el infierno», de Billy Wilder, o el humor a prueba de nazis.

 


El ingenio, el humor y el afán de supervivencia en un campo de concentración para militares.

 

Título original: Stalag 17

Año: 1953

Duración: 120 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Billy Wilder

Guion: Billy Wilder, Edwin Blum. Teatro: Donald Bevan, Edmund Trzcinski

Música: Franz Waxman

Fotografía: Ernest Laszlo (B&W)

Reparto: William Holden, Don Taylor, Otto Preminger, Robert Strauss, Harvey Lembeck, Richard Erdman, Peter Graves, Neville Brand, Sig Ruman, Michael Moore, Peter Baldwin, Robinson Stone, Robert Shawley, William Pierson, Gil Stratton, Jay Lawrence, Erwin Kalser, Edmund Trzcinski.

 

         Gracias a Filmin, puede uno ir cubriendo algunas lagunas de las carreras de ciertos directores harto significativos en la Historia del Cine, como es el caso de Billy Wilder, portentoso heredero de un genio como Ernest Lubitsch, a quien en esta película tan denostada como ensalzada, rinde homenaje, como luego veremos. 

       Traidor en el infierno ha de ponerse en relación con Cinco tumbas al Cairo, otra de las películas «invisibles» (por relegadas) de Wilder. En ambas no solo hay una trama en tiempos de guerra que va bastante más allá del propio conflicto bélico, sino, sobre todo, una suerte de desquite contra el régimen político alemán, el nazismo, que lo obligó a exiliarse de su país, como a un buen número de creadores cinematográficos que, trasplantados a Usamérica, contribuyeron indudablemente a elevar la calidad del cine en un país que ha hecho de él una de sus más potentes industrias. Si en los 20 y 30 el cine alemán era, sobre todo con el expresionismo, la meca del Séptimo Arte; el cine usamericano, sobre toda tras la llegada al mismo de Murnau, cuyo Amanecer significó un punto y aparte en la realización de películas, le tomó el relevo para no soltarlo ya desde entonces en adelante. Otras revoluciones, como la de la Nouvelle Vague, por ejemplo, supusieron un viaje de vuelta de aquel cine para insuflarle vida nueva al viejo cine europeo.

         He de reconocer mi poca predisposición a ver cine bélico, ¡ese que tanto les gusta, paradójicamente, los obispos de 13 Televisión!, si bien no me cuesta nada en absoluto, ¡antes al contrario!, reconocer la calidad de cintas inolvidables como Senderos de gloria, King and Country, Ran, El puente sobre el rio Kwai, Doce del patíbulo y tantas otras; pero, a pesar de que he visto muchas de este género, no me mueve tanto como lo hacen otros géneros. Y comencé a ver esta de Wilder con cierta pereza, por la situación: la vida en los barracones de unos militares, suboficiales, retenidos en campos de concentración alemanes como prisioneros de guerra. 

       ¿Qué atractivo presenta la película para que, desde sus primeros compases, te obligue a no moverte del sillón? En primer lugar, las interpretaciones, porque la de William Holden, un pícaro que hasta de esa situación saca partido para vivir lo mejor posible, quien incluso organiza carreras de ratones y dispone de una suerte de expendeduría de tabaco y licor, no solo es magnífica desde mi punto de vista, sino desde el de la propia Academia de Hollywood que lo premió con un Oscar bien merecido. Digamos que, siendo la «escoria» del barracón, acaba desquitándose de lo lindo, por más que no olvide lo que significa ser el objeto equivocado de lo más parecido a un intento de linchamiento. Junto a él, un director inconmensurable como Otto Preminger, vienés de adopción, como Wilder, aunque nacido en  Wiznitz, actualmente parte de Ucrania, encantado de meterse en la piel de un nazi para contribuir a la befa y escarnio de aquella aberración política que acabó con dos esplendores intelectuales de los años 20 y 30 del pasado siglo: Viena y Berlín. ¡Y a fe que lo borda! El detalle fantástico de las botas que le hace traer a su ayudante para ponérselas cuando habla con sus superiores y poder dar el taconazo del saludo y la despedida, para quitárselas inmediatamente después, es una auténtica maravilla del particular humor cultivado por Wilder, y también por Lubitsch. Añadamos a esta pareja a Sig Ruman, ¡quién no lo recuerda como el coronel Ehrhardt en Ser o no ser, esa obra maestra de Lubitsch!, y tenemos ya un reparto de auténticas campanas, que no campanillas.Todos los integrantes del barracón entre cuyos moradores se centra la cinta están a la altura de los anteriores, y de ahí el «pegamento» con que Wilder clava al espectador en el sillón. 

