miércoles, 28 de agosto de 2024

«Historia de una monja», de Fred Zinnemann o el amor a la libertad.

 

El debate entre la esclavitud y la libertad como metáfora de la partitocracia.

 

Título original: The Nun's Story

Año: 1959

Duración: 149 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Fred Zinnemann

Guion: Robert Anderson. Novela: Kathryn Hulme

Reparto: Audrey Hepburn; Peter Finch; Edith Evans; Peggy Ashcroft; Dean Jagger; Mildred Dunnock; Beatrice Straight; Patricia Collinge; Rosalie Crutchley; Ruth White; Barbara O'Neil; Margaret Phillips; Patricia Bosworth; Colleen Dewhurst; Stephen Murray;

Lionel Jeffries; Niall MacGinnis.

Música: Franz Waxman

Fotografía: Franz Planer.

 

Fred Zinnemann fue un autor muy resultón de cara al público y a los premios, películas inolvidables suyas como Solo ante el peligro, Oklahoma, De aquí a la eternidad o esa tan poco citada que fue Un sombrero lleno de lluvia, nos hablan de un autor que desde su primera película documental en Alemania, Gente en domingo, junto a dos directores de lujo como Edward Siodmak y Edgar G. Ulmer, prometía grandes cosas. Por pereza, por mi pasión por la mística del XVI español y por mi afición a la vida y «movida» obra de Teresa de Jesús, nunca creí que Historia de una monja pudiera atraerme, seducirme o siquiera entretenerme. Finalmente, llegó el día en que decidimos darle una oportunidad para comprobar si la siempre magnífica Audrey Heburn se salía con la suya en un papel en apariencia tan  insípido. Mi sorpresa ha consistido, tras ver la película, con un metraje excesivo que podría haber sido aligerado en su primer tercio, a pesar del indudable valor documental del periodo de novicia, en que la película admitía una lectura política o politológica, porque la lucha interior de la hermana Luke es el debate entre la sumisión y la libertad, entre el acatamiento al dogma y la libertad de pensamiento y de expresión, entre la represión y la aceptación de nuestros instintos.

En la Europa de posguerra, en Bélgica,  que una joven de clase alta, hija de un cirujano y huérfana de madre, decida «meterse a monja» es vivido por su padre como una pérdida irreparable, sobre todo por los méritos y altas capacidades de la hija, pero en un acto de sagrada tolerancia no solo lo consiente, sino que contribuye a pagar la dote, indispensable, para poder profesar.

A partir del momento en que la joven novicia entra en el convento, vamos a asistir a una primera parte en que, concienzudamente, las postulantes serán «limpiadas» de su pasado, hasta del más nimio, para ofrecerse con absoluta virginidad de conciencia a la siembra de la nueva vida religiosa que las ocupará de por vida y a la que dedicarán todos y cada uno de sus actos hasta que se mueran. Aunque la estética de las ceremonias nos ofrece una visión documental de ese proceso, es importante destacar cómo el director usa a menudo el contraste de los dulces y rozagantes rostros de las jóvenes candidatas con los resecos y apergaminados de las monjas que han envejecido en su ministerio y su fe. No se espere, pues, una crítica demagógica de la alienación que sufren las jóvenes, porque la sutileza de la realización nos ofrece, a cambio, esos contrastes llenos de nítidos mensajes. La sumisión de las jóvenes ante un obispo cuya capa sostienen dos ayudantes, contemplada desde detrás como una suerte de perversión exhibicionista, incluido el beso del anillo en una mano caída por debajo de la cintura, son pruebas inequívocas de cómo progresa la erradicación en las jóvenes de cualquier atisbo de identificación con un «yo» que puedan preservar. Los ritos colectivos, el comportamiento diario en que se valora la delación de los pecados de otras hermanas, la necesidad de «autocastigarse» mediante un cilicio, pero sin caer en el orgullo de la demasía; porque huir de la vanidad y de la soberbia puede llevar a la soberbia de la humildad pretenciosa, una tentación que las novicias han de saber vencer.

