Entre Monsieur
Hire y Uno de los nuestros, una visión personalísima sobre la corrupción
mafiosa.
Título original: Le
conseguenze dell'amore
Año: 2004
Duración: 100 min.
País: Italia
Dirección: Paolo Sorrentino
Guion: Paolo Sorrentino
Música: Pasquale Catalano
Fotografía: Luca Bigazzi
Reparto: Toni Servillo; Olivia
Magnani; Adriano Giannini; Antonio Ballerio; Gianna Paola Scaffidi; Nino
D'Agata; Ana Valeria Dini; Diego Ribon; Giovanni Vettorazzo; Giselda Volodi; Gaetano
Bruno; Gilberto Idónea; Pietro Manigrasso; Angela Goodwin; Vittorio Di Prima; Rolando
Ravello; Raffaele Pisu; Roberta Fossile; Arturo Muselli.
Paolo
Sorrentino domina muchos registros cinematográficos, pero en todos ellos sabe
imprimir el sello de su particular percepción de la trama y de los personajes,
que siempre suelen caracterizarse por alguna singularidad que los identifica y,
en cierta manera, los «condena», porque muchos de ellos sufren una angustia e
incluso ansiedad muy propia de nuestro siglo y de la última década del anterior.. La cámara se acerca a un personaje misterioso que vive en un hotel
suizo desde hace ocho años y cumple con una regularidad exquisita un programa
de vida que, mediante la voz en off del protagonista, se nos explica a
los espectadores. Dado el hermetismo y el laconismo del personaje, amén de su
notabilísimo desprecio hacia cuantos lo rodean, sea el servicio, sean otros huéspedes,
sea su propio hermano que lo visita brevemente, para su disgusto, nada sabemos
de él, excepción hecha de esa suficiencia, de esa altivez, que nos lleva a
pensar en un filósofo misántropo que, por ignotas razones que no parece que vayan
a explicitarse, ha decidido vivir en el anonimato de un hotel y ligado a unas
rutinas que no excluyen un chute de heroína una vez por semana a la misma hora.
La primera parte,
llena de silencios y de alguna levísima actividad social, como las partidas de
cartas con dos huéspedes fijos como él, dos aristócratas muy venidos a menos,
que sobreviven vendiendo la obras de arte que aún les quedan de su herencia —una
pareja de ancianos muy parecida a la que en La gran belleza se alquila
para ciertas fiestas— nos permite penetrar, a través del juego de miradas que
el protagonista dirige a los demás, a la calle y, sobre todo, a la camarera del
hotel, con quien se niega tajantemente a cruzar ni una sola palabra de las
contadísimas que salen por su boca.
¿Qué hace ese
hombre ahí? De repente, le llega una maleta que, al día siguiente, en un lujoso
coche que tiene aparcado en el hotel, lleva con notable solemnidad a un banco
suizo para ingresar su contenido en dólares. Como el encargado lo llama «Director»,
y lo trata con absoluto desdén, llegamos a pensar que se trata de un extraño
banquero —pensemos que Pessoa se inventó un curioso y congruente banquero
anarquista…—, pero la visita poco después, a su habitación, de dos pistoleros
mafiosos que han de hacer un trabajito
en la zona, nos abre definitivamente el ángulo de visión y pensamos enseguida
en un camello, entendido en procedimientos bancario, encargado de esconder en Suiza el fruto de las
ilegales actividades mafiosas en Italia.
Hasta este
último momento, todo discurría con una lentitud casi metafísica, y los
silencios y las miradas dominaban sobre las palabras, inexistentes. Habíamos entrado
en un ritual preciso y nada nos perturbaba, excepción hecha del deseo de saber
pormenorizadamente qué demonios de personaje encarnaba Servillo con una
distinción, con unas maneras y con una exquisitez absolutas. La película, de hecho,
gira en torno a él, y él solo es capaz de sacar adelante la película, si bien
hemos de hacer mención muy especial de Olivia Magnani, nieta de la gran Anna
Magnani, con un rostro que sabe seducir a la cámara del mismo modo que seduce al
antipático huésped del hotel que tanto la mira y que nunca le dirige la palabra
ni contesta a sus saludos o despedidas. Cuando, finalmente, decide entablar
relación con ella, una frase: «sentarme aquí, en este taburete, es lo más
peligroso que he hecho nunca» va a
condicionar el resto del acelerado relato que entrará de lleno, ya, finamente,
en la relación con la mafia, porque solo a su «idolatrada», como si ella fuera
la sirena que ha atraído al marinero varado a su fondo salado, le contará la
verdad de su peculiar situación personal.
Desde que la
película se lanza por la vía del thriller mafioso, desmintiendo la
lentitud hipnótica, ¡y tan de Sorrentino!, de los movimientos de cámara, asistimos
al desvelamiento de las claves que nos permiten ir poco a poco entendiendo qué
juego se traen entre manos todos los personajes. No lo voy a revelar, por
supuesto, pero sí puedo asegurar que he hallado una secreta vinculación entre esta
película y Still Life, («Nunca es demasiado tarde») de Uberto Pasolini.
Y a quienes hayan visto esta última, acaso ya les he dicho demasiado.
En todo caso,
la acción de la película no defrauda y Sorrentino es capaz de darle otra vuelta
de tuerca a las películas sobre la mafia, con una violencia contenida, pero
determinante, y un final admirable.
Descubrí a
Sorrentino no por La gran belleza, sino por Un lugar donde quedarse,
que me pareció originalísima; pero, tras su gran éxito, he ido haciendo calas
en sus obras anteriores y siempre he descubierto propuestas muy interesantes,
como la presente.
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