jueves, 31 de marzo de 2022

«Zaza», de Allan Dwan, al servicio de Gloria Swanson.






Una versión muy libre de Nana, en la que la Swanson se desluce como frívola y brilla como trágica.

 

Título original: Zaza

Año: 1923

Duración: 84 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Allan Dwan

Guion: Albert S. Le Vino. Obra: Pierre Berton, Charles Simon

Fotografía: Harold Rosson (B&W)

Reparto: Gloria Swanson, H.B. Warner, Ferdinand Gottschalk, Lucille La Verne, Mary Thurman, Yvonne Hughes, Riley Hatch, L. Rogers Lytton, Ivan Linow.

 

Pierre Berton, el autor de la obra teatral que sirve de base literaria a esta película, estaba especializado en adaptaciones libres al teatro de obras de otros autores, Byron, Shakespeare, Maupassant, etc. Viene este dato a cuento de que esta Zaza cuya autoría se atribuye, legítimamente, bien podría haber sido añadida a su colección como inspirada en la Nana de Zola, y no debe de ser casual el juego fonético de los nombres de las protagonistas de ambas obras que, además, comparten profesión, artista de revista, y cualidades como la de volver locos a los hombres,  a quienes parece que les gusta el modelo «castigador» y «agresivo» que también comparten ambas protagonistas. Comienzo con esta reflexión porque apenas empezar a ver la actuación estelar de Gloria Swanson, me ha venido a la memoria visual la de la mujer de Renoir en su adaptación lujosísima de Nana al cine, Catherine Hessling, si bien esta me resultó bastante más insoportable que el personaje que interpreta Swanson. Sus contoneos constantes también me han recordado los de Mae West, pero esta picante actriz sabía sacar de ellos un partido que no consigue la Swanson, quien tiene más de mujer histérica que de mujer temperamental, aunque a veces, como en la secuencia de la pelea con su rival en el teatro de variedades, Mary Thurman, sí que está a la altura del papel. Contrasta, además, con la sobria elegancia y belleza de su criada, Yvonne Hughes, quien, a título de anécdota,  murió estrangulada a sus 50 años, y quien no tuvo una carrera afortunada en el cine, aunque compartió tres películas con la Swanson.

Resulta sorprendente que los modales zafios y autoritarios de una actriz que, en escena, tampoco comete ningún atrevimiento especial en cuanto a la ligereza de ropa, y cuyo principal número consiste en columpiarse por encima de la platea mientras arroja flores y, en un momento dado, los zapatos; resulta sorprendente, digo, que logre enamorar al diplomático Dufresne, a quien tientan con una embajada en Nueva York. Cuando sufre un accidente mal intencionado por parte de su rival, Dufresne renuncia a todo por ella y la visita en la cabaña en el campo donde la instala. Zaza está convencida de que acabará casándose con su protector, pero cuando se entera de que se ha ido a París acompañado por otra mujer, monta en cólera, sobre todo porque poquísimo antes había renunciado a un contrato que era la ilusión de toda su vida: debutar en un teatro en París, cantando, y muy especialmente Plaisir d’amour, de Jean-Paul Égide Martini, una canción que tiene una presencia especial en la película porque es la que oye tocar cuando, hecha una furia, un vendaval, se presenta en casa de Dufresne y descubre que quien la toca es su hija y que él está casado.