         El exiguo espacio superpoblado del barracón y los malabarismos que ha de hacer Wilder para narrar desde dentro la historia son capítulo aparte, porque salvar la claustrofobia del lugar para agilizar una narración que no se vea entorpecida por el abigarramiento humano en cada plano está al alcance de pocos.

         La historia tiene que ver con un caso de traición, esto es, uno de los prisioneros es un alemán infiltrado que pasa absolutamente desapercibido mientras, mediante un ingenioso sistema de comunicación, pasa información a los jefes del campo de los intentos de huida de los prisioneros. Esa tensión va a atrapar la atención de los espectadores, pero la descripción de la vida cotidiana en el barracón, incluidos los preparativos para celebrar la Navidad, por ejemplo, va a destacar las vidas de ciertos personajes que le dan un contexto humano a la película que va desde el drama sentimental hasta la película abiertamente cómica, como la escapada al barracón que alberga las recién llegadas prisioneras rusas. A título anecdótico cabe reseñar que uno de los prisioneros es el autor de la obra original, Edmund Trzcinski.

         Aunque puede parecer, en ciertos momentos, que Wilder lleva demasiado lejos, y casi hasta el esperpento, la parte cómica de la vida cotidiana, por los excesos de un sargento -todos ellos lo son- enamorado de Betty Grable, interpretado por un desmesurado y a veces sobreactuado Robert Strauss, quien fue nominado al Oscar al mejor actor de reparto, lo cierto es que en la situación de los prisioneros la ausencia del humor, por negro que fuera, como lo es en la película en la mayoría de los casos, hubiera sido una doble condena. En cierto modo, es posible que se avanzara  a la perspectiva desde la que Benigni rodó La vida es bella.

         Estoy convencido de que quien no tenga ninguna reticencia ante las películas se dejará seducir de mil amores por esta historia excepcionalmente bien narrada y mejor interpretada.

domingo, 13 de noviembre de 2022

«Cinco lobitos», de Alauda Ruiz de Azúa o la recia frialdad.

El enfado perpetuo o cuando la espontaneidad ha desaparecido de la vida. 

Título original: Cinco lobitos

Año: 2022

Duración: 104 min.

País: España

Dirección: Alauda Ruiz de Azúa

Guion: Alauda Ruiz de Azúa

Música: Aránzazu Calleja

Fotografía: Jon D. Domínguez

Reparto: Laia Costa, Susi Sánchez, Ramón Barea, Mikel Bustamante, José Ramón Soroiz, Amber Williams, Lorena López, Leire Ucha, Elena Sáenz, Asier Valdestilla García, Nerea Arriola, Juana Lor Saras, Justi Larrinaga, Isidoro Fernández.

 

         Amante como lo soy del cine español, y aun a riesgo de oponerme a una corriente crítica demasiado favorable a la película, debo decir que, sin ser una película fallida, gracias a las sólidas interpretaciones de los veteranos actores, Susi Sánchez y Ramón Barea, la historia ofrece no pocas carencias, lo cual la hace naufragar en ese mar siempre tan peligroso de las buenas intenciones. Supongo que la situación inicial, con una suerte de depresión posparto de una primeriza, a quien asusta, sobre todo, quedar descolgada de la rueda inmisericorde del mercado laboral, y quien, adoptada la cara del sufrimiento en las primeras secuencias, no la va a abandonar en casi toda la película. Cierto que el planteamiento inicial, la imposibilidad de compaginar la vida laboral y la vida familiar, es un poderoso motor que podría haber sido desarrollado con mayor profundidad, porque es lo que trae a mal traer a la protagonista frente a ¿quién?, porque la indefinición de su relación con el cariñoso padre de la criatura hace sospechar que la criatura haya sido producto de un descuido, un accidente gomaelástico o una súbita obsesión maternal que no ha considerado, como en los ejercicios del inglés que ella domina, los pros and cons…, si no, no se explica la tensión de una pareja que, en apenas unas semanas, se deshace como un copo de nieve. En fin, ya entiendo que lo que se quiere contar es la vida familiar, el cuarteto padres, hija y nieta, y cómo la vida familiar es un «infierno» cotidiano de paradójica frialdad, sequedad y hasta cierto desapego.

         Reconozco que, a pesar del crecimiento de la niña, me ha sido imposible percibir el paso del tiempo en una situación estancada que no varía desde el inicio de la película hasta el final, de tal manera que ni siquiera el recurso a la enfermedad —en las dos últimas películas españolas vistas el cáncer es un elemento narrativo esencial— logra hacerlo perceptible a este espectador. Diríase que la lamentable situación matrimonial de los padres detiene el tiempo, y que la niña crece a su aire, acaso en una narración paralela, fuera de campo… La «afrenta» matrimonial, la aventura de la mujer con un amigo, que solo aparece un par de veces en la narración, para irritación contenida del marido, parece haber dominado ese mundo de frialdad glacial que se ha instalado entre los padres, dos vascones tradicionales, por cierto, que, sin embargo, no hablan el vasco en la familia, aunque parece que lo dominen. Digamos que la mujer es un témpano y el marido un hombre entre excesivamente tradicional y pusilánime, pero con estallidos de violencia verbal, y en ese ambiente se refugia la criatura que acaba de dar a luz con una niña de la que se ha de seguir encargando ella sola, porque su pareja o ya no aparece solo esporádicamente por casa de los suegros.

