Choque
de culturas sin salir de Usamérica: Nueva York y los humedales de Louisiana
Título original: Shy People
Año: 1987
Duración: 118 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Andrei
Konchalovsky
Guion: Andrei Konchalovsky,
Marjorie David, Gérard Brach. Historia: Andrei Konchalovsky
Música: Tangerine Dream
Fotografía: Chris Menges
Reparto: Jill Clayburgh, Barbara Hershey, Martha Plimpton, Merritt
Butrick, John Philbin, Don Swayze, Pruitt Taylor Vince, Mare Winningham.
En los humedales de Louisiana que
forma el Mississippi antes de su desembocadura, lugar que fuera hogar de
los cajunes, los colonos franceses que hubieron de refugiarse en ellos cuando
el territorio pasó de ser dominio francés a ser dominio británico, transcurre
esta historia dramática en la que se ventila un choque entre formas de vida tan
alejadas como la sofisticada de una periodista de la revista Cosmopolitan y una
familia que vive en los humedales como esas sectas religiosas que reniegan de
los avances tecnológicos y no disponen ni de gas ni de electricidad, aunque sí
de una pequeña embarcación a motor que los conecta con el mundo, un mundo que, sin embargo, no frecuentan.
La periodista
sabe que desciende de una familia que vivía en esos humedales y que aún tiene
una prima a la que no conoce que sigue viviendo en ellos. Tiene una hija
adolescente que, por rebeldía antimaterna, entre otras cosas, está saliendo con
quien había sido amante de la madre y la ha introducido en el consumo de
drogas. La hija ha de resignarse a acompañar a su madre en ese viaje a medio
camino, aún no lo sabe bien, entre el «turismo», el «viaje aventurero» o la «antropología».
Ese es el descubrimiento que, al mismo tiempo que las protagonistas
neoyorquinas, haremos los espectadores a medida que avance la película. El
primer aviso de que nos internamos en «territorio salvaje» es la reticencia de un
policía a acompañarlas hasta la casa misma donde vive la prima, en medio de los
humedales, una geografía tan atractiva como escalofriante y propensa a la
creación de leyendas que tienen que ver con los vivos y con los muertos, cuyos espíritus
diríase que navegan por esas aguas, confundidos con los troncos desmochados que
emergen de las aguas cenagosas.
Llegados a este
punto, ¡cómo no acordarse ipso facto de Aguas pantanosas, de Jean
Renoir!, donde Dana Andrews interpretó su primer papel de protagonista! Esta se
rodó en Georgia, pero se ve que todos los humedales son iguales, a efectos
dramáticos, porque, como sucede en esta historia, son escenarios propensos a
dramas muy primitivos, estrechamente ligados con la supervivencia, pero que
exigen, al mismo tiempo, de sus moradores, una suerte de sumisión a esa dura
ley. A diferencia de Los cuatro hijos de Katie Elder, de Henry Hathaway,
aquí es la madre de cuatro hijos quien ha construido un semirrégimen de terror
que esclaviza a sus hijos para permanecer a su lado en condiciones de vida muy
precarias y, por supuesto, sin más formación que la nula brindada por la madre,
un carácter forjado en la adversidad que echa de menos permanentemente la
figura del padre, perseguido por la Justicia, y a quien odia con inusitado
resentimiento, porque, a su juicio —y saber si lo tiene o no, «juicio», es uno
de los alicientes de la historia— la abandonó a ella y a sus cuatro hijos a su «suerte».
Los dos modelos de matriarcas, el permisivo de la exitosa periodista neoyorquina
y el «inmisericorde» de la mujer autoritaria
del humedal, chocan y asistiremos, como no podía ser de otra manera, a la
sutil comprensión recíproca entre ambas mujeres.
La historia
progresa, así pues, en el sentido de ir descubriendo, sobre todo, la tremebunda
historia de la mujer del humedal y de sus cuatro hijos, dos viven libremente,
uno con innegable retraso mental, el otro, violento padre futuro de una
criatura cuya madre, simple como la formulación química del agua, vive con
ellos, aunque todo su empeño sea «volver» a la civilización, si bien lo que
hace la suegra es comprarle una televisión «de pilas» que la joven usa para ver
la televisión basura —telepredicadores, concurso, etc.— que la une a esa «civilización».
El hijo menor, enfrentado a la madre, vive en una jaula, y el mayor, que no existe para la madre, vive en
la ciudad, regentando un club de strip-tease. Con todo, el retrato del
padre, con gran mostacho negrísimo, como sus ojos y su cabello, preside el
comedor de la rústica vivienda donde las neoyorquinas creen que van a pasar
unos días haciendo turismo de aventura. Me adelanto, aunque, en este punto, tal
revelación tenga poco de tal, a constatar que cuando el hijo mayor regresa a la
casa y se sienta a comer con sus hermanos y su madre, lo hace en una de las
cabeceras, justo debajo del retrato de su padre, al que es clavado.
Durante la excursión
que hacen ambas primas a la ciudad, la hija de la periodista se queda sola con
los tres chicos, y no se le ocurre otra cosa que colocarlos con cocaína,
después de haber liberado al hijo cautivo, con el que hace una bellísima
excursión por los contornos, porque, como era previsible, la exploración
fotográfica de los humedales consigue imágenes de una belleza extraordinaria,
algo que Konchalovsky ya consiguió en Paraíso, aunque en esta en un
maravilloso blanco y negro. Esas dos líneas paralelas van a generar un
crescendo del que la película, hasta ese momento interesante, pero
relativamente plácida, se beneficia para un tramo final lleno de desasosiego, emoción
y altura dramática impactante. Como advierto, por FilmAffinity, que no es una
película que haya suscitado el interés mayoritario del público, me apresuro a
recomendarla fervientemente, porque si
en alguna ocasión tiene sentido lo de la «América profunda», es en este, en
efecto.
Siendo un director que me parece tan
versátil como brillante, confieso que, por circunstancias ajenas a mi deseo, no
llegué a tiempo de ver Queridos camaradas, pero, tras haber visto
esta, en las antípodas estilísticas y temáticas de un peliculón tan apabullante
como El tren del infierno, auténtica sublimación de las películas «de
acción», haré por verla cuanto antes.
Eso sí, no se me despisten de esta tragedia matriarcal y gótica en la
que no sabemos qué nos estremece más, si la agreste belleza de los humedales o
el drama que justifica una vida.
Dicho lo anterior, conviene dejar
constancia de la interpretación magnífica de todo el elenco, pero muy
especialmente de la de Barbara Hershey y de la de la neololita —hay guiños al
respecto— Martha Plimpton.
[Nota: En 1980, los cajunes , con lengua, música, gastronomía,
etc. propias, fueron reconocidos cono grupo étnico por el gobierno usamericano.
]
No hay comentarios:
Publicar un comentario