Lo dicho nos confirma, pues, que estamos en presencia de un señor melodrama con todas las de la ley, que recuerda tanto Nana como La Traviata, muy anterior esta, con todo, a Nana y a Zaza, y modelo inmortal del género. No solo, ya, por el papel que juega la música, tan destacado, en la trama, sino porque lo que comienza como una exhibición entre despótica e infantil de una criatura mimada por la suerte —porque insisto en que ni con lupa se le encuentra en este papel a la Swanson la capacidad de seducción a la que cede su enamorado, bastante mayor que ella, todo sea dicho de paso— va abriéndose paso, desde el despecho de haber sido engañada por su amante —¡y qué moderna suena la llamada de Florian, ahora su amiga del alma, a seducir a los hombres y burlarse de ellos como ellos lo hacen de ellas—, una transformación, la propia del corazón roto, de la protagonista hacia una asunción de la madurez y la seriedad, olvidando la «pose» de bella caprichosa que, dicho sea de paso, resulta insoportable mientras dura.  Es hermosa la admonición que le dirige a la amiga que provocó su caída del columpio:  Si alguna vez has de escoger entre romperte el cuello o el corazón, elige el cuello. Aunque la Swanson tiene unos ojos espectaculares y una mirada muy expresiva, del resto de sus rasgos y de su físico en modo alguno se deriva la impresión que, más adelante,  nos causarían estrellas como Ava Gardner, Rita Hayworth, Elizabeth Taylor o Marilyn Monroe. En la parte dramática de la película, la actriz gana en dominio de sí y los primeros planos del dolor, dejando de lado los tópicos gestos del antebrazo sobre el rostro, hacen justicia al personaje.        

La película fue un exitazo en su día, y hoy se ve más con mirada arqueológica, aunque complacida, que con la de la sorpresa de hallarnos ante una obra, no sé, como el Michael de Dreyer, por ejemplo. Su director fue reivindicado por el fallecido Peter Bogdanovich, pero, a pesar de su excelente trabajo y una puesta en escena muy del estilo magnificente de la época para las mansiones de la alta sociedad, así como el bucolismo exacto del refugio  campestre donde la estrella se recupera del accidente que la deja al borde de quedar lisiada de por vida, los excesivos amaneramientos de la actriz protagonista, en dos tercios de la película, la lastran, ciertamente, aunque en el último tercio mejora lo suficiente como para ver con placer ese tramo final. Personalmente, he de confesar que, buena o mala, solo por ser la primera película antigua que veía de la Swanson —¡maravillosa en El crepúsculo de los dioses, de Wilder!—, ya estaba dispuesto a verla de principio a fin, como, a pesar de mi cinefilia, no hago con todas, por supuesto. (¡Qué interesante sería un libro sobre «las películas con las que no pude…»!) Y no me arrepiento, porque, más allá de los gustos populares de los años 20, la Swanson se reivindica como lo que fue, una gran estrella del séptimo arte.

martes, 29 de marzo de 2022

«Sueño de amor», de Charles Vidor y George Cukor, los límites del «biopic».

El fenómeno de los fans nació con Liszt: el primer concertista «solista» megaestrella que levantó pasiones en los auditorios.

 

Título original: Song Without End

Año: 1960

Duración: 141 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Charles Vidor, George Cukor

Guion: Oscar Millard

Música: Morris Stoloff, Harry Sukman

Fotografía: James Wong Howe

Reparto: Dirk Bogarde, Capucine, Geneviève Page, Patricia Morison, Ivan Desny, Martita Hunt, Lyndon Brook, Alexander Davion.

 