         El realismo a ultranza que persigue la realización, incluyendo retazos de la vida vecinal, se desmorona en parte cuando advertimos que la hija ha caído en el tiempo vacío, arisco  y repetido hasta la saciedad del enfrentamiento entre sus padres, y en el que ella no puede ni siquiera mediar, aunque lo sufre, quizás porque, sola con una criatura recién nacida, cualquier ayuda es poca, por poca que sea, pero la sensación de seguridad que tiene la joven la lleva a soportarlo como puede. De algún modo, la irrupción de la enfermedad de la madre es algo así como la oportunidad de ablandarla y, ante el peligro, desvelar el lado afectivo que constantemente ha escondido, porque el «trauma» de la joven es precisamente ese: no haberse sentido querida, ni mimada ni abrazada…, algo que ya se entiende, viendo la seca actitud personal de los padres, incapaces de, si no afecto, manifestar al menos un mínimo de cortesía. En este sentido es muy clara la secuencia de la canción vasca que le dedica el marido en una celebración de amigos, a lo que ella responde yéndose antes que él a la casa, lo que da pie a un áspero cruce de acusaciones.

         La película bien podría haberse llamado La memoria dolorosa, por ejemplo, porque la vida de ese matrimonio está férreamente detenida en ese adulterio del pasado, y así permanece hasta el final de la película. Sí, no voy a negar que la directora ha buscado el recurso de la lágrima en supuestas escenas que, inesperadamente en la vida del matrimonio, hacen aflorar la emotividad, pero parecen deslices impropios, no oportunidades para la imposible reconciliación.

         La indeterminación de la familia joven, que ni se sabe si son pareja o familia o qué, porque la presión laboral presiona a ambos con una fuerza que la maternidad no es capaz de vencer, y menos aún la paternidad, deja un mal sabor de boca al espectador, porque ve la situación casi tan estancada como la de la pareja mayor, y el constante y desagradable enfado de la hija, que amenaza con convertirse en la versión millenial de la abuela de la criatura, no acaban de convencer a este crítico de que haya habido un buen desarrollo de ese extremo de la historia, ¡tan importante!

         La realización se atiene estrictamente al canon realista y pretende ofrecernos un trozo de vida fácilmente identificable. No hay experimentación ninguna y los planos se atienen al hilo narrativo, por más que la narración sea una especie de cárcel de motivos dinámicos que nunca hacen progresar la historia. Es cierto que Laia Costa posee una fotogenia excepcional, y que, cuando no llora, es capaz de una infinita ternura para con quienes jamás se la dieron antes, pero su propio conflicto entre las exigencias laborales y la esclavitud que le supone el cuidado de la hija, lo interpreta a la perfección. Ello, sin embargo, nos da a entender que la historia bien podría haber recogido los flash-backs del momento en que ella y su pareja deciden convertirse en padres, porque hubiera enriquecido notablemente el drama familiar previo al drama familiar de la protagonista. A lo mejor nos sorprende la autora con una precuela…

jueves, 10 de noviembre de 2022

«Historias peligrosas», de Mike Hodges o el arte de la parodia.

 

A la mayor gloria de Michael Caine, una parodia de las novelas pulp de quiosco: extremadamente divertida.

 

Título original: Pulp

Año: 1972

Duración: 95 min.

País: Reino Unido

Dirección: Mike Hodges

Guion: Mike Hodges

Música: George Martin

Fotografía: Ousama Rawi

Reparto: Michael Caine, Mickey Rooney, Lionel Stander, Lizabeth Scott, Nadia Cassini, Dennis Price, Al Lettieri.

