jueves, 19 de octubre de 2023

«La impaciencia del corazón», de Bille August o el vampirismo emocional.

 


La inefable progresión de un malentendido emocional o la delicadeza psicológica de Zweig.

 

 

Título original: Kysset

Año: 2022

Duración: 116 min.

País:  Dinamarca

Dirección: Bille August

Guion: Bille August, Greg Latter. Novela: Stefan Zweig

Música: Henrik Skram

Fotografía: Sebastian Blenkov.

Reparto:  Esben Smed Jensen; Clara Rosager; Lars Mikkelsen; Rosalinde Mynster; David Dencik; Thalita Beltrão Sørensen; Lukas Toya.

 

          No he leído la novela de Stefan Zweig, pero me he informado de que se trata de una de las más extensas escritas por él, tan aficionado a la distancia corta de la nouvelle, lo cual me invita a pensar en que se debe de tratar de un festín psicológico de primera magnitud. Editada anteriormente como La piedad peligrosa, al menos desde 1946, se nos presenta ahora con el título que toma la película de Bille August, quien, mediante una narración clásica, perfectamente ambientada, se ciñe desde el primer momento al nudo del relato y nos va sumergiendo en la angustia del protagonista, todo ello mediante una dirección preciosista que saca partido de la puesta en escena para entregarnos una película «de época» muy próxima a nosotros, sin embargo, porque el dilema que plantea pertenece al orden moral y salta, como cualquier asunto de conciencia, por encima de los condicionamientos temporales y sociales.

          Un joven desheredado de la fortuna será ayudado por una familiar rica para recibir una dote que le permita ingresar en el cuerpo de caballería, donde quiere hacer carrera para, andando el tiempo, devolver el préstamo a su tía. El joven es consciente de su ubicación en la jerarquía social, lo cual se manifiesta en los distintos orígenes de la mayoría de sus compañeros y cómo solo a través del férreo cumplimiento de sus obligaciones militares y de la «exhibición» de su sentido de la responsabilidad y de las «dotes de mando»  puede granjearse su respeto y el de sus superiores. Lo que en efecto sucede.

          En el curso de unas maniobras decide ayudar a un carruaje a salir del lodazal en el que se ha metido para que continúen ciertas damas su camino hacia el castillo del Señor de la comarca, cerca de las instalaciones militares. De allí, en agradecimiento, le llega una invitación a pasar una velada, cena y baile incluidos, en el castillo. Sus superiores no tardan en echar sobre sus hombros la responsabilidad de la representación de la institución militar, así como del buen nombre del regimiento al que pertenece. Todo discurre a la perfección, e incluso el cohibido joven acaba disfrutando de un breve éxito social. Pero llega el momento decisivo: sin darse cuenta de nada, se acerca a la hija del noble y la invita a bailar. Ella, sinceramente agradecida, intenta levantarse para corresponder a la invitación, pero no tarda en trastabillar y caer sentada en el sillón que ocupaba, ante el desconcierto del joven militar que descubre, entonces, los hierros de las prótesis que ayudan a la joven a desplazarse mediante muletas o con ayuda humana. Aturdido por su falta de tacto, producto de una disculpable ignorancia, el joven militar se excusa inmediatamente y abandona a toda prisa la velada.

          Al día siguiente, Anton se presenta en el palacete para presentar sus excusas por su comportamiento. Ese es el segundo momento peligroso de su existencia, tras la invitación al baile a la joven. El padre no solo lo disculpa, sino que insiste en que se reúna con su hija y que hablen, como los dos jóvenes que ambos son, pues entre ellos sabrán entenderse. El joven, de esa manera alentado, inicia una relación con Edith que llenará de simpatía y buen humor la vida de la joven inválida, cuyo proceso degenerativo parece progresar sin que el padre encuentre diagnósticos que le auguren una futura remisión de la enfermedad. Lo que está claro es que las visitas al palacete no solo se convierten en asiduas, sino que van a poner en peligro el cumplimiento de sus obligaciones militares. Poco a poco, siempre alentado por el padre, que ve con complacencia el cambio de humor que ha experimentado Edith desde que se relaciona con Anton, este se va sumiendo en un mar de atenciones equívocas que Edith considera propias de un noviazgo y el joven como un cúmulo de cortesías dictadas por la compasión, porque queda claro enseguida que de ningún modo está él enamorado de Edith, a pesar de que la amiga íntima de esta, con quien convive en palacio para ayudarla y confortarla, intenta disuadirlo de que Edith “lo” merece, y que ese «amor» que ella se niega a calificar,  puede serlo todo para Edith, un renacer a la vida que la aparte de la depresión, del abatimiento que se apodera ella al ver que no experimenta ninguna mejoría, a pesar de los tratamientos que su padre le busca con desesperación.

          ¡Qué sutileza la de Zweig y la de August para meternos en ese pozo sin fondo de la compasión que se acaba convirtiendo en un amor compasivo que pone al oficial en el brete de dejar la carrera militar para convertirse en el marido de Edith y en el heredero del ennoblecido señor del castillo! Esa sola posibilidad, oída subrepticiamente de labios de sus compañeros, casarse por dinero con una lisiada, obliga a Anton a tomar una decisión.

          Y hasta aquí llega el planteamiento. No puedo no debo ir más allá. Lo importante, para el espectador, es que, a pesar del asfixiante caso moral en que se sumerge el protagonista, el desarrollo del mismo es tan paulatino que nos lleva a sorprendernos al mismo tiempo que el propio protagonista: ¿Cómo ha sido posible que haya dejado que las «cosas» llegaran tan lejos? Todas las fases de las dudas de conciencia que tienen los personajes las vamos recorriendo sin dejar de hacer nuestras previsiones, desde luego, pero son tan hermosas las imágenes de August, con una espléndida y magnificente fotografía de Sebastian Blenkov, cuyas buenas maneras ya pude admirar en El caso Sloane, de John Madden.

          La sutileza psicológica siempre exige una interpretación a la altura de matices casi imperceptibles, y ahí es donde entran las representaciones ajustadísimas de  Esben Smed y de Clara Rosager, quienes llevan el peso de la película, aunque tengan compañeros de reparto de tanta categoría como Lars Mikkelsen. La sencillez narrativa de Bille August es engañosa, porque donde podría verse un decente y aseado «drama de época», él nos lleva a los más profundos recovecos de la conciencia moral de cada personaje y del tormento que se opera en ellas. Y lo hace, rehuyendo la trampa de la mediocre sentimentalidad y acercándonos a las estremecedoras dimensiones de la tragedia de unos destinos tan ambiguos como extraños.

          Dejo nota de la dificultad de compartir estrenos con los espectadores, porque el cine se está volviendo un espectáculo íntimo en vez de social, y, como pasa con los podcast, todos vemos unas programaciones que difícilmente suelen coincidir con la de familiares, amigos, conocidos y cinéfilos en general. En todo caso, se trata de una película aun al alcance de todos en una plataforma como Filmin, que, ¡afortunadamente!, se nutre de mucho fondo europeo.

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