         Desde la traducción del título ya advertimos que una vida tan interesante como la de Franz Liszt va a ser jibarizada de tal manera que todo se centre, o casi, en el complicado itinerario amoroso del artista, aunque apuntando, de pasado, algunos de los conflictos íntimos que lo afligieron durante toda su vida, desde la tensa relación con su padre hasta sus dudas y angustias de tipo religioso, que, al menos en la película, nos invita a evocar la figura de un grande de nuestras letras patrias, Lope de Vega, aunque mientras este llegó a ser ordenado sacerdote, Liszt solo tomó las «órdenes menores». Si sumamos que la película la inició Charles Vidor, quien murió con el rodaje en curso, y fue sustituido por George Cukor, no tardamos en apreciar una disparidad de propósitos e incluso estilos que acaban confundiendo a los espectadores: al principio todo resulta francamente acartonado y con no poca dificultad emerge la verdadera vida conflictiva del músico en esos primeros compases de la película. Cukor ordenó reescribir el guion para hacer suya la película, pero hubo de ajustarse a un proyecto de producción que limitaba mucho su capacidad de innovación. Estamos ante una superproducción con una inversión en vestuario y puesta en escena que deja maravillados a los espectadores, una función a la que ni puede ni debe renunciar el cine, desde luego. Otra cosa es que, junto a la bellísima música que es punto neurálgico de la película, todo quede en esa bella apariencia, y aunque hay algo de ello, no es menos cierto que las interpretaciones del trío protagonista: Dirk Bogarde, Capucine y Geneviève Page elevan la trama muy por encima de esos condicionamientos del proyecto; sobre todo la apasionada interpretación de Bogarde, quien representa a la perfección el endiosamiento de un artista que fue consciente de ser lo que ahora representa una superestrella pop. Ken Russell, en su Lisztsomania, trató de acercarse a ese fenómeno específico, pero lo hizo muy pasado de vueltas, cayendo en la caricatura e incluso la parodia bufa. La presente película, apegada, en principio, a un estricto realismo, nos ofrece una visión del artista, del virtuoso y del compositor, al alcance de los gustos estéticos del común de los mortales y deja entrever, aunque de forma muy fragmentaria, la riqueza de una larga vida en la que atravesó tantas fases distintas que bien podría haber dado cada una para una película.

         Liszt fue un virtuoso que no solo creó escuela, sino que pasó por ser, en su tiempo y muchos otros después del suyo, «el» virtuoso por excelencia, aunque en nuestros días no podamos ni imaginar cómo serían aquellas interpretaciones. La película contiene obras suyas tan representativas como el Liebesträume o la alegre Campanella, que nos permiten hacernos a la idea de su virtuosismo, aunque Liszt ejecutó partituras de otros compositores e incluso compuso no pocas variaciones sobre temas ajenos. Lo sorprendente, vista la película sin un conocimiento de la vida del autor, es el fenómeno de la megaestrella que fue y cómo levantaba unas pasiones que incluían multitudinarias manifestaciones de entusiasmo por su arte inigualable. La mujer de sus hijos, que luego fuera preterida por su enamoramiento de una princesa ucraniana, le dice a su rival, con la que coincide en casa de su madre, que no se las prometa muy felices, porque Liszt solo está casado con el teclado y con la ebriedad de su celebridad.

         A lo largo de la película, larga como buen biopic que se precie, se advierte la lucha incesante de Liszt entre su dedicación al virtuosismo y su necesidad de componer obra que «quede» y que esté a la altura de la de los genios a quienes él interpreta en su instrumento; así mismo, es muy notable el respeto a su condición en un mundo de aristócratas entre quienes ha de moverse, porque, al fin y al cabo, entre ellos y para ellos desarrolla buena parte de su carrera, como cuando es nombrado músico de cámara en Weimar, donde compone, ejecuta y dirige a lo largo de muchos años, y donde se oirán las primeras obras de Wagner, con quien se acabará casando su hija Cosima, aunque fue un matrimonio que distanció a ambos músicos.

         La película ganó un Oscar a la mejor banda sonora, como casi no podía ser de otra manera, pero igualmente lo podría haber ganado al mejor vestuario o a la dirección artística. Para el espectador aficionado a la música, pero también a la sociología, es interesante ver cómo viajaba Liszt en un carruaje con el que recorría enormes distancias para llevar su arte de uno a otro lado del continente, usualmente acompañado por su apoderado, quien tuvo la picardía necesaria para «picarlo» con la rivalidad de un joven pianista que «le hacía sombra», razón por la que volvió a la carretera para actuar, como digo, en toda Europa. Se dice que Liszt podía recorrer unos seis o siete mil kilómetros anuales, y siempre, hasta que se fueron construyendo los ferrocarriles, en ese carruaje que aparecer reiteradamente en la película, llevándolo de aquí para allá, especialmente tras los pasos de su último amor, la princesa  Carolyne zu Sayn-Wittgenstein, interpretada a las mil maravillas por la hermosa Capucine, con quien no pudo casarse por la Iglesia, como era deseo de ambos, porque el zar maniobró ante el Vaticano para impedirlo. Ello no obstó para que Liszt sumara otras amantes a su apasionada vida, alumnas suyas incluso, pero la princesa bien puede considerarse no solo el gran último amor de su vida, sino una eficaz y prolífica colaboradora, a quien se atribuye, en realidad, la biografía de Chopin que se publicó bajo el nombre de Liszt.

