Entre el documental y la hagiografía del héroe
sentimental: Hombres errantes o la encumbrada ética de los perdedores.
Título original: The Lusty Men
Año: 1952
Duración: 113 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Nicholas Ray
Guion: Horace McCoy, David Dortort (Novela: Claude Stanush)
Música: Roy Webb
Fotografía: Lee Garmes (B&W)
Reparto: Robert Mitchum, Susan Hayward, Arthur Kennedy, Arthur Hunnicutt, Frank Faylen, Glenn Strange, Lane Chandler, Walter Coy,
Carol Nugent, Maria Hart, Lorna Thayer.
Del mismo modo que Johnny Guitar no tiene de western más
que la época en que transcurre la acción, ciertos decorados y el vestuario, Hombres errantes, que no es un western
ni por la época ni por el vestuario, tiene todas las trazas del mejor de ellos,
porque el viejo pistolero -en este caso un héroe legendario del rodeo- que
regresa en busca de la tranquilidad del hogar, dispuesto a “instalarse” en vez
de continuar con ese nomadismo legendario de los héroes del far west, siempre dispuestos a iniciar
de nuevo su vida baqueteada en cualquier lugar, va a convertirse en el rival
amoroso de un ambicioso inexperto que quiere ocupar su puesto en ese mundo de
los rodeos, a medio camino entre la tradición de los viejos cow-boys y el
espectáculo circense. Se ha escrito mucho sobre el concepto de “western
decadente”, algunos hablan, incluso, tomando el concepto de la Literatura, del “dirty
western”, y Hombres errantes caería
de lleno bajo esa etiqueta, aunque no estamos lejos, por supuesto, de un excelente
melodrama. La aparición en la película de filmaciones documentales sobre rodeos
auténticos le concede a la película una veracidad notable que contribuye poderosamente
a ambientar una doble historia de ambición, lealtad y respetuoso pero ardiente
amor en la que el trío protagonista, con un impecable Robert Mitchum, nos
atrapa a los espectadores. La historia es simple, un hambriento de gloria y de
dinero, aficionado a los rodeos, descubre, junto su casa, a una vieja gloria de los mismos y
consigue de él que se convierta en su asesor/entrenador para probar suerte en
ese mundo competitivo que va de feria en feria encandilando a los espectadores
con un espectáculo que apela al sentimentalismo con que se reviven los tiempos
heroicos de los cow-boys que conquistaron el oeste. Una vez que, tras los
entrenamiento de rigor, aceden al circuito y se integran en la troupe que
recorre los caminos, la película deriva hacia un intimismo de la vida cotidiana
de esos esforzados de la ruta circense que cuentan sus apariciones por heridas,
leves o graves, que marcan sus carreras profesionales, a tiempo que irrumpe la
perspectiva femenina de las acompañantes de los héroes. Esa bipartición de
perspectivas enriquece mucho el desarrollo de la trama y favorece la aparición
del melodrama, porque cuando el candidato a recoger el testigo del viejo rey
del rodeo llega a la cumbre, su comportamiento sigue el esquema clásico de
quienes pierden de vista la realidad que los rodea y se dejan llevar por un
triunfo que los aparta de las sólidas raíces de su vida anterior. En este caso,
Arthur Kennedy, espléndido en este papel, como en casi todos cuantos hizo a lo
largo de su vida como actor, le había prometido a su esposa -Susan Hayward borda
el papel de mujer desengañada pero siempre con la esperanza de que su alocado
marido recobre la cordura y se avenga a razones y a sentimientos compartidos-,
que en cuanto sacaran dinero suficiente para comprar el rancho de sus sueños,
lo dejaría. Eso es lo mismo, por otro lado, que busca su mentor, Mitchum, quien,
con una discreta elegancia amorosa, aguarda su oportunidad para ofrecerse a la
mujer como la mejor versión sedentaria de una relación tranquila. En esa
dirección parece discurrir todo hasta que, advertido Mitchum de la
imposibilidad de que la mujer lo prefiera a su esposo, decide “arrebatarle” la
gloria del cetro de los cow-boys a su heredero para jugar su última carta de
prestigio ante ella. A pesar de sus lesiones, ocurre lo que se intuye, una
espuela retiene el pie del vaquero tras ser derribado (No hay caballo que no pueda ser montado, ni vaquero que no pueda ser
derribado es la declaración de principios de la película.) y el
protagonista, Jeff es arrastrado por el animal hasta que consiguen
desengancharlo. ¿Resultado? Una costilla le perfora el pulmón y muere en brazos
de su amor imposible en una escena acorde con la dimensión mítica del héroe legendario
de los rodeos. Conocida la muerte, el heredero sufre el último desengaño y se
reconcilia con su esposa, un happy end con sabor a moraleja que no anula, de
ninguna de las maneras, la soberbia interpretación del trío protagonista, con
un duelo de réplicas a cargo de Mitchum que harán las delicias de los
seguidores de Ray y que contribuyen a dotar de ese halo mítico al personaje
protagonista. Veinte años después, Sam Pechinpah dirigió Junior
Bonner, con Steve McQueen, ahondando en la misma temática, pero, a mi modo
de ver, Ray se lleva el gato al agua, no solo por la fotografía en blanco y
negro y unos encuadres intimistas que adensan la trama, sino porque su visión
por de dentro del mundo de los rodeos, la Fiesta Nacional usamericana por excelencia,
después de la Super Bowl, permite tener una visión muy cercana de lo que hay
detrás del espectáculo. Además de la relación triangular hay algunos otros
retratos de personajes cuyo relieve
permite entender la película, hasta cierto punto, como una cinta coral, comunitaria. Nicholas
Ray sabía imprimir a sus películas una aureola de clásicos que, al menos en
este caso, es la mar de convincente, de ahí la fluidez de la narración y las
tomas siempre espectaculares del rodeo. Una gozada, ciertamente.
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