viernes, 28 de mayo de 2021

«The Rider» y «Nomadland», de Chloé Zhao o Bresson se va al «far west» en sus versiones animal y mecánica.

 


Título original: The Rider

Año: 2017

Duración: 104 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Chloé Zhao

Guion: Chloé Zhao

Música: Nathan Halpern

Fotografía: Joshua James Richards

Reparto: Brady Jandreau, Tim Jandreau, Lilly Jandreau, Terri Dawn Pourier, Cat Clifford, Lane Scott, Tanner Langdeau, James Calhoon, Derrick Janis.

 









Título original: Nomadland

Año: 2020

Duración: 108 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Chloé Zhao

Guion: Chloé Zhao. Libro: Jessica Bruder

Música: Ludovico Einaudi

Fotografía: Joshua James Richards

Reparto: Frances McDormand, David Strathairn, Linda May, Charlene Swankie, Bob Wells, Gay DeForest, Patricia Grier.

 

        

El intimismo en comunión con la naturaleza: la doble geografía del espíritu y del cuerpo: una conmovida y respetuosa contemplación de la vida y la libertad a caballo(s) entre Bresson y Antonioni…


Con retraso, pero ya he hecho los deberes: vista, pero no diré que disfrutada, la laureada de los Oscars de este 2021, cine no muy lejano de Las uvas de la ira, de John Ford, 7 oscars esta y 3 Nomadland, lo que indica que el buen gusto cinematográfico aún sigue teniendo cierto valor. Como soy crítico aplicado, quise ver antes la que la precede cronológicamente, The Rider, y ahí pequé como un tonto inexperto, porque lo que ha hecho la Academia es, en el fondo, enmendarse a sí misma por haber despreciado una cinta como The Rider que supera con creces a Nomadland y era acreedora a una buena cosecha de Oscars, porque la película es una joya que conviene ver después de Nomadland, si no se quiere que ese visionado nos afecte, como me ha pasado a mí.

         En realidad, estamos ante dos versiones de una misma historia. Por un lado, el cowboy, el jinete de rodeo, cosido a la naturaleza: a la tierra, a los caballos, a los suyos próximos e incluso a las armas; por el otro, como lo define uno de los personajes secundarios de la película, cuando la protagonista va a pedirle dinero a su hermana, la vieja historia de las caravanas de colonos del Far West: ambas, como se aprecia, historias de fuerte raigambre fordiana, aunque, como apunto en el título de la crítica, me parece que la directora, Zhao, tiene más presentes los ejemplos de Bresson y de Antonioni. Lo de Bresson cae por su propio peso, porque en The Rider los protagonistas son todo actores no profesionales que alcanzan unos niveles de veracidad y de emoción difíciles de conseguir con rostros conocidos, sobre todo porque hablamos de la historia de una herida imposiboe de cicatrizar: la renuncia a lo que constituye la razón de ser del protagonista, un héroe del rodeo que, por una caída que le ha abierto la cabeza, literalmente, ha quedado dañado de tal manera que nunca más va a poder volver a vivir esos 8 segundos que suponen el éxtasis de un jinete en tan terrible y peligroso espectáculo como el del rodeo. La película tiene un antecedente rodado por Nicholas Ray, Hombres errantes, criticada en este Ojo, muy próxima al desarrollo argumental de la de Zhao, y que merece un visionado antes o después de The Rider. El protagonista vive en una familia con escasos posibles y ha de tratar de reorientar su vida, para lo que se emplea como cajero en un supermercado, algo que percibe como una autodescalificación íntima. Poco a poco intenta retomar, al menos, su habilidad para la doma, con escenas extraordinarias que nos transmiten un amor por los caballos difícil de ejemplificar con mayor intensidad. La comunión entre el jinete y la cabalgadura, un auténtico centauro mitológico, es también la de la sabiduría de la persona que penetra los secretos de la naturaleza. Hay algo de chamán en la habilidad con que el protagonista se relaciona con los caballos. Por lo dicho, alguien podría pensar, no sin razón, que estamos más ante un documental que propiamente ante una película de ficción. Digamos que, apoyándose sólidamente en lo real, Zhao ha conseguido llevar hasta la cima de la ficción la vida de Brady Jandreau, de quien se diría que se ha pasado la vida rodando películas, a pesar de que su laconismo le facilite mucho la labor, pero los mejores vaqueros de Ford no son muy charlatanes que se diga… Zhao consigue, además, rodar unas imágenes de la naturaleza que van más allá del marco o de la puesta en escena. Hay algo del ritmo básico, fundamental, de la vida rural que se ajusta a unos ciclos muy distintos de los ciclos urbanos propios de la mayorçia de los espectadores, y en ellos es en los que se entiende a la perfección ese hieratismo del ser destrozado por su propia pasión: una herida abierta de par en par desde que asistimos a la contemplación de la cicatriz agresiva que le atraviesa el cráneo hasta un desenlace que me ahorro, porque forma parte muy hermosa de ese tempo lento en el que la directora sumerge a los espectadores para que estos vivan el drama del protagonista desde dentro de su proceso traumático. Es una historia mítica, porque nos habla de la escisión del centauro: la parte humana ha de volver a ser exclusivamente humana, independizándose, ¡sin saber cómo!, de la parte animal a la que se ha uncido, como quien dice, desde que aprendió a caminar, con la que forma un todo que solo la desgracia de un accidente terrible ha sido capaz de partir por la mitad. The Rider es una película mística, me atrevería a decir. El cielo del centauro, representado aquí por esas galopadas perfectamente sincronizadas, en las que renace el Centauro, son un sustituto de la catarsis violenta de la doma imposible de los «broncos» a la que se ve obligado a renunciar, no ya contra su voluntad, sino contra su propia alma. ¡Qué emocionante la escena en que a un amigo suyo que se ha quedado parapléjico, lo montan en una silla para imitar la monta de los «broncos»!