         Insisto, la película tiene, a veces, ese aire acartonado de las lujosas producciones que se empeñan en hacerse notar por el derroche de medios, pero Dirk Bogarde sabe interiorizar buena parte de los conflictos agónicos del intérprete y compositor y ello hace que los espectadores sigan con atención su peripecia vital y artística.

lunes, 28 de marzo de 2022

«La ley», de Jules Dassin o lo real atávico…

La crudeza de las pasiones públicas y privadas, el sexo y el poder, en un pequeño pueblo del sur de Italia en la posguerra.

 

Título original: La legge

Año: 1959

Duración: 126 min.

País: Italia

Dirección: Jules Dassin

Guion: Jules Dassin. Novela: Roger Vailland

Música: Roman Vlad

Fotografía: Otello Martelli (B&W)

Reparto: Gina Lollobrigida, Pierre Brasseur, Marcello Mastroianni, Raf Mattioli, Teddy Bilis, Melina Mercouri, Yves Montand, Vittorio Caprioli, Lidia Alfonsi, Gianrico Tedeschi, Bruno Carotenuto, Luisa Rivelli, Paolo Stoppa, Nino Vingelli, Edda Soligo.

 

Jules Dassin tiene thrillers que forman parte de la historia del género y aun del cine, como Rififi, y su obra mantuvo durante mucho tiempo unos niveles de calidad extraordinarios, incluso habiéndose exilado en Europa, donde rodó, en Londres y en París, películas magníficas. En 1960 rodó Nunca en domingo, y, a partir de ahí, ya no volvió a retomar la brillantez que lo había caracterizado. La presente, La ley, es una película extrañísima, al menos la versión que yo he visto en Filmin y que imagino que será la «original», porque se basa en el Premio Goncourt de Roger Vailland, que describe las relaciones de poder y sexuales en un espacio casi claustrofóbico en el que pocas cosas quedan resguardadas del conocimiento público en la intimidad de los hogares.

La acción transcurre en un pequeño pueblo del sur de Italia, al estilo del de la película de Lina Wertmüller, Los basiliscos, y con personajes no muy distintos de esta, porque desde el gran terrateniente, hasta el ingeniero agrónomo destinado para desecar los pantanos y evitar la malaria, pasando por el mafioso local, Brigante, un inspiradísimo papel de Yves Montand, la nómina toda de los personajes nos enfrenta a una realidad muy anclada en el pasado y con interrelaciones personales que se guían por códigos no solo antiguos, sino, además, abstrusos para quien no forme parte de esas tradiciones, algunas de ellas bárbaras, como el juego de La ley (la passatella, en italiano), que convierte la humillación y el dominio sobre los demás en una fuente de problemas sociales.

Dada la abundancia de actores italianos, el protagonismo de la Lollobrigida y de Mastroianni hubiera debido exigir que, a pesar de la novela en la que se basa, la película hubiera optado por el italiano como lengua principal; pero no: todos los actores, incluso los desocupados que abarrotan el banco corrido de piedra de la plaza principal a la espera de que don Cesare elija a uno u otro para trabajar algunos días o los niños que cantan canciones irónicas contra el mafioso local se expresan en los diferentes niveles de la lengua francesa.

