Entre la
distopía, el golpismo o la revolución del terror lucrativo.
Título original: Nuevo orden
Año: 2020
Duración: 82 min.
País: México
Dirección: Michel Franco
Guion: Michel Franco
Música: Dmitri Shostakovich
Fotografía: Yves Cape
Reparto: Naian González
Norvind; Diego Boneta; Mónica del Carmen; Darío Yazbek Bernal; Fernando Cuautle;
Eligio Meléndez; Lisa Owen; Patricia Bernal; Enrique Singer; Gustavo Sánchez
Parra; Javier Sepulveda; Sebastian Silveti; Roberto Medina; Analy Castro;
Eduardo Victoria; Claudia
Lobo; Sophie Gómez.
Como es la primera
película que veo de Michel Franco, soy incapaz de ubicarla en el contexto de su
obra, pero, por lo leído, y dada su inclinación hacia temas dolorosamente
sociales, desigualdad, pobreza, marginación, etc., esta película bien puede encuadrarse
en esa línea temática del autor, aunque con un salto cualitativo que nos lleva
bastante más allá del habitual cine «de denuncia» y nos acerca a terrenos no
lejanos de la distopía o del realismo más descarnado, como los atentados del
grupo terrorista hamás nos han permitido comprobar. Lo más sorprendente de la
película es la función de testigo objetivo e imparcial de la cámara que recoge
cuanto acontece a partir de una anécdota superficial y bien popular: la
celebración de una boda. Aunque las imágenes del prólogo nos indican claramente
que se están produciendo una suerte de insurrección general en la capital del
país, la atención se deriva enseguida a una boda de la alta sociedad en la que
irrumpe un antiguo empleado de la casa cuya mujer necesita una operación urgente
que, por la toma popular del hospital, ha de hacerse en una clínica privada, y
cuyo importe quiere pedir en préstamos a los antiguos patronos suyos y de su
mujer. La llegada de invitados siempre va acompañada por un comentario de las
dificultades que han tenido para acceder al lugar de la boda. Pero la cámara
sigue a los diferentes invitados y a los novios sin que parezca que el exterior
pueda amenazar el desarrollo de la boda, hasta la llega del exempleado que pide
ayuda a la familia anfitriona de la boda. Algunos comentarios sobre la
corrupción de esas clases altas se cuelan en los diálogos de circunstancias, porque no hay un
desarrollo dramático que permita presentarnos a los personajes de la historia
que habrán de ser seguidos, excepto el de la novia, único referente al que
queda enganchado el espectador cuando decide, justo antes de casarse, llevarle
a la empleada el dinero para la operación. Mientras la novia se ha ausentado,
aparecen en la casa donde se celebra la boda unos insurgentes que atracan a los
presentes y van matando a quienes intentan oponérseles, una violencia extrema
que se manifiesta con un desapasionamiento fílmico glacial: todo entra dentro
de lo normal de una situación en la que no hay sentimentalismo ninguno: la vida
humana no vale nada; el botín lo es todo. Los ricos son los enemigos que se han
de abatir una vez se les haya sacado requisado todo lo que tengan de valor.
La historia va
creciendo exponencialmente en su alteración del orden constituido hasta que
advertimos que el ejército y la policía han tomado las calles, han decretado el
toque de queda y los movimientos de los ciudadanos están sometidos a fuertes restricciones
y controles. Los supuestos militares encapuchados van deteniendo a personas a
las que llevan a un centro de internamiento en el que son sometidas a torturas
propias de una dictadura militar al estilo de las de Argentina y Chile, además
de utilizarlas para chantajear a sus familiares. En ese momento —y recordemos
que la impasibilidad de la cámara que lo recoge todo como si fuera una película
documental nos impide, más allá de la peripecia de la novia, tener conocimiento
fidedigno de qué es lo que está sucediendo— los familiares de la novia se
reúnen con un militar de alta graduación que les promete reintegrar la joven al
hogar. El desconcierto del espectador y
su desasosiego aumenta también exponencialmente, porque lo que cualquiera piensa
es que se ha producido una intentona revolucionaria que ha tenido éxito y ha
posibilitado los desmanes de los oprimidos; pero enseguida ese mismo espectador
ha de llegar a la conclusión de que ese golpe es un golpe militar cuyo
fundamento es, par satisfacer a las tropas que cumplen ordenadamente la misión represiva,
permitir el saqueo de las familias ricas, y de ahí la represión en las cárceles
y las torturas propias de esas revueltas militares. El doble juego de los altos
mandos, que siguen manteniéndose a favor del orden constituido, mientras se
está subvirtiendo radicalmente por sus propias tropas es lo que más acerca la
película a las distopías, pero la crudeza de las imágenes, la crueldad de los
métodos, ofrecidos descarnadamente al espectador, le dejan a este, además de la
confusión, la sensación terrible de que, en cualquier momento, su vida, si
envuelta en hechos semejantes, no valdría ni un ochavo.
Al parecer, y
teniendo en cuenta la elección de la novia como principal hilo narrativo de una
obra prácticamente coral en la que se muestran sus padecimientos extremos, se
ha acusado al autor de exhibir una complacencia absoluta con los privilegios de
los ricos, a pesar del durísimo e impactante final de la película. Otros la han
comparado con una versión apocalíptica de El ángel exterminador, pero tampoco
parece que sea la referencia más ajustada. En esa confusión de protagonismos represores
estamos más cerca de los actuales «señores de la guerra» que de otras
estructuras más institucionalizadas, pero, sea cual sea la instancia de poder
que reprime a los ciudadanos, el resultado es siempre el mismo: las clases
desfavorecidas acaban pagando el pato de cualesquiera excesos de quienes los
hayan cometido, uniformados o enmascarados. En un mundo sin ley, el fusil
automático impone la suya.
Desasosegador
es un eufemismo, para la sensación que deja en el espectador una película que
mantiene una calidad fílmica excepcional, porque se trata de una obra con mucho
movimiento de personajes y figurantes que son captados con una sorprendente
verosimilitud. En ningún caso tenemos la sensación de estar ante actores
profesionales y sí, acongojados, de ver en las pantallas de televisión la labor
de unos reporteros que llevan, como pueden, a las casas de los espectadores el
despliegue represor de quienes sean que reprimen a la población, de quienes
roban y de quienes torturan y asesinan impunemente. Está claro que la realidad
mejicana, con casi cuarenta y tres mil homicidios en el 2022, nos habla de una
violencia latente con carácter casi estructural, de ahí que el salto cualitativo
hacia ese «nuevo orden» entre dentro de una lógica perfectamente verosímil.
No hay comentarios:
Publicar un comentario