sábado, 14 de mayo de 2022

«Vidas distantes», de Andrei Konchalovsky o el gótico contemporáneo.

 

Choque de culturas sin salir de Usamérica: Nueva York y los humedales de Louisiana

Título original: Shy People

Año: 1987

Duración: 118 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Andrei Konchalovsky

Guion: Andrei Konchalovsky, Marjorie David, Gérard Brach. Historia: Andrei Konchalovsky

Música: Tangerine Dream

Fotografía: Chris Menges

Reparto: Jill Clayburgh, Barbara Hershey, Martha Plimpton, Merritt Butrick, John Philbin, Don Swayze, Pruitt Taylor Vince, Mare Winningham.

 

         En los humedales de Louisiana que forma el Mississippi antes de su desembocadura, lugar que fuera hogar de los cajunes, los colonos franceses que hubieron de refugiarse en ellos cuando el territorio pasó de ser dominio francés a ser dominio británico, transcurre esta historia dramática en la que se ventila un choque entre formas de vida tan alejadas como la sofisticada de una periodista de la revista Cosmopolitan y una familia que vive en los humedales como esas sectas religiosas que reniegan de los avances tecnológicos y no disponen ni de gas ni de electricidad, aunque sí de una pequeña embarcación a motor que los conecta con el mundo,  un mundo que, sin embargo, no frecuentan.

         La periodista sabe que desciende de una familia que vivía en esos humedales y que aún tiene una prima a la que no conoce que sigue viviendo en ellos. Tiene una hija adolescente que, por rebeldía antimaterna, entre otras cosas, está saliendo con quien había sido amante de la madre y la ha introducido en el consumo de drogas. La hija ha de resignarse a acompañar a su madre en ese viaje a medio camino, aún no lo sabe bien, entre el «turismo», el «viaje aventurero» o la «antropología». Ese es el descubrimiento que, al mismo tiempo que las protagonistas neoyorquinas, haremos los espectadores a medida que avance la película. El primer aviso de que nos internamos en «territorio salvaje» es la reticencia de un policía a acompañarlas hasta la casa misma donde vive la prima, en medio de los humedales, una geografía tan atractiva como escalofriante y propensa a la creación de leyendas que tienen que ver con los vivos y con los muertos, cuyos espíritus diríase que navegan por esas aguas, confundidos con los troncos desmochados que emergen de las aguas cenagosas.

         Llegados a este punto, ¡cómo no acordarse ipso facto de Aguas pantanosas, de Jean Renoir!, donde Dana Andrews interpretó su primer papel de protagonista! Esta se rodó en Georgia, pero se ve que todos los humedales son iguales, a efectos dramáticos, porque, como sucede en esta historia, son escenarios propensos a dramas muy primitivos, estrechamente ligados con la supervivencia, pero que exigen, al mismo tiempo, de sus moradores, una suerte de sumisión a esa dura ley. A diferencia de Los cuatro hijos de Katie Elder, de Henry Hathaway, aquí es la madre de cuatro hijos quien ha construido un semirrégimen de terror que esclaviza a sus hijos para permanecer a su lado en condiciones de vida muy precarias y, por supuesto, sin más formación que la nula brindada por la madre, un carácter forjado en la adversidad que echa de menos permanentemente la figura del padre, perseguido por la Justicia, y a quien odia con inusitado resentimiento, porque, a su juicio —y saber si lo tiene o no, «juicio», es uno de los alicientes de la historia— la abandonó a ella y a sus cuatro hijos a su «suerte». Los dos modelos de matriarcas, el permisivo de la exitosa periodista neoyorquina y el «inmisericorde» de la mujer autoritaria  del humedal, chocan y asistiremos, como no podía ser de otra manera, a la sutil comprensión recíproca entre ambas mujeres.

         La historia progresa, así pues, en el sentido de ir descubriendo, sobre todo, la tremebunda historia de la mujer del humedal y de sus cuatro hijos, dos viven libremente, uno con innegable retraso mental, el otro, violento padre futuro de una criatura cuya madre, simple como la formulación química del agua, vive con ellos, aunque todo su empeño sea «volver» a la civilización, si bien lo que hace la suegra es comprarle una televisión «de pilas» que la joven usa para ver la televisión basura —telepredicadores, concurso, etc.— que la une a esa «civilización». El hijo menor, enfrentado a la madre, vive en una jaula, y  el mayor, que no existe para la madre, vive en la ciudad, regentando un club de strip-tease. Con todo, el retrato del padre, con gran mostacho negrísimo, como sus ojos y su cabello, preside el comedor de la rústica vivienda donde las neoyorquinas creen que van a pasar unos días haciendo turismo de aventura. Me adelanto, aunque, en este punto, tal revelación tenga poco de tal, a constatar que cuando el hijo mayor regresa a la casa y se sienta a comer con sus hermanos y su madre, lo hace en una de las cabeceras, justo debajo del retrato de su padre, al que es clavado.

         Durante la excursión que hacen ambas primas a la ciudad, la hija de la periodista se queda sola con los tres chicos, y no se le ocurre otra cosa que colocarlos con cocaína, después de haber liberado al hijo cautivo, con el que hace una bellísima excursión por los contornos, porque, como era previsible, la exploración fotográfica de los humedales consigue imágenes de una belleza extraordinaria, algo que Konchalovsky ya consiguió en Paraíso, aunque en esta en un maravilloso blanco y negro. Esas dos líneas paralelas van a generar un crescendo del que la película, hasta ese momento interesante, pero relativamente plácida, se beneficia para un tramo final lleno de desasosiego, emoción y altura dramática impactante. Como advierto, por FilmAffinity, que no es una película que haya suscitado el interés mayoritario del público, me apresuro a recomendarla fervientemente, porque  si en alguna ocasión tiene sentido lo de la «América profunda», es en este, en efecto.

Siendo un director que me parece tan versátil como brillante, confieso que, por circunstancias ajenas a mi deseo, no llegué a tiempo de ver Queridos camaradas, pero, tras haber visto esta, en las antípodas estilísticas y temáticas de un peliculón tan apabullante como El tren del infierno, auténtica sublimación de las películas «de acción», haré por verla cuanto antes.  Eso sí, no se me despisten de esta tragedia matriarcal y gótica en la que no sabemos qué nos estremece más, si la agreste belleza de los humedales o el drama que justifica una vida.

Dicho lo anterior, conviene dejar constancia de la interpretación magnífica de todo el elenco, pero muy especialmente de la de Barbara Hershey y de la de la neololita —hay guiños al respecto— Martha Plimpton.

[Nota: En 1980, los cajunes , con lengua, música, gastronomía, etc. propias, fueron reconocidos cono grupo étnico por el gobierno usamericano. ]

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