Un retrato de época sobre la fe, la superchería y la razón en la Irlanda de la posthambruna de 1842.
Título original: The Wonder
Año: 2022
Duración: 108 min.
País: Irlanda
Dirección: Sebastián Lelio
Guion: Alice Birch,
Sebastián Lelio. Novela: Emma Donoghue
Música: Mathew Herbert
Fotografía: Ari Wegner
Reparto: Florence Pugh, Tom Burke, Kíla Lord Cassidy, Niamh Algar,
Ciarán Hinds, Toby Jones, Elaine Cassidy, Brian F. O'Byrne, David Wilmot,
Dermot Crowley, Josie Walker, Mary Murray, Abigail Coburn, Caolan Byrne, Niamh
Finlay, John Burke.
Enmarcada en dos secuencias que
arrancan y acaban en el set donde se
recrean los decorados de la Irlanda de 1862, cuando aún es muy reciente la
memoria de la gran hambruna que transformó la geografía humana de la isla, El
prodigio se inicia, intuyo que eso quiere indicar el director, como una continuación
de la propia magia del cine, pues la historia se acerca de tal manera a lo
inverosímil que bien puede entenderse «el caso» como un gran trucaje
cinematográfico que se va a ofrecer al espectador para que este sea capaz de
descubrir la trastienda del engaño, si lo hay.
La enfermera que llega a un diminuto
pueblo irlandés, contratada por un tribunal de hombres justos de la localidad, ha
de resolver el gran misterio que representa una niña que lleva más de cuatro
meses sin ingerir bocado y, contra lo científicamente aceptado, sin morir por
inedia. El comité está integrado por las fuerzas vivas del lugar, entre las
cuales está también el cura de la aldea, quien quiere asegurarse a toda costa
de que no se trata de un engaño el intento de hacer aparecer como milagroso un hecho para el que no se halla
explicación. Se delega, por lo tanto, en una «autoridad» externa, inglesa, para
más señas, y en una monja católica, quienes se turnaran día y noche para
certificar que la niña no recibe nunca alimento de ninguna clase. Queda claro
en el contrato que el papel de la enfermera es estrictamente de observadora, y
que no puede, de ninguna de las maneras, tratar de alterar el comportamiento de
la niña, cuya devoción exagerada forma parte de su aceptación de los designios
del Señor.
En cierta forma, esta historia forma parte
de una serie de fenómenos religiosos o pararreligiosos cuyas fronteras entre lo
natural y la superchería siempre han estado en cuestión. Me acuerdo ahora del
caso de Teresa Neuman, quien no solo recibió los estigmas de Cristo, en 1926, sino
quien alegó haber vivido 40 años sin comer ni beber otra cosa que la hostia
consagrada. Como en el caso de la «santa» alemana, también la protagonista de
esta historia recibe innumerables visitas que, además, ofrecen su donativo por
haber tenido el privilegio de conocerla, dado que la niña es un prodigio de fe
ferviente, pues dedica prácticamente todo el día a la oración.
La película, rodada en Irlanda, muestra un
paisaje bellísimo atravesado por unos personajes en quienes aun está presente el
drama de la gran hambruna que diezmó la población. Tiene algo de mágico y de
soberbio que la santidad de la niña se derive del hecho de sobrevivir al
hambre, como si fuera una señal de Dios para señalar al pueblo escogido por él.
La pobreza y la ausencia de comodidades que domina la vida cotidiana nos
indican la herencia de aquella hambruna y lo que significó en términos de
prosperidad social.
La relación de la enfermera con un joven periodista
que perdió a su familia en la hambruna y que la apoya en su lucha para
desenmascarar la superchería de los «poderes» religiosos de la criatura ayuda a
sobrellevar el ritmo pausado de vigilancia que necesariamente ha de dominar la película,
porque el tejido narrativo tiene más de proceso psicológico de seducción mutuo
entre la vigilante y la vigilada que de otra cosa, y de ahí la lentitud que nos
permite potenciar el significado de cada mirada, de cada gesto, de cada palabra.
La película parece una perfecta ilustración del aforismo de Nietzsche: «Si
miras durante largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti»,
porque no de otra manera puede entenderse el proceso de identificación entre la
enfermera y la niña, víctima, a juicio de la vigilante, del fanatismo religioso
de la familia y, muy especialmente, de la madre, quien ve en la enfermera una
enemiga que pretende «quitarles» a su hija.
El prodigio es una película de
interiores y, en consecuencia, propensa a las composiciones de muy marcados
claroscuros, lo que, unido a la necesidad de mostrar una realidad histórica muy
concreta, se resuelve en unos planos cuya composición acusa una muy marcada inspiración
pictórica. La austeridad de la puesta en escena se compensa, pues, con el
generoso derroche del juego con la luz que ilumina o entenebrece dichos planos.
Lo mismo sucede con los exteriores, cuyos planos generales nos muestran una naturaleza
vasta, desarbolada y un punto yerma, como si la hambruna también hubiera pasado
por ella, y las figuras de la enfermera y la niña en esos paseos que pretenden
restablecer su salud, paliar los efectos de la debilidad alarmante que muestra la
chiquilla y que no parecen ayudarla a evitar lo irremediable, desde que la
monja y la enfermera comprueban que no prueba alimento ninguno.
¿Dónde está el secreto, de haberlo? ¿Dónde
el truco del prolongado ayuno más allá de las leyes de la naturaleza?
Pues todo ello, queridos espectadores, ha de
permanecer velado en esta crítica, porque solo cada cual puede valorar el
desenlace que nos propone la historia y juzgar al respeto con el mucho, poco o
ningún conocimiento que cada cual tenga sobre estos asuntos que se desarrollan
entre la tierra y tejas arriba. La película recuerda en parte otras precedentes
en las que la vivencia de la fe religiosa adquiere un protagonismo que rodea con
un aura mágica, acaso suprarreal, lo que ocurre, como sucede con Ordet,
de Dreyer, a la que esta se aproxima, si bien queda muy lejos de la intensidad mística
de la del director danés. La interpretación de la pareja protagonista, eso sí,
es modélica, y ambas Florence Pugh y Kíla Lord Cassidy nos ofrecen un diálogo
intenso, creíble y poético, tan lleno de silencios locuaces como de profunda
emotividad, suscitada por el respeto al adversario, por quien se puede llegar a
sentir un intenso afecto: no siempre la ciencia y la fe han de andar a la guerra.
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