Obra cumbre
del género de aventuras: amor, odio, acción, violencia, amor, emoción…, que
resumió Samuel Fuller en Pierrot el
loco, de Godard.
Título original: The World in His
Arms
Año: 1952
Duración: 104 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Raoul Walsh
Guion: Borden Chase. Novela:
Rex Beach
Música: Frank Skinner
Fotografía: Russell Metty
Reparto: Gregory Peck; Anthony Quinn; Ann Blyth; John McIntire; Andrea
King; Carl Esmond; Eugenie Leontovich.
Con el cine pasa como con las verdades del Evangelio, quien no sea como un crío no verá su magia infinita y espectacular. Si el cine es creador de mundos y descubridor de maravillas, nada como el género de «aventuras» para dejarse llevar por esa magia y disfrutar desde la primera hasta la última escena, todas ellas llenas de virtuosismo técnico, de interés narrativo y de emoción pura y simple. Desde que «El hombre de Boston» llega a San Francisco y un travelín lo sigue por la ciudad hasta descubrir que «el portugués» le ha robado los hombres de su tripulación y poder liberarlos en el acto, sabemos que hemos entrado en un mundo cinematográfico al que nos adherimos con total entrega, dispuestos a dar por bueno desde la foca que el marinero inuit lleva de mascota y que se instala en la bañera del hotel donde se aloja tras haber hecho un negocio superlativo con la venta de pieles de focas, hasta el enamoramiento de la supuesta doncella de la condesa rusa que trata de huir de un matrimonio forzado por el zar con un militar fanfarrón y autoritario del que va huyendo. Sí, la historia de amor es inseparable de la aventura, y, en este caso, es uno de los platos fuertes de la película, porque el «engaño» de que es víctima el aventurero de los mares, tarda en deshacerse, y, para entonces, parte de la aventura será impedir el matrimonio del que la mujer huía. Por el medio, además, se mezcla un hecho histórico, porque la acción transcurre a mediados del siglo XIX: la compra de Alaska a los rusos, llevada a cabo por diez millones de dólares que los banqueros y empresario de San Francisco avalan, nombrando al pirata negociador de la compra.
La película, rodada en un color brillante, cuyos valores cromáticos se ven realzados por la remasterización moderna de la cinta, tiene un componente de «estudio» que hace las delicias del buen aficionado, quien siempre agradece ciertas reconstrucciones que luego, rodadas con tantos recursos técnicos, se nos aparecen como la mismísima realidad a la que se hubieran teletransportado equipo, director y actores. ¡Qué gozada visual! Algunos críticos le reprochan a la película que gran parte de la acción sea en interiores y que la historia de amor ocupe tanto espacio en la narración. La situación, un juego precioso de equívocos, como el de los tres camareros irlandeses en un restaurante ruso…, favorecía que así fuera, y la presencia del encargado del hotel, pura comicidad muda, en toda esa parte inicial en que se fragua el matrimonio de los protagonistas, contribuye a añadirle a la cinta una vertiente cómica muy efectiva, un humor de tipo fordiano que acaba atravesando toda la película, y que se asocia incluso con las escenas de acción, como la del rescate de la novia al pie del altar.
Gregory Peck da
el tipo, ciertamente, a pesar de su tosquedad y escasa gama de matices, y
aunque se pensó en John Wayne, a mí no me cabe duda de que Walsh con quien se
hubiera sentido comodísimo hubiera sido con el héroe de algunas de sus películas
famosas: Errol Flynn. Superpongo a Flynn sobre Peck y la película da un vuelco
de 180º a favor del primero. Con todo, ya digo, Peck aguanta el tipo y se desenvuelve
con pericia, sobre todo en la composición de su lado «duro». Claro que enfrente
tiene, en esta ocasión, un personaje rival, «el portugués», encarnado por
Anthony Queen que casi le roba el papel, a decir verdad, porque está inmenso en
todas las escenas en que aparece y, muy especialmente, en ese momento cumbre de
la película que es la carrera de goletas en que se la juegan, si ganan la de
adversario o pierden la propia. Pocas escenas visualmente tan espectaculares
como las de esa carrera. Rodada en Nueva Escocia por James Havens, al frente de
una segunda unidad de rodaje, con los dobles
correspondientes; luego fueron añadidos los protagonistas en estudio, y el
montaje final completó unas secuencias ya inmortales. Esas imágenes soberbias
justifican en buena medida el carácter de clásico indiscutible de esta
película. El semi abordaje de la goleta del «portugués» por parte de su rival,
en unas escenas ciertamente peligrosas por la cercanía entre ambos veleros,
quita el aliento a cualquiera, sea o no aficionado a las películas de acción, y
puede colocarse a la altura de la inmortal carrera de cuadrigas de Ben-Hur, sin
duda alguna.
La conciencia
moral de aquel tiempo parece exigir una «justificación» del exterminio
indiscriminado de focas, cuyo paulatino decrecimiento es lo que, al parecer,
induce a Rusia a vender Alaska, como si ya hubiesen explotado cuando podían
explotar. Con imágenes reales de las colonias de focas, los usamericanos atribuyen
a los rusos la caza indiscriminada de ejemplares, frente a la «selección» de
ejemplares que hacen los usamericanos para asegurar la continuidad de la
reproducción de la especie. Un oportuno blanqueo de una explotación que, en aquel
lejano entonces de mediados del XIX, ni siquiera concebía la fuerte oposición
mundial que se generaría, en el mundo occidental, al menos, contra la caza a
golpes, para no deteriorar la piel, de tan sufrida especie indefensa ante el
salvajismo humano.
Ann Blyth, a
quien vi hace poco en la divetida Domador de Sirenas, de Irving Pichel, es actriz de la que
llevo criticadas cinco películas, con esta, y siempre me ha dejado un regusto
de excelentes actuaciones que esta no desmiente en absoluto. Antes al contrario,
sabe desempeñarse en el engaño como en la confesión sincera de sus amores o la
abnegación, casarse con su odiado pretendiente, para liberar a su pirata
favorito de un a muerte segura…, porque la acción, como en las mejores
películas del género, se lleva siempre hasta el momento decisivo en que ella ha
de firmar la condena a muerte de su matrimonio, por supuesto… Para la historia del
cine queda, y se habla poco de ello, de la copia vulgar y cursi que hizo
Cameron en su celebrado Titanic de una escena que en esta película tiene al hombre de
Boston y a su enamorada, juntos, al timón de La peregrina de Salem, navegando
hacia su felicidad o, como dicen los marineros, cuando comentan lo de la compra
de Alaska, qué han de importarle esos negocios cuando tiene «el mundo en sus
manos»…
Soberbia, magnífica,
enaltecedora, llena de optimismo vital, de acción, de malos rusos requetemalísimos y bellísimas
personas disfrazados de truhanes, con cambios constantes de escenario, con escaramuzas,
con trampas, con amores hiperbólicos, y con un humor constante que todo lo tiñe
de divertimento feliz: ¡Bienvenidos al inmortal cine de aventuras!
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