 

         Rodada en Malta, con un toque exótico de país en vías de desarrollo, pero donde se dan cita un escritor de novelas baratas policiacas, un viejo actor de Hollywood y algunos asesinos sueltos, la historia de Pulp, en el original, no esconde su voluntad de parodiar, con un fino sentido del humor británico, un género literario que triunfa entre el gran público y es despreciado por el mundo académico, algunos de cuyos integrantes a buen seguro tendrá en su mesilla de noche alguna de esas piezas de orfebrería cargadas de tópicos y esquemas narrativos fijos que suelen ser mano de santo para cualquier insomnio repentino o crónico. Hasta que llego al estrellato el gran defensor del universo Pulp, Quentin Tarantino, nadie daba dos duros por este género; pero ha de reconocerse que Mike Hodges se le adelanta en el tiempo, aunque lo aborda desde una perspectiva humorística fruto de la parodia, si bien lo hace con una eficacia fantástica. La anterior película de Hodges, también producida, como esta, por Caine, Get Carter sí que se puede considerar un Pulp en toda regla, con las dosis de violencia canónica que requiere. De esta película rodó Stephen T. Kay una versión que nada añadió al estimable original de Hodges.

         Hay que saber encontrarle el punto a la parodia, pero no es menos cierto que el reparto puede contribuir mucho a darle a la película una entidad que, sin ciertos rostros, no se conseguiría. Y ahí entra en acción Mickey Rooney, que parodia a una vieja estrella de Hollywood, entre él mismo y clásicos de las películas del Hampa como Edward G. Robinson, por ejemplo. Se ha de decir que Rooney consigue crear un personaje con un poder visual y una vis cómica magníficos. Cerca de él y del protagonista, aunque con menor papel del que hubiera merecido, una vamp antigua de esas películas negras, Lizabeth Scott, la mujer de la voz rasgada más seductora de la Historia del Cine, aún, en la película, con una presencia magnética, y completa el reparto la starlette de cine italiano, aunque ella sea usamericana de nacimiento, Nadia Cassini.

         El arranque de la película, con la «factoría» de transcripción mecanográfica de cintas grabadas para crear el original de obras de todo tipo, es ya una maravillosa muestra del sentido del humor entre delirante, vulgar y absurdo que va a presidir toda la película. A raíz de ser contratado por la estrella de cine para que le ayude a escribir sus memorias, ciertas amistades mafiosas quieren impedir que se conozcan algunos extremos de esa vida poco clara. El protagonista habrá de soportar el asedio de quien quiere acabar con él para evitar que esas memorias vean la luz. El camino hacia el encuentro con la estrella será, ya, un delirante recorrido, con estancia tenebrosa en un hotel incluida, que no dejará indiferente a los espectadores. Si la violencia y la sensualidad de las narraciones del protagonista perturban hasta el éxtasis a las mecanógrafas y a su propio jefe, las andanzas del escritor se teñirán de ambas «virtudes», desarrolladas, además, en un escenario tan exótico como, en aquel momento, la isla de Malta, antes de su boom desarrollista a partir del turismo. La actuación de Michael Caine es todo un plato fuerte de la película, porque la voz en off que narra los hechos y las implicaciones de los diferentes personajes en la trama le deja un amplio espacio para desarrollar sus dotes de mimo e intérprete silencioso que, desde el supuesto *omniscientismo de su autoría narrativa, sabe esquivar asechanzas, contemporizar con el actor y salir de cuantos líos lo amenazan.

         Estoy por avisar a los lectores de estas líneas que quizás la película les parezca un auténtico desmadre, y está claro que algo de ello hay, porque ciertas secuencias están llenas de un juego absurdo que  no difieren mucho de los propios de las novelitas Pulp que escribe el personaje, pero en todas ellas hay un humor de fondo que no oculta su raíz crítica no solo hacia el género, sino, sobre todo, hacia nuestros hábitos sociales.

         No sabía lo que iba a ver, claro está, pero he de confesar que, si el espectador es capaz de entrar en el juego que le propone Hodges, y deja de lado conceptos como el de verosimilitud o realismo, se divertirá bastante con este héroe literario que actúa como trasunto de sus propios héroes literarios, pero es incapaz de soportar la visión de la sangre, por ejemplo. La parodia, pues, empieza por uno mismo, es decir, por el escritor que protagoniza el relato, y ello es de agradecer, porque se nos aparece como el reverso total de James Bond, por entonces, todo un modelo británico de espía implacable y seductor. Michael Caine compone un tipo un poco más de andar por casa, pero su delicioso sentido del humor va subrayando cuantas acciones absurdas van nutriendo la narración.

         La película está llena e pequeños detalles que conviene no perderse, porque hasta en aspectos tan insignificantes como el juego de pseudónimos que baraja el protagonista para usarlo como nombre artístico hay una poderosa carga de humor que, en este caso concreto, recuerda un poco el Paul Bazzo (léase polvazo)  de Kika, de Almodóvar…

         Tengo la sensación de que se trata de una película que no va a dejar indiferente a quienes la vean: o la desprecian como una mamarrachada o la ven como un delicioso producto del humor británico. Por si acaso, para que se aprecie en qué punto están las artes interpretativas de Caine, su siguiente película será la espectacular La huella, de Manckiewicz.

         Yo la recomiendo fervientemente.