La joven hermana Luke aspira, como enfermera que es, a realizar los cursos de medicina tropical para poder cumplir su sueño de ir a las misiones en el Congo belga y, tras haber sufrido algunas experiencias incluso traumáticas, como su paso por el hospital mental, en el que está a punto de perecer a manos de una interna cuyo peligro subestima en un exceso de autoconfianza, es enviada, finalmente, a cursar esos estudios en los que se va a poner a prueba algo sagrado para ella: su dominio del conocimiento. Su superiora le pide como ejemplo de desprendimiento de la soberbia del conocimiento que suspenda el examen para facilitar que sus hermanas lo aprueben. La lucha interior que se plasma en ella es el inicio de un combate que ya no va a dejar de atormentarla a lo largo de su vida, ni siquiera cuando consigue su objetivo y es enviada al Congo para trabajar al servicio de los más pobres. Su sorpresa será que es destinada a un hospital para blancos, como ayudante de un doctor, Peter Finch, espléndido en su papel de retador mefistofélico y sincero reconocedor de la abnegación de la joven enfermera, «desperdiciada» para el mundo, y muy valiosa profesional.

Si hay algo que chirríe en la película es la visión de una llegada al Congo belga en la que no hay ni rastro ni alusión ni sospecha ni evidencia, ¡ni nada!, de la atroz colonización de esa parte de África. La película se rodó en 1959 y creo que ni siquiera sospechaban que el proceso de descolonización que las autoridades belgas fijaban para un plazo de 20 años iba a producirse apenas un año después, en 1960. Baste, como dato empírico, que en 75 años de colonización Bélgica no había formado ningún universitario nativo. La historia posterior está llena de violencia, tribalismo salvaje y despotismo, pero nosotros estamos en una película en la que las monjas europeas tratan de paliar las carencias de una población autóctona a la que instan a convertirse a la religión católica, como se nos muestra en las ceremonias de Navidad, cánticos incluidos con niños blancos y negros en el coro, en un intento inusual de convivencia que no respondía a la realidad. Todos tenemos en la memoria las fotos de aquellos africanos exhibidos como atracción de feria en el parque Heysel de Bruselas, en lo que se bautizó como Kongorama.

El afán documentalista de Zinnemann lo lleva a rodar en el recinto destinado a los leprosos, en el que vive un cura que, para ser perdonado por haber cohabitado con una indígena, se ofreció como guardián y cuidador del lazareto, y a quien la hermana Luke visita para llevarse la terrible impresión de que la enfermedad ya se ha cebado en el sacerdote pecador.

Tras una penosa tuberculosis que el doctor logra revertir con cuidados y métodos novedosos que evitan que sea devuelta a la metrópolis, la hermana Luke profundiza intensamente en el principal conflicto que ha padecido desde que se le exigió que en aras de la humildad renunciase incluso a su saber profesional en detrimento de hermanas suyas. Poco a poco va calando en ella la idea de que no va a vencer jamás esa soberbia que le impide alienarse completamente, derrotarse, renegar de esa luminosidad que otorga el saber, por lo que poco a poco, como era de prever, llega a la conclusión de que no está hecha para el mundo de sumisión terrible que exige la institución conventual. En ningún momento ha tenido siquiera un vislumbre de que la gracia divina podría habitar en ella y justificar su vida al servicio de la divinidad, y de ahí la renuncia. La requetesobria y muda escena final en la que se la introduce en una habitación en la que ha de cambiar los hábitos por un traje de calle, llevando con ella la dote que donó para formar parte de la congregación, es impactante, porque mientras en el recibimiento se acercaron a ella con los parabienes y la dulzura propia de la felicidad de abrazar un nuevo estado y formar parte de una colectividad con una única función: ser esposas de Cristo; en la hora de la despedida, la puerta de esa habitación vestidor se abre con un resorte que la deja ante un callejón que la lleva a una calle de la ciudad, sin que nadie, obviamente, se despida de ella con la calidez humana que una decisión como la que ella tomó merecería.

¿Se advierte el símil político de esta película con la vida de nuestros partidos/congregaciones en los que los militantes renuncian al libre pensamiento en aras del culto al líder y a la «línea oficial in-dis-cu-ti-ble» del Partido? Demasiado nacionalcatolicismo en nuestra partitocracia, como para que unos anden dando lecciones a los otros y viceversa.

1 comentario:

  1. Gran reseña. La política y la religión guardan un paralelismo que se relaciona con algo de nuestro cerebro de reptil. Los partidos tienen un sentido que es la captura del poder, buscan cambiar la sociedad y amoldarla a sus cánones.

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