No me lo esperaba, lo confieso. Me pilló desprevenido tal raudal de emoción vital y estética, tan soberbia representación de una tragedia, porque la renuncia al propio ser, el único que uno desea ser, es la mayor de las tragedias que podamos imaginar. Y eso que el protagonista tiene a su alrededor, una hermana autista, un padre ludópata y alcohólico y un amigo tetrapléjico por una caída en un rodeo… Bresson sabía sacar de sus actores no profesionales lo que ni siquiera estos fueron capaces de imaginar que podrían sacar de sí; lo mismo, punto por punto, ocurre con los protagonistas de esta película, en la que el cowboy de rodeos herido sobresale con luz propia.

         Y de los hermosos caballos vivos de The Rider, Zhao, siguiendo la llamada de la productora y actriz Frances McDormand, se embarca en una película con caballos de vapor, Nomadland, en la que los escenarios naturales tienen la misma función protagonista que en The Rider, y en la que el espectro social de la misma no está lejos del de la película anterior. Nomadland trata de la aventura de unas personas que, incapaces de hacer frente a las deudas de sus hipotecas contratadas antes de la crisis fatídica de las subprime, cuando el edificio hipotecario usamericano se hundió, llevándose por delante bancos, empresas y arruinando a miles de hogares, deciden renunciar a sus pisos, instalarse en una autocaravana y recorrer el país siguiendo un itinerario en función del trabajo temporal que pueden hacer, sea el que sea, porque se trata de trabajos no cualificados. Asistimos a una visión desoladora de la otra cara del sueño usamericano, y la mayoría de los nomadlandistas, permítaseme el neologismo, son personas de edad y dañadas emocionalmente por historias que, como la del creador de una organización de ayuda a dichos derrotados, se nos van a ir contando a lo largo de la película, lo que acentúa el fuerte carácter documental de la película. Al final, está claro, lo que prevalece es la imagen de esa «libertad» tan usamericana de montarse en el caballo y recorrer el país, parando donde sea necesario para ganar lo justo y seguir alimentando la propia independencia, no sujetos ni a rutinas deletéreas ni a compromisos absurdos ni a esperanzas ingenuas. De lo que no hay duda es de que la vida de caravanista es dura, e incluso despiadada, a pesar de los muchos pesares, y de que, cuando ya nada te ata, porque has perdido lo que más amabas —y sigues amando— en el mundo, tu soledad es una más entre las muchas que recorren las carreteras del país; pero no es menos cierto que, llegado el caso del reencuentro, el contacto estrecho que has forjado con otros caravanistas tiene una densidad humana difícil de alcanzar en las relaciones estereotipadas de nuestras vidas urbanas. Sí, de nuevo el contraste entre los espacios abiertos y la vida ciudadana —ese tópico que ya se remonta a la aurea mediocritas de Horacio; y en nuestra literatura española a Antonio de Guevara, Menosprecio de corte y alabanza de aldea, y a Fray Luis, Oda a la vida retirada— aparece como ya lo hacía en The Rider. En ese sentido, hay también una suerte de aventura de descubrimiento del propio país que no se ha de despreciar en ese espíritu nómada que refleja la película. En