martes, 7 de junio de 2022

«El barón de Arizona,» de Samuel Fuller, los inicios mayúsculos.

 

La baronesa

El barón

La historia de una falsificación que pudo cambiar la geografía de los Estados Unidos de América.

 

Título original:  The Baron of Arizona

Año: 1950

Duración: 97 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Samuel Fuller

Guion: Samuel Fuller

Música: Paul Dunlap

Fotografía: James Wong Howe (B&W)

Reparto: Vincent Price, Ellen Drew, Vladimir Sokoloff, Beulah Bondi, Tina Pine, Sam Flint, Reed Hadley, Robert Barrat, Robin Short, Karen Kester, Margia Dean, Gene Roth, Jonathan Hale, Edward Keane, Barbara Woodell, I. Stanford Jolley, Herman Hack, Bert Stevens, Fred Kohler Jr., Tristram Coffin, Angelo Rossitto, Jack Tornek.

 

         Mientras veía esta «rareza», la segunda película del gran Samuel Fuller, me revoloteaba ante los ojos el fantasma de Los contrabandistas de Moonfleet, de Fritz Lang, quizás por aquello del «espíritu» de las historias que pueden compartir tramas muy distintas, pero luego he constatado que esta precede en cinco años a aquella. Acabada de ver, está claro que, quizás por ese mismo «espíritu», se me viene a la memoria Los timadores, de Stephen Frears, aunque tampoco con ella comparta gran cosa del argumento. En Filmin te la venden como una suerte de Atrápame si puedes, de Steven Spielberg que a mí, por cierto, me aburrió soberanamente. No ocurrió lo mismo con Los falsificadores, de Stefan Ruzowitzky, con la que la de Fuller guarda más relación, porque se presta mucha atención a la parte técnica de la falsificación.

         Cuando pensamos en una película de Fuller se nos vienen a la cabeza títulos míticos como Corredor sin retorno, La casa de bambú, Yuma o Perro blanco, pero pocos habrán visto su segunda incursión en la dirección, esta El barón de Arizona que toma como pretexto un caso real para en hora y media de película contarnos una historia que abarca, en la realidad,  cuarenta años de los protagonistas. Casi podría mostrarse en las escuelas de cine como un ejercicio de elipsis a través de fundidos en negro que confieren a la historia un desarrollo propiamente galopante.

Aunque el tema central es la falsificación de una identidad, la de la  supuesta heredera de la familia Peralta, Sofía, en quien recaen los derechos de herencia de esas tierras, como acreditan los documentos de concesión de tierras custodiados en un monasterio de San Pedro de Alcántara, en cuya orden profesó el falsificador durante tres años para tener acceso a los mismos, la película nos ofrece una trama paralela que acaba convirtiéndose en la principal de la película: el enamoramiento de Sofía Peralta de su benefactor desde que, siendo niña, la educa para que se convierta en lo que él ha diseñado para ella: la heredera de la baronía de Peralta y, en consecuencia, la titularidad de  los derechos de propiedad sobre las tierras de Arizona concedidos por el rey español Fernando VI, Fuller desarrolla, en clave de película de aventuras, una historia en la que, teniendo siempre en primer plano la forja trabajosa de la falsificación, acaba derivando, después, cuando el protector se ha casado, finalmente, con su pupila, en una historia en la que el amor vence a la ambición de riqueza, con la consiguiente lucha moral que se desata entre ambos esposos cuando el cruce de acusaciones y juicios, los Peralta al gobierno de los Estados Unidos de América y estos contra el falsificador, logran tener el vilo no solo a los pequeños propietarios de Arizona, sino incluso al gobierno federal, y, por supuesto, a los espectadores que seguimos la peripecia como si temiéramos, de la noche a la mañana, enterarnos de que  Arizona ha dejado de ser un estado usamericano… y ha de reincorporarse a la corona española.

¿Cómo se produce el milagro de construir una trepidante película con mimbres tan aparentemente endebles? No hay duda: por la enérgica dirección de Samuel Fuller, quien reúne cuatro géneros en una sola película; el cine de aventuras; el cine gótico, el melodrama y el cine de tribunales;  por la fotografía de uno de los grandes de todos los tiempos:  James Wong Howe, doble ganador del Oscar a la mejor fotografía por Hud, de Martin Ritt y por La rosa tatuada, de Daniel Mann;  por la presencia avasalladora de Vincent Price en un papel muy alejado de su reconocimiento como icono del cine de terror, y, para mí, por la magnífica interpretación de Ellen Drew, ya en los compases finales de su carrera, pero una poderosa coprotagonista que, le roba no poca película a Price en el último tercio de película y muy especialmente en el desenlace.

A pesar de que la historia nos describe a un personaje calculador, frío, sediento de poder y de riqueza, que ha trazado un impecable plan de expolio nada menos que de toda un estado de la Unión, el espectador, al menos yo, no puede dejar de sentir, hasta cierto punto, una acusada simpatía por el falsificador profesional que no duda en sacrificar buena parte de su vida en el monasterio español o en unirse a una tribu gitana que le permite acceder al palacio donde se guarda una copia del libro que él ha falsificado, lo que ha de hacer con la copia para no delatarse. Sí, sí…, no se precipiten, sé que se preguntan si no peca de inverosímil la historia, pero conviene que no olviden que se trata de un caso real, aunque sí, en efecto, Fuller ha «romantizado» convenientemente una historia que en el caso de los personajes reales dista más que mucho de ser tan glamurosa, pero no ha de reprochársele, sino lo contrario, porque, gracias a esa dimensión idealizadora de la historia, la película se sigue con total interés.

Cuando estalla la tensión entre los «barones» y el pueblo que ve cómo sus títulos de propiedad quedan en nada y han de recomprarle las tierras al barón, ¡qué estupendas secuencias de acción rueda un enamorado de la creatividad que alumbra la violencia desatada! La puesta en escena, de la choza al palacio,  pasando por el convento, forma parte de la credibilidad general de la película, y se confirma plenamente en las sombras del linchamiento del barón sobre el mapa colgado en la pared de «su» territorio: Arizona. La estructura de la película, un flashback que se inicia en una reunión de políticos y terratenientes que celebran la declaración de Arizona como nuevo estado de la Unión, da paso a una noche de tormenta en la que un desconocido llama a la puerta de una humilde choza interesándose por si vive allí una niña llamada Sofía, porque lo que ella no sabe aún es que está emparentada con los Peralta y, como tal, va a ser el vehículo para la reclamación de las antiguas tierras concedidas a su baronía. Esa lluvia aparecerá, también, al final de la película, cerrando la historia, pero eso es mejor que lo vean los espectadores por ellos mismos…

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