miércoles, 17 de mayo de 2023

«El duque», de Roger Michell o una rediviva comedia Ealing.

 

Una comedia de corte clásico, basada en un hecho real,  con soberbias interpretaciones de dos «monstruos» del cine inglés: Helen Mirren y Jim Broadbent. 

Título original:  The Duke

Año: 2020

Duración: 96 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Roger Michell

Guion: Richard Bean, Clive Coleman

Música: George Fenton

Fotografía: Mike Eley

Reparto: Jim Broadbent; Helen Mirren; Fionn Whitehead; Matthew Goode; Aimee Kelly; Craig Conway; Simon Hubbard; Jack Bandeira; Heather Craney; Ray Burnet; Ashley Kumar; Charlie Richmond; Robert Jarvis; Michael Mather; Michelle Thomas; Craig Thomas Lambert; Sarah Annett; Matt Sutton; Andrew Parker; Darren Charman; Steve Giles; Anna Maxwell Martin; Charlotte Spencer; John Heffernan; Sian Clifford.

 

         El duque es una comedia ambientada en 1961 que nos devuelve el encanto que tuvieron pocos años antes de esa fecha las comedias de la Ealing, de las que los buenos aficionados guardan excelente memoria: Clamor de indignación y Oro en barras, de Charles Crichton; El quinteto de la muerte y El hombre del traje blanco, de A. Mackendrick; Ocho sentencias de muerte, de Robert Hamer… y tantas otras, algunas de las cuales encontrará el lector de este Ojo aquí criticadas, son películas que buscaban un humor transparente que no esquivaba cierta crítica social y política, incluso, pero en el que dominaban, sin embargo, cierta ingenuidad y los buenos sentimientos. No diré que se trataba de un cine familiar, pero sí de un cine popular que huía del humor desgarrado o soez, aunque era muy propenso al humor negro y a la ironía lúcida y muy inteligente.

         Desde esos planteamientos, tan netamente definidos, la película, de modesta concepción y brillante realización, a cargo de un director que conoce a la perfección los mimbres de la comedia , como demostró en Notting Hill, un formidable éxito de taquilla en ese difícil género de la comedia sentimental, se basa en un hecho histórico perfectamente recreado en esta película que, curiosamente, bien podríamos considerar como la antítesis de la comedia sentimental, si consideramos el desencuentro de los esposos, tan distintos y tan distanciados desde el fallecimiento en accidente de bicicleta de su hija de 18 años, del que la mujer hace responsable al hombre y de quien abomina que incluso  haya escrito una obra de teatro con ese asunto como materia dramática. Se trata de la última película del director nacido en Sudáfrica, quien falleció prematuramente el pasado 2021.

         La mujer trabaja como limpiadora y el marido, que va de empleo en empleo, anteponiendo un vago romanticismo político contestatario a la preservación del puesto y los ingresos correspondientes, se embarca en campañas de protesta contra casi cualquier cosa, como, en el tiempo del caso que refleja la película, contra el canon de los televisores para recibir los programas de la BBC, aunque él esgrima que ha desinstalado el receptor de dicha señal de su aparato y, por lo tanto, solo puede acceder a la televisión privada.  La mezcla de ingenuidad, candor y radicalismo izquierdista a la vieja usanza del protagonista lejos de convertirlo en un ser ridículo -que en parte lo es- lo hace entrañable para el espectador, porque estamos en presencia del loser tradicional, pero no al sórdido estilo usamericano, sino al irónico e ingenioso estilo inglés, lo cual le da a la película una dimensión humanista que no solo nos arranca la sonrisa, sino, también, un alud de buenos sentimientos cuando se trata de que un hombre tan encantador, a quienes sus hijos adoran, frente a lo mucho que lo desprecia su mujer, salga bien librado frente al inevitable encontronazo que ha de tener con la justicia.

         De hecho, la película arranca con él en el estrado declarándose inocente de cuantos cargos le caen encima por el motivo que da pie a toda la película: el robo de un cuadro de Goya en el que se representa al duque de Wellington, adquirido por la National Gallery tras salir a subasta, y por el que el Estado pagó casi 140.000 libras, las mismas que él pide en el rescate para fundar una asociación altruista en defensa de los jubilados británicos. Aunque el suceso se extendió durante cuatro años, la película lo comprime en pocos meses, lo que le da una viveza extraordinaria y nos permite ver el doble efecto de la sustracción: en el nivel policial, quienes atribuyen el robo a una trama sofisticada, probablemente extranjera, de ladrones de obras de arte, en el gubernamental de salvar el pellejo antes los media, y en el familiar, con un juego de descubrimiento del mismo por parte de la novia del hijo mayor en una secuencia llena de gracia e ingenio y resolución imaginativa.

         La triste vida de los esposos distanciados, las penalidades hogareñas y el hecho de, con tantos años, haber de seguir la esposa limpiando casas ajenas, mientras el marido por defender de una vejación a un inmigrante arriesga la continuidad en su recién encontrado trabajo nos da a entender, también, cuál era la situación de amplias capas de la población a comienzos de la década de los 60, aún, como quien dice, atrapados por las consecuencias de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial. Ese trabajo, además, en una panificadora industrial, era la expresión de su derrota tras los tres días en Londres en los que intenta, por última vez, «colocar» alguna de sus obras de teatro en las que él confía para tener una verdadera carrera literaria. Acaso por ello mismo se expuso a ser expulsado cuando salió en defensa de su compañero pakistaní supuestamente vejado. Momento en el que, también supuestamente, tomó la decisión de robar el cuadro que estaba en boca de todo el mundo y que, sin embargo, no estaba custodiado con especiales medidas de seguridad. Recuérdese, a este respecto, la aventura del súbdito que logró colarse en los aposentos de la reina Isabel II, y no hace mucho de ello…

         Desde que el cuadro aparece en casa de Kempton, entre él y su hijo pequeño se establece una complicidad que aumenta, si cabe, el abismo que hay entre los esposos y que la mujer se empeña en mantener abierto, aunque sin ensancharlo. El flashback que articula la película se retoma una vez que, habiendo ido las cosas demasiado lejos, Kempton decide devolver el cuadro, lo que significa entrar de nuevo —porque  sus campañas de protesta ya lo han llevado a la cárcel varias veces— en la cárcel. Y se inicia, entonces, el juicio, como fase final de la película, y sobre el que todo lo callaré.

         Lo que me ha fascinado de esta película, al margen de las interpretaciones soberbias de Mirren y Broadbent, es la pasmosa facilidad con que el director ha sabido entroncar con la tradición de las míticas comedias de la productora Ealing, que han contribuido como pocas a definir todo un género de la cinematografía británica.

         ¡Que disfruten de ella!

 

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