domingo, 5 de noviembre de 2023

«Nuevo orden», de Michel Franco o la ambigüedad máxima.

 

Entre la distopía, el golpismo o la revolución del terror lucrativo.

 

Título original:  Nuevo orden

Año: 2020

Duración: 82 min.

País:  México

Dirección: Michel Franco

Guion: Michel Franco

Música: Dmitri Shostakovich

Fotografía: Yves Cape

Reparto: Naian González Norvind; Diego Boneta; Mónica del Carmen; Darío Yazbek Bernal; Fernando Cuautle; Eligio Meléndez; Lisa Owen; Patricia Bernal; Enrique Singer; Gustavo Sánchez Parra; Javier Sepulveda; Sebastian Silveti; Roberto Medina; Analy Castro;

Eduardo Victoria; Claudia Lobo; Sophie Gómez.

 

          Como es la primera película que veo de Michel Franco, soy incapaz de ubicarla en el contexto de su obra, pero, por lo leído, y dada su inclinación hacia temas dolorosamente sociales, desigualdad, pobreza, marginación, etc., esta película bien puede encuadrarse en esa línea temática del autor, aunque con un salto cualitativo que nos lleva bastante más allá del habitual cine «de denuncia» y nos acerca a terrenos no lejanos de la distopía o del realismo más descarnado, como los atentados del grupo terrorista hamás nos han permitido comprobar. Lo más sorprendente de la película es la función de testigo objetivo e imparcial de la cámara que recoge cuanto acontece a partir de una anécdota superficial y bien popular: la celebración de una boda. Aunque las imágenes del prólogo nos indican claramente que se están produciendo una suerte de insurrección general en la capital del país, la atención se deriva enseguida a una boda de la alta sociedad en la que irrumpe un antiguo empleado de la casa cuya mujer necesita una operación urgente que, por la toma popular del hospital, ha de hacerse en una clínica privada, y cuyo importe quiere pedir en préstamos a los antiguos patronos suyos y de su mujer. La llegada de invitados siempre va acompañada por un comentario de las dificultades que han tenido para acceder al lugar de la boda. Pero la cámara sigue a los diferentes invitados y a los novios sin que parezca que el exterior pueda amenazar el desarrollo de la boda, hasta la llega del exempleado que pide ayuda a la familia anfitriona de la boda. Algunos comentarios sobre la corrupción de esas clases altas se cuelan en los diálogos de circunstancias, porque no hay un desarrollo dramático que permita presentarnos a los personajes de la historia que habrán de ser seguidos, excepto el de la novia, único referente al que queda enganchado el espectador cuando decide, justo antes de casarse, llevarle a la empleada el dinero para la operación. Mientras la novia se ha ausentado, aparecen en la casa donde se celebra la boda unos insurgentes que atracan a los presentes y van matando a quienes intentan oponérseles, una violencia extrema que se manifiesta con un desapasionamiento fílmico glacial: todo entra dentro de lo normal de una situación en la que no hay sentimentalismo ninguno: la vida humana no vale nada; el botín lo es todo. Los ricos son los enemigos que se han de abatir una vez se les haya sacado requisado todo lo que tengan de valor.

          La historia va creciendo exponencialmente en su alteración del orden constituido hasta que advertimos que el ejército y la policía han tomado las calles, han decretado el toque de queda y los movimientos de los ciudadanos están sometidos a fuertes restricciones y controles. Los supuestos militares encapuchados van deteniendo a personas a las que llevan a un centro de internamiento en el que son sometidas a torturas propias de una dictadura militar al estilo de las de Argentina y Chile, además de utilizarlas para chantajear a sus familiares. En ese momento —y recordemos que la impasibilidad de la cámara que lo recoge todo como si fuera una película documental nos impide, más allá de la peripecia de la novia, tener conocimiento fidedigno de qué es lo que está sucediendo— los familiares de la novia se reúnen con un militar de alta graduación que les promete reintegrar la joven al hogar.  El desconcierto del espectador y su desasosiego aumenta también exponencialmente, porque lo que cualquiera piensa es que se ha producido una intentona revolucionaria que ha tenido éxito y ha posibilitado los desmanes de los oprimidos; pero enseguida ese mismo espectador ha de llegar a la conclusión de que ese golpe es un golpe militar cuyo fundamento es, par satisfacer a las tropas que cumplen ordenadamente la misión represiva, permitir el saqueo de las familias ricas, y de ahí la represión en las cárceles y las torturas propias de esas revueltas militares. El doble juego de los altos mandos, que siguen manteniéndose a favor del orden constituido, mientras se está subvirtiendo radicalmente por sus propias tropas es lo que más acerca la película a las distopías, pero la crudeza de las imágenes, la crueldad de los métodos, ofrecidos descarnadamente al espectador, le dejan a este, además de la confusión, la sensación terrible de que, en cualquier momento, su vida, si envuelta en hechos semejantes, no valdría ni un ochavo.

          Al parecer, y teniendo en cuenta la elección de la novia como principal hilo narrativo de una obra prácticamente coral en la que se muestran sus padecimientos extremos, se ha acusado al autor de exhibir una complacencia absoluta con los privilegios de los ricos, a pesar del durísimo e impactante final de la película. Otros la han comparado con una versión apocalíptica de El ángel exterminador, pero tampoco parece que sea la referencia más ajustada. En esa confusión de protagonismos represores estamos más cerca de los actuales «señores de la guerra» que de otras estructuras más institucionalizadas, pero, sea cual sea la instancia de poder que reprime a los ciudadanos, el resultado es siempre el mismo: las clases desfavorecidas acaban pagando el pato de cualesquiera excesos de quienes los hayan cometido, uniformados o enmascarados. En un mundo sin ley, el fusil automático impone la suya.

          Desasosegador es un eufemismo, para la sensación que deja en el espectador una película que mantiene una calidad fílmica excepcional, porque se trata de una obra con mucho movimiento de personajes y figurantes que son captados con una sorprendente verosimilitud. En ningún caso tenemos la sensación de estar ante actores profesionales y sí, acongojados, de ver en las pantallas de televisión la labor de unos reporteros que llevan, como pueden, a las casas de los espectadores el despliegue represor de quienes sean que reprimen a la población, de quienes roban y de quienes torturan y asesinan impunemente. Está claro que la realidad mejicana, con casi cuarenta y tres mil homicidios en el 2022, nos habla de una violencia latente con carácter casi estructural, de ahí que el salto cualitativo hacia ese «nuevo orden» entre dentro de una lógica perfectamente verosímil.

         

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