A mí, la verdad sea dicha, ver a la pareja a la que he hecho referencia representar a dos personajes italianos que hablan exclusivamente en francés en un pequeño pueblo del sur de Italia me deja absolutamente anonadado y me saca de la trama con una facilidad asombrosa. Una vez aceptada la convención —no en balde ha visto uno mil disparates incongruentes de ese tipo a lo largo de su vida de espectador—, está claro que Dassin tiene los recursos necesarios para captar a los espectadores e interesarlos por esas relaciones entre bárbaras y primitivas que, en un alarde de sofisticación grosera, valga el oxímoron, nos retrata los mecanismos del poder y del deseo en ese ambiente degradado y, aparentemente, sin esperanza. La exhibición sensual de la Lollobrigida, objeto de deseo de los tres protagonistas principales, el ingeniero, Don Cesare y Brigante, nos lleva de la mano a situaciones «al límite», de las que ella sale siempre victoriosa, a pesar de que el robo a un turista suizo amenaza con llevarla ante el juez de la localidad, la esposa del cual está enamorada del hijo de Brigante, un pescador y guitarrista que se debate entre la obediencia al padre, que quiere hacer de él un abogado, y su deseo de libertad. Esa historia es, quizás, con una espléndida, seductora y elegantísima Melina Mercouri, de lo mejor de la película, porque abraza no solo la esperanza del amor de un joven impetuoso, sino el desengaño de un matrimonio en el que la propia protagonista ignora cómo acabó, dado el abismo de frialdad que lo separa de su esposo. El intento de fuga conjunta en el autobús, con todos los ingredientes del neorrealismo, es uno de los excelentes momentos de la película, como también lo son el desarrollo del juego en el que se humilla al fiel sirviente de Don Cesare, quien ocupó el lugar de padre de las hijas que le hizo a una sirvienta, que heredaron, a capricho del padrone, el lugar de la madre, dos de ellas, porque Marietta siempre ha esquivado esa «llamada», a pesar de sentir por él no poco afecto. La turbulenta relación de la madre y las hermanas con Marietta, para que todas ellas puedan beneficiarse de la generosidad de Don Cesare, llega a extremos de violencia que no dejan de sorprender, por la sentina moral desde la que nacen.

La ley, aunque los núcleos de acción nos permiten conocer el tipo de sociedad que describe, y los caracteres principales del pueblo, presenta una cierta indefinición, ¡acaso la de la propia realidad!, en cuanto al género por el que se decanta, porque el tono ligero de comedia con el que se siguen los pasos de Marietta contrasta con la tragedia que preside otras partes de la película o la desfiguración facial metafórica como se resuelve el asedio de Brigante a la moza lozana, escenario, por otro lado, de sus amores con el ingenuo ingeniero en un papel «clásico» de Mastroianni en la cinematografía italiana.

La película, rodada en escenarios naturales a los que Dassin les saca un excelente partido, la imagen de las ovejas en la playa es muy poderosa, así como el espacio del caserón del terrateniente, con gallinas sueltas por la casa, como si se borrasen los límites entre civilización y naturaleza, y, en ese ambiente de degradación, emerge todopoderosa la figura del «humillado» En el juego de la ley, Tonio, el criado de don Cesare, que también desea hasta la locura a Marietta. He de confesar que buena parte de la película, al comienzo, me despistó, porque no sabía bien bien cuál era el sentido de la misma, pero a medida que se va perfilando el eje central de la misma en torno al codiciado objeto de deseo para todos los demás personajes que es Marietta, todas las piezas van encajando y la película deja de ser una aproximación festiva al sur italiano para convertirse en un notable discurso sobre la naturaleza humana y sus estrategias de poder y sumisión. Y he de confesar que el blanco y negro, aun mostrándonos tan bellos paisajes naturales, refuerza ese discurso con la solvencia fantástica de quien ya había  fotografiado Stromboli, de Rossellini y, tras esta, hará lo propio con La dolce vita, de Fellini.

En suma, una película extraña, lingüísticamente, pero muy próxima a dos corrientes del cine italiano, la comedia bufa y el neorrealismo, extraña y felizmente unidas en esta película de múltiples narraciones intensas, divertidas y aun terribles, como la propia vida.

        

viernes, 25 de marzo de 2022

«La golfa», de Jean Renoir, o la pusilanimidad desquitada.

 

Estudio de un carácter atrapado en los márgenes sórdidos de la pasión.

