Los desgarros
de la paz para los samuráis, una institución declinante: una poderosa película
expresionista con un desenlace apoteósico.
Título original: Seppuku
(Harakiri)
Año: 1962
Duración: 133 min.
País: Japón
Dirección: Masaki Kobayashi
Guion: Shinobu Hashimoto.
Historia: Yasuhiko Takiguchi
Música: Tôru Takemitsu
Fotografía: Yoshio Miyajima
(B&W)
Reparto: Tatsuya Nakadai;
Rentarô Mikuni; Akira Ishihama; Shima Iwashita;
Tetsurô Tanba; Masao
Mishima: Ichirô Nakatani; Kei Sato; Yoshio Inaba; Hisashi Igawa; Tôru Takeuchi;
Yoshio Aoki; Tatsuo Matsumura; Akiji Kobayashi; Kôichi Hayashi; Ryutaro Gomi;
Jo Azumi ; Nakajirô Tomita.
No nos hacemos
cargo de que cuando Alonso Quijano se encarna en don Quijote, los caballeros
andantes llevan ya más de tres siglos desaparecidos de la vida corriente… Lo
digo porque esta historia de samuráis venidos a menos en el siglo XVII japonés
apunta ya al declive y muerte de una institución poco menos que «sagrada» y
alrededor de la cual se han tejido historia, leyenda y mito hasta llegar a
nuestros días, y ahí está Mishima, uno de los últimos practicantes públicos de
una ceremonia mítica de la cultura de los samuráis: el harakiri, que llevó a
cabo en 1970, tras el fallido intento de un golpe de estado político para
reentronizar al Emperador en un estado que se opusiera a la occidentalización
del país.
El panorama
descrito por el autor nos habla de la llegada de la paz al país y, en consecuencia,
del deambular de samuráis que no pueden contratar su espada con ningún bando y
se asilvestran como los soldados rebeldes del Sud que, tras perder la Guerra de
Secesión, se convierten en forajidos. En este caso particular, todo se centra
en la figura de los samuráis que se presentan en las casas nobles con la
amenaza de hacerse el harakiri para provocar la compasión de los señores y
obtener la gracia de que o los contraten al servicio de la casa o les den una
gratificación para poder subsistir, porque los efectos de la guerra pasada han
dejado una estela de miseria, desempleo y hambruna.
A una casa
llega un joven samurái que pretende hacerse el harakiri, pero, en el último
momento, pide una prórroga de tres días para resolver unos asuntos familiares
inexcusables. El señor de la casa, harto de las viles amenazas bravuconas de
esos samuráis pedigüeños, que son la deshonra de la institución, le obliga a
cumplir su propósito, si bien —más tarde se sabrá que por haber empeñado su
espada para socorrer a su mujer y a su hijo enfermos— no dispone sino de una
espada de bambú, lo que complica la sanguinaria ceremonia hasta lo indecible.
Buena parte de
la historia se cuenta en flash back cuando a esa misma casa se presenta
otro hombre, mayor, que llega determinado a hacerse también el harakiri.
Solicita la venia de contar su historia, antes de hacerlo, la recibe y,
entonces comenzará el espectador a comprender la primera parte en la que el
joven se ha hecho un salvaje harakiri, precipitado, en su final, por la espada
de los esbirros del señor local. Con breves vueltas al presente desde el que se
narra la historia, esta se constituye cono una denuncia del engaño y la
traición al férreo código de los samuráis que practica ese jefe de clan, cuya
reacción frente a las revelaciones del aspirante a hacerse el harakiri van
asumiendo un manipulador carácter defensivo de sus samuráis de guardarropía: lo
importante es, sobre todo, que no llegue a oídos del pueblo su deshonra ni la
de sus hombres, a lo que el aspirante al harakiri ha contribuido eficazmente.
El concepto del
honor, capital en nuestros siglos XVI y XVII, como vemos en innumerables obras
de esos siglos fabulosos de la literatura española, tiene en esta película un
interés capital, porque en torno a ese código sagrado de los samuráis, lo que
exige, a lo que obliga, y el compromiso que se asume, por parte de quien se
convierte en samurái, de honrar dicho código, se articula toda la historia, un
drama que deviene estremecedora tragedia cuyo acto final supone unos momentos
de cine como es difícil recordar haber visto, al menos, desde las espléndidas y
casi míticas imágenes de las mieses en Ordet, de Dreyer.
La película está
rodada en un blanco y negro muy contrastado y, en la medida en que se vehicula
a través de muy pocos personajes, hay un uso del primer y primerísimo plano que
dota a la película de un halo clásico que la acerca a los grandes clásicos,
entre los que, sin duda, ocupa un puesto de honor. Desde Eisenstein hasta el
mismísimo Dreyer, antes citado, hay en Harakiri, de Kobayashi toda una
lección del mejor cine, el cual es inseparable de las excelentes actuaciones de
unos actores y una actriz que comunican, más allá del austero repertorio de
gestos de la vida japonesa, una intensidad dramática que sobrecoge a cualquier
espectador. Es inevitable mencionar a Kurosawa, compañero suyo de generación y,
en parte, hermano mayor; pero de lo que no hay duda es del vigor narrativo de
un autor muy preocupado por hacernos llegar un mensaje ético inconfundible: la
falsedad, el engaño, la mentira, no consolidan instituciones, sino que contribuyen
a su desmoronamiento. Que esa lección se concentre en un final apoteósico con
no poca acción fuera de plano, pero con los efectos de la misma en el rostro
del señor en cuya casa quien le contó su historia terrible, no solo pretende
alcanzar el honor del harakiri, sino, por la misma muerte, la deshonra de un
señor innoble, es uno de los grandes aciertos de la película.
¿Hasta qué punto
estamos ante una película de samuráis? Eso solo lo sabremos en el desenlace.
Pero, dada la tragedia que se desarrolla ente nuestros ojos, está fuera de toda
duda que el discurso ético se impone al bélico, a pesar del desenlace. Y la
capacidad de Kobayashi para irnos metiendo en las razones y las emociones del
viejo samuráis que busca el sacrificio y la venganza es extraordinaria. Está
claro que a algunos espectadores nerviosos les ponen de los mismos las
películas orientales que nos muestran su «ritmo» de vida protocolario y ceremonial,
máxime si los acompañan tomas fijas en espacios prácticamente desnudos, aunque,
en esta ocasión, las pinturas decorativas de algunas estancias tienen un mérito
maravilloso; pero a poco que se «acomoden» al hacer pausado de los personajes
que dominan la trama, irán entrando en ciertos abismos sociales y psicológicos
que ensancharan sus gustos cinematográficos.
Dispónganse a
ver un peliculón que se fijará en su memoria visual para siempre.
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