última instancia, y más allá del cambio de la casa por la caravana —«no soy una homeless, sino una houseless», precisa la protagonista con indudable acierto—, lo cierto es que la protagonista ha desenterrado las raíces que la ataban al sitio donde vivía con su marido, ya fallecido, y ha optado por el «camino», que,  ya sea en On the Road, de Jack Kerouac o en The Road de Cormac McCarthy, es un espacio mítico del american way of life, por supuesto,y de ahí que la despedida ritual entre los nómadas sea esa: see you on the road. Si añadimos el concepto de caravana, propio de la conquista del Oeste, estamos, pues, ante una película usamericanísima por los cuatro costados. Supongo que eso también, junto con la loa del espíritu asociativo de los usamericanos, tan elogiable, ha influido lo suyo en la concesión de los Oscars a la película. Que todo ello, además, retrate a los «perdedores» de ese sueño usamericano añade un compromiso con su dolorosa realidad que, como sucedió en el caso de Las uvas de la ira, escoge la narración de la Historia desde el lado de los desfavorecidos, porque en ella hay una verdad que la directora ha sabido plasmar sin demagogias de ningún tipo ni panfletos que no venían al caso: hay mucha dignidad entre esos nómadas, y una aceptación estoica de su destino que son un ejemplo para todos.

         La interpretación de Frances McDormand, lo mismo que la de David Strathairn (Las flores de Harrison, de Élie Chouraqui; Buenas noches, y buena suerte, de George Clooney) tienen un mérito muy notable, porque en modo alguno desentonan de la del resto de nómadas que se representan a sí mismos, añadiendo un trozo de vida real a la escasa ficción de la película, del mismo modo que en The Rider los actores no eran profesionales. Solo han necesitado para ello aparecer tal y como la edad, sin retoques de cirugía, los ha respetado o maltratado, juzgue cada cual. Lo que sí se advierte, al menos en el «personaje» de McDormand es la intensa erosión emocional que le ha supuesto el rodaje de la película, y de ahí, imagino, la «perentoria necesidad» de presentarse en la gala de los Oscars completamente ajena a ni una pizca del glamour que suele exhibirse en esa feria de las vanidades que es dicha ceremonia. Intuyo, por la interpretación de la actriz, un proceso interior de experiencias intelectuañes y emocionales que deben de haberla afectado muy poderosamente. A su manera, se advierte en esa gesta interpretativa un poco aquel límite al que, salvando las distancias, Dreyer llevó a Maria Falconetti en La pasión de Juana de Arco. En todo caso, ha de agradecérsele la enorme sensibilidad social que nos ha demostrado al embarcarse en un proyecto que ha culminado con tanto éxito, y que en modo alguno puede dejar indiferente a ningún espectador sensible.

         Son muchas las escenas conmovedoras que reflejan los dramas humanos que se nos cuentan, pero, frente a ellas, me quedo con la convicción de quien tras relatar la tragedia de  la pérdida del hijo le dice a la protagonista que el anillo de casada que lleva es un circulo que expresa el amor inacabable que representa y que aún lleva en el dedo como aliento y esperanza. Dicho queda.

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