 

Título original: La Chienne

Año: 1931

Duración: 91 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Renoir

Guion: Jean Renoir, André Girard. Novela: Georges de La Fouchardière

Fotografía: Theodor Sparkuhl (B&W)

Reparto: Michel Simon, Janie Marèse, Georges Flamant, Roger Gaillard, Romain Bouquet, Pierre Desty, Mlle Doryans, Lucien Mancini, Jane Pierson, Chistian Argentin, Max Dalban.

 

         La golfa es el primer sonoro de Renoir y aparece un año después de uno de los títulos míticos del cine, El ángel azul, de Von Sternberg y catorce antes del remake dirigido nada menos que por Fritz Lang, Perversidad. Tres actores de primerísimo nivel encarnan a los protagonistas de una misma tipología: la pusilanimidad del apocado que, llegado el momento, es capaz, en un arrebato, de llegar a donde nunca imaginó que podría llegar. La película de Renoir tiene una historia diferente de la de Sternberg, y de ahí que la comparación entre ellas permita distinguir que ambas se muevan en ambientes distintos y tengan objetivos artísticos diferentes, al margen del «estudio» del carácter central de la historia, un profesor en el primer caso, un humilde cajero de empresa y pintor aficionado, en el segundo.

         Lo primero que llama la atención de la obra de Renoir es la presentación del triángulo amoroso protagonista, porque se hace en un teatrillo de títeres en el que se recortan las imágenes, con el satírico comentario de una voz en off, de los componentes del triángulo que, como remarca esa misma voz, no construyen ni una comedia ni un drama, sino… la vida misma.  Michel Simon, el cajero, encarna a la perfección su personaje, y no digamos la remilgada prostituta que lo embauca, Janie Marèse o el impecable proxeneta que la domina, un Georges Flamant que, aun francés de los parises, tiene todo el gesto de los chulos de los madriles, ¡tan universal es la perversión! A título anecdótico, un crítico de Filmaffinity recuerda que, dos semanas después de acabada la película, Flamant perdió el control del coche en que viajaba con Janie Marèse y está murió en el accidente.

         Hay, en la película de Renoir una tendencia al realismo crudo que se acentuará, cuatro años más tarde, en Toni, ya criticada en este Ojo, lo que lo convierte, a las pruebas me remito, en un antecedente del neorrealismo italiano. El modo como describe Renoir la humillante vida del resignado cajero, quien solo halla una compensación a su triste vida, metido como está en un matrimonio en el que su gruñona y nada agraciada mujer no cesa de echar de menos a su primer marido, en la práctica de la pintura, contrasta, en su tímida aventura nocturna con los colegas del trabajo, con el encuentro, en plena noche, con la prostituta a quien su chulo está golpeando. Su bondad intrínseca lo lleva a poner un taxi a disposición de la mujer, quien primero deja al chulo borracho en su alojamiento y después es llevada a su casa por el protagonista, a quien no deja acercarse a su domicilio «por el qué dirán», si la ven llegar tan tarde con un hombre, improvisada estrategia con la que comienza a tejer una red en la que acabará atrapando al incauto, estando ella dispuesta a sacarle tanto dinero cuanto pueda, como sucede realmente.

         La historia es tan conocida, más por la película de Lang que por esta, que no merece la pena seguir describiendo un proceso de humillación del cajero que llega a su punto culminante cuando descubre al chulo en la cama con ella en la casa que él sufraga. La actuación entre ritual y paródica de Flamant  y  Marèse supone una incursión en la tragicomedia, a juzgar por cómo ella se protege de los golpes de por quien está dispuesta a dejarse matar por ellos. Ello choca, evidentemente, con el abuso y humillación del viejo cajero que le mendiga una limosna de afecto que ella no está dispuesta a concederle, y de ahí el trágico final a manos del cajero, quien se escabulle de la escena del crimen sin que sea advertida su presencia, como sí lo fue la del conchabado rival con la prostituta. La escena de la animación callejera durante la que sucede la tragedia es una suerte de continuación de la técnica del claroscuro expresionista que nos ha mostrado de forma incisiva el drama del protagonista, de cuyas pinturas se aprovechan los dos rufianes, porque, a sus espaldas, y por esos azares del arte, los cuadros del cajero están teniendo un gran éxito entre los aficionados. La actuación de Flamant, muy ajustada a la realidad, y con una estudiada composición de la gesticulación, triunfa sobre la algo más tosca de un actorazo como Dan Duryea en Perversidad.

