Título original: The Baron of Arizona
Año: 1950
Duración: 97 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Samuel Fuller
Guion: Samuel Fuller
Música: Paul Dunlap
Fotografía: James Wong Howe (B&W)
Reparto: Vincent Price, Ellen Drew, Vladimir Sokoloff, Beulah Bondi,
Tina Pine, Sam Flint, Reed Hadley, Robert Barrat, Robin Short, Karen Kester,
Margia Dean, Gene Roth, Jonathan Hale, Edward Keane, Barbara Woodell, I.
Stanford Jolley, Herman Hack, Bert Stevens, Fred Kohler Jr., Tristram Coffin,
Angelo Rossitto, Jack Tornek.
Mientras veía esta «rareza», la
segunda película del gran Samuel Fuller, me revoloteaba ante los ojos el
fantasma de Los contrabandistas de Moonfleet, de Fritz Lang, quizás por
aquello del «espíritu» de las historias que pueden compartir tramas muy
distintas, pero luego he constatado que esta precede en cinco años a aquella. Acabada
de ver, está claro que, quizás por ese mismo «espíritu», se me viene a la
memoria Los timadores, de Stephen Frears, aunque tampoco con ella
comparta gran cosa del argumento. En Filmin te la venden como una suerte de Atrápame
si puedes, de Steven Spielberg que a mí, por cierto, me aburrió soberanamente.
No ocurrió lo mismo con Los falsificadores, de Stefan Ruzowitzky,
con la que la de Fuller guarda más relación, porque se presta mucha atención a
la parte técnica de la falsificación.
Cuando pensamos
en una película de Fuller se nos vienen a la cabeza títulos míticos como Corredor
sin retorno, La casa de bambú, Yuma o Perro blanco,
pero pocos habrán visto su segunda incursión en la dirección, esta El barón
de Arizona que toma como pretexto un caso real para en hora y media de
película contarnos una historia que abarca, en la realidad, cuarenta años de los protagonistas. Casi podría
mostrarse en las escuelas de cine como un ejercicio de elipsis a través de
fundidos en negro que confieren a la historia un desarrollo propiamente
galopante.
Aunque el tema central es la falsificación
de una identidad, la de la supuesta
heredera de la familia Peralta, Sofía, en quien recaen los derechos de herencia
de esas tierras, como acreditan los documentos de concesión de tierras
custodiados en un monasterio de San Pedro de Alcántara, en cuya orden profesó el falsificador durante tres años para
tener acceso a los mismos, la película nos ofrece una trama paralela que acaba
convirtiéndose en la principal de la película: el enamoramiento de Sofía
Peralta de su benefactor desde que, siendo niña, la educa para que se convierta
en lo que él ha diseñado para ella: la heredera de la baronía de Peralta y, en
consecuencia, la titularidad de los
derechos de propiedad sobre las tierras de Arizona concedidos por el rey
español Fernando VI, Fuller desarrolla, en clave de película de aventuras, una
historia en la que, teniendo siempre en primer plano la forja trabajosa de la
falsificación, acaba derivando, después, cuando el protector se ha casado,
finalmente, con su pupila, en una historia en la que el amor vence a la ambición
de riqueza, con la consiguiente lucha moral que se desata entre ambos esposos
cuando el cruce de acusaciones y juicios, los Peralta al gobierno de los
Estados Unidos de América y estos contra el falsificador, logran tener el vilo
no solo a los pequeños propietarios de Arizona, sino incluso al gobierno federal,
y, por supuesto, a los espectadores que seguimos la peripecia como si temiéramos,
de la noche a la mañana, enterarnos de que
Arizona ha dejado de ser un estado usamericano… y ha de reincorporarse a
la corona española.
¿Cómo se produce el milagro de construir
una trepidante película con mimbres tan aparentemente endebles? No hay duda:
por la enérgica dirección de Samuel Fuller, quien reúne cuatro géneros en una
sola película; el cine de aventuras; el cine gótico, el melodrama y el cine de
tribunales; por la fotografía de uno de
los grandes de todos los tiempos: James
Wong Howe, doble ganador del Oscar a la mejor fotografía por Hud, de
Martin Ritt y por La rosa tatuada, de Daniel Mann; por la presencia avasalladora de Vincent Price
en un papel muy alejado de su reconocimiento como icono del cine de terror, y,
para mí, por la magnífica interpretación de Ellen Drew, ya en los compases
finales de su carrera, pero una poderosa coprotagonista que, le roba no poca
película a Price en el último tercio de película y muy especialmente en el
desenlace.
A pesar de que la historia nos describe a
un personaje calculador, frío, sediento de poder y de riqueza, que ha trazado
un impecable plan de expolio nada menos que de toda un estado de la Unión, el
espectador, al menos yo, no puede dejar de sentir, hasta cierto punto, una
acusada simpatía por el falsificador profesional que no duda en sacrificar buena
parte de su vida en el monasterio español o en unirse a una tribu gitana que le
permite acceder al palacio donde se guarda una copia del libro que él ha
falsificado, lo que ha de hacer con la copia para no delatarse. Sí, sí…, no se
precipiten, sé que se preguntan si no peca de inverosímil la historia, pero
conviene que no olviden que se trata de un caso real, aunque sí, en efecto,
Fuller ha «romantizado» convenientemente una historia que en el caso de los
personajes reales dista más que mucho de ser tan glamurosa, pero no ha de
reprochársele, sino lo contrario, porque, gracias a esa dimensión idealizadora
de la historia, la película se sigue con total interés.
Cuando estalla la tensión entre los «barones»
y el pueblo que ve cómo sus títulos de propiedad quedan en nada y han de
recomprarle las tierras al barón, ¡qué estupendas secuencias de acción rueda un
enamorado de la creatividad que alumbra la violencia desatada! La puesta en
escena, de la choza al palacio, pasando
por el convento, forma parte de la credibilidad general de la película, y se confirma
plenamente en las sombras del linchamiento del barón sobre el mapa colgado en
la pared de «su» territorio: Arizona. La estructura de la película, un
flashback que se inicia en una reunión de políticos y terratenientes que
celebran la declaración de Arizona como nuevo estado de la Unión, da paso a una
noche de tormenta en la que un desconocido llama a la puerta de una humilde
choza interesándose por si vive allí una niña llamada Sofía, porque lo que ella
no sabe aún es que está emparentada con los Peralta y, como tal, va a ser el
vehículo para la reclamación de las antiguas tierras concedidas a su baronía. Esa
lluvia aparecerá, también, al final de la película, cerrando la historia, pero
eso es mejor que lo vean los espectadores por ellos mismos…
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