domingo, 25 de agosto de 2019

«Final Portrait: El arte de la amistad», de Stanley Tucci: Giacometti tras los pinceles.




El doble retrato, al óleo y con palabras, del artista estrafalario y del escritor como modelo virtuoso: Final Portrait o el mundo aparte e inaccesible del artista genial. 

Título original: Final Portrait
Año: 2017
Duración: 90 min.
País: Reino Unido
Dirección: Stanley Tucci
Guion: Stanley Tucci
Música: Evan Lurie
Fotografía: Danny Cohen
Reparto: Geoffrey Rush,  Armie Hammer,  Clémence Poésy,  Tony Shalhoub,  James Faulkner, Sylvie Testud,  Martyn Mayger,  Takatsuna Mukai,  Dolly Ballea, Begoña Fernández Martín.

Dos años antes de su fallecimiento, Giacometti invita a un amigo suyo, James Lord,  a posar para un retrato, intuyendo, quizás, que se trataría de su última obra pictórica, él, que ha pasado a la historia como escultor, no como pintor. Estamos, pues, ante una de esas películas «artísticas» que tienen la virtud de alejar al gran público de las pantallas, porque toda la acción de la película será psicológica y porque, además, tiene todos los números para desarrollarse en un escenario único, como así sucede, por más que el estudio de un artista, para el buen entendedor, tenga más paisajes, y más variados, que una superproducción internacional de Bond, James Bond, por ejemplo.

La mínima anécdota argumental, relativamente bien exprimida por el director, aun a riesgo de caer en una reiteración de la que se salva por los pinceles, es tan sencilla como complejo el proceso que dispara, porque lo que vamos  a ver, de forma privilegiada, es el proceso titubeante de la epifanía del arte, del surgimiento de la obra desde el reto del lienzo en blanco, del enrevesado y tortuoso camino que seguirá el artista para acabar asintiendo a lo que es mejor, al final, «no meneallo», tras un camino de ensayo y error que acaba sacando de sus casillas al paciente modelo, quien va posponiendo cada tres días su regreso urgente a Usamérica, para desesperación de sus interlocutores, y también al artista, quien una y otra vez se derrumba ante la imposibilidad de plasmar en el lienzo lo que ve con nitidez en su imaginación, desesperado por su incapacidad senil para plasmar lo que con tanta claridad se le representa así que desvía la mirada y se fija en el modelo. No extraña que el modelo quisiera llevar al papel ese proceso, en forma autobiográfica, porque tener el privilegio no ya de ser modelo, sino de ser un crítico que asiste al espectáculo de la creación a escasos dos metros del artista no está al alcance de todo el mundo, y eso sí que lo transmite la película con generosidad. La visión del artista, a pesar de proceder del recuento biográfico del modelo, se nos presenta en la película como el punto de vista de un tercero que se ha colado subrepticiamente en esa extraña relación en la que al modelo le toca el papel pasivo de espectador de la extravagancia moral y artística de un artista en su fase crepuscular, quien mantiene una relación matrimonial abierta que le permite frecuentar a una prostituta de lujo a la que colma de regalos caros que despiertan, en un momento dado, los celos de la mujer. La puesta en escena se centra en el estudio del artista, al lado del cual tiene algo así como un cuchitril donde se aloja. Se trata de un estudio rudimentario de 23 metros cuadrados en el número 46 de la calle Hippolyte-Maindron en París, en el barrio de Montparnasse,  en un estudio mítico inmortalizado por grandes fotógrafos como Brassaï, Robert Doisneau, Sabine Weiss o Ernst Scheidegger. Pasar cuarenta años de vida y creación en un espacio tan reducido, por fuerza ha de conferir a este algo más que un papel protagonista en una película biográfica sobre el escultor y pintor, y eso sí que lo sabe aprovechar Tucci, quien se recrea con la cámara, como un buen pintor de bodegones, en todos y cada uno de los elemento que «componen» ese espacio, por el que Giacometti se mueve, con el cigarrillo terciado en los labios y con el aire desengañado de un dios que no acaba de estar satisfecho de unas creaciones que va retocando amorosamente con sus manos, sin saber nunca cuándo va darlas por acabadas.
La personalidad de Giacometti, insobornablemente libre, libérrima, en realidad, está perfectamente encarnada por Geoffrey Rush, quien nos ofrece una suerte de Giacometti redivivo, a juzgar por lo sobresaliente del parecido. Se trata de un hombre tan parco en palabras que cuando encadena tres frases seguidas nos parece un prodigio de verbosidad. La película nos muestra su desapego al dinero, al que no le da excesivo valor, su total falta de respeto a lo que podríamos entender como una vida «reglada» y su anarquizante conducta que solo cede ante el impulso creador, el único compromiso que pasa por delante de cualquier otra circunstancia de su vida. Da igual a qué hora del día o de la noche sienta la llamada de la creación: allí está él satisfaciendo esa necesidad perentoria, independientemente de la vida de quienes la comparten con él.
A medida que avanza la realización del retrato, advertimos la importancia de ese espacio que parece darle sentido a la vida del escultor. Giacometti solo es él, de verdad, realmente, mientras deambula por su estudio, fumando y con el abrigo puesto para evitar el frío -el estudio ni siquiera tenía agua caliente…-, retocando aquí una pieza, allá otra, y descubriendo incluso originales de dibujos y bocetos suyos cuya existencia ignoraba. Giacometti vive en sus últimos años un amor fou con una prostituta que no impedirá que sufra, además, la extorsión de su proxeneta, pero Giacometti no parece ser una persona dispuesta a entrar en polémicas o disputas: pagará el precio      que sea para poder seguir disfrutando de los interesados favores de la joven.
La verdadera desesperación es la del joven modelo que ha accedido al deseo del autor, sin que nada indique que ese retrato llegará a ser pintado alguna vez, dada la estrategia penelopiana del autor: deshace todo lo pintado para volverlo a iniciar de nuevo al día siguiente. James Lord es el espectador privilegiado de la impotencia que alega Giacometti sesión tras sesión para justificar que no dé por bueno nada de lo que pinta: en el marco de un estudio lleno de obras  a medio acabar, de trastos y objetos hermosos  acumulados durante cuarenta años, Giacometti se nos aparece como una figura espectral en un mundo propio y extraño por el que solo él deambula como pedro por su casa, aunque presa de una insatisfacción casi metafísica.
¿Intuía el artista su próximo final? ¿Sus paseos por el cementerio en animada conversación con el modelo forman parte de esas «postrimerías»? Gracias a los registros fotográficos de lo pintada cada día, tomados por el modelo, disponemos de las 18 versiones que hubo del cuadro antes de llegar no necesariamente a la definitiva, que, para muchos, no será la mejor de la serie, sin embargo. La película, lo aviso, no es apta para los amantes de una acción externa que «entretenga»; estamos ante una película psicológica sobre un genio poco comunicativo, además. Y los silencios son más elocuentes que las conversaciones. Eso sí, la cámara descriptiva de Tucci, muy en la línea del maestro Ophüls, sabe describir con precisión la insólita geografía apasionante de esa vida circunscrita a un espacio tan áspero, tan reducido y tan suficiente, al mismo tiempo, para crear una obra de importancia mundial.

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