         El epílogo de la historia, que nos muestra al cajero arruinado, una vez que se constató el desfalco que había cometido en la empresa para mantener el lujoso tren de vida de la amante que lo despreciaba, razón por la que fue despedido sin contemplaciones, nos devuelve, en cierto modo, al escenario de los títeres, porque se acentúa el lado grotesco del personaje. Y hay una escena en que Lang quiso apartarse de la excelentísima de Renoir, aunque no consiguió captar la profundidad del original. Cuando el personaje, hecho un pobre vagabundo, pasa por delante de una sala de exposiciones, sacan un cuadro que apoyan en el asiento del atrás de un coche descubierto, y ese cuadro no es otro que su propio autorretrato que ve alejarse de él a medida que el coche se aleja, como marcando la distancia entre la plenitud y la carencia, entre quien fue y quien es o no es, porque la miseria es poco menos que el lugar del no ser. En la película de Lang el cuadro que sacan de la galería de arte es el de la prostituta, que, mirando de frente como mira, parece interpelar al vagabundo que la pintó y que observa cómo la introducen en el coche de la compradora. Psicológicamente me parece mucho más fiel la versión del autorretrato, la verdad, porque culmina el retrato fílmico del estudio del  carácter de un pobre hombre capaz de la excelencia y de un atrevimiento en las antípodas de su manera de conducirse en la vida. De hecho, cuando sigue el juicio contra el proxeneta y escucha la sentencia a muerte, casi cae desmayado.

         No se trata de que segundas partes nunca sean buenas, sino de que el impulso realista de Renoir, aun matizado por lo que en literatura se llama la cornice del relato, en este caso, el teatro de títeres de cachiporra, ahonda con mayor profundidad en el retrato del carácter que da pie a la historia, todo ello en una ambientación popular que contribuye a ese realismo integral de la película. Tanto Jannings, como Robinson como Simon son actores de otra galaxia, pero Michele Simon compite con los otros dos con la ventaja de una encarnación magistral del tipo que se representa en la historia.

         Recomienda vivamente a los espectadores que no se dejen convencer por el buen recuerdo que tengan de Perversidad y se adentren en esta versión impecabilísima de la novela de Georges de La Fouchardière, autor de quien también Jacques Torneur llevó una obra al cine, Las hijas de la portera, que quizás haya de rescatar…

jueves, 24 de marzo de 2022

«La calle del Delfín verde», de Victor Saville y «La mujer X», de David Lowell Rich, la fuerza emotiva del melodrama.

 

Título original: Green Dolphin Street

Año: 1947

Duración: 140 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Victor Saville

Guion: Samson Raphaelson. Novela: Elizabeth Goudge

Música: Bronislau Kaper

Fotografía: George J. Folsey (B&W)

Reparto: Lana Turner, Van Heflin, Donna Reed, Richard Hart, Frank Morgan, Edmund Gwenn, Dame May Whitty, Reginald Owen, Gladys Cooper.       

 


Título original: Madame X

Año: 1966

Duración: 100 min.

País: Unidos Estados Unidos

Dirección: David Lowell Rich

Guion: Jean Holloway. Obra: Alexandre Bisson

Música: Frank Skinner

Fotografía: Russell Metty

Reparto: Lana Turner, John Forsythe, Ricardo Montalban, Burgess Meredith, John Van Dreelen, Virginia Grey, Warren Stevens, Carl Benton Reid, Teddy Quinn, Frank Maxwell, Kaaren Verne, Joe De Santis, Frank Marth, Bing Russell, Teno Pollick, Jeff Burton, Jill Jackson, Constance Bennett, Keir Dullea.

 

Las desventuras del desclasamiento en un melodrama que pulsa con firmeza la fibra sensible y una historia de equívocos y amores contrariados. Y Lana Turner en ambas, claro…

 

Todo es «antiguo» en La mujer X -y permítaseme empezar por la más reciente-, hasta la propia protagonista, Lana Turner, en uno de sus últimos papeles en el cine, y ello ha de deberse, a mi entender, a que el melodrama se basa en una obra de Alexandre Bisson de 1908, cuando el adulterio aún era un motivo narrativo capaz de cambiar la vida de las personas de un modo desconcertante, y cuando las diferencias sociales aún tenían un peso amedrentador en según qué personajes, como ocurre en la película. Nada, sin embargo, le quita a este melodrama la poderosa fuerza que es capaz de transmitir a los espectadores, sobre todo por la sentidísima interpretación de Lana Turner a la altura, sin duda, de la que los críticos suelen considerar su mejor interpretación: Imitación a la vida, de Douglas Sirk. Lowell Rich no es Douglas Sirk, eso está claro, y aunque el primero quiera imitarlo, se queda muy lejos de las elegantes y penetrantes, psicológicamente, realizaciones de Sirk, un verdadero genio del melodrama. Con todo, es de agradecer la solvencia y transparencia con que Lowell Rich dirige una historia en la que algunas inverosimilitudes y despropósitos no entorpecen el objetivo esencial del melodrama: llevar a los espectadores al borde del llanto o al llanto mismo, a poco que se tenga la lágrima fácil. Ingredientes para ello sobran en la película. Rich fue un artesano dedicado casi exclusivamente a la televisión, pero su dominio del medio lo llevó a rodar once largos de los más diferentes géneros, desde la ciencia-ficción hasta el musical, pasando por la comedia, el terror o el cine de catástrofes, como Aeropuerto 80.

La historia de una dependienta que logra enamorar a un aspirante a gobernador de su Estado para iniciar una carrera política que en el futuro incluya su candidatura a la Casa Blanca choca con el abandono en que vive y la fragilidad psicológica desde la que cede al asedio en toda regla de un Don Juan perfectamente encarnado por  el siempre eficaz Ricardo Montalbán, aunque en esta obra brille con mayor luz, porque borda el papel de un enamorado que se niega a que le den con la puerta en las narices, tras un conato de reconciliación entre los esposos. La fatídica entrevista entre los amantes concluye con la muerte accidental del galán y la incriminadora presencia de un pañuelo de la amante… que es oportunamente retirado de la escena del crimen por un detective contratado por la altiva y celosa suegra para seguirla. Esa es la oportunidad que estaba esperando para ajustar cuentas con una nuera a la que ha menospreciado socialmente desde que su hijo la llevó a la casa familiar. Obligada, pues, a renunciar a su marido y a su hijo, la nuera acepta una pensión vitalicia a cambio de desaparecer para siempre, viéndose obligada a adoptar un nombre falso, de modo que el suyo quede ligado a su desaparición y muerte tras caer al mar y no poder rescatarse su cadáver, según la versión de su desaparición que logra colocar su suegra. De ese momento en adelante, la vida de la protagonista será la crónica de una caída en la desgracia e incluso en el alcohol y la prostitución, después de haber renunciado a la unión con un músico sueco que la salva de morir congelada en la calle en una noche de tormenta de nieve. Imposibilitada de incumplir el acuerdo con la suegra, la protagonista ha de renunciar al amor incondicional del músico, para acabar de la peor de las maneras en un tugurio, compartiendo botella con un estafador impecablemente interpretado por otro grande de la pantalla en sus postrimerías, Burgess Meredith, quien acaba descubriendo la verdadera personalidad de una mujer a la que, en una noche de borrachera, se le escapa la lengua y narra parte de su vida anterior, lo que despierta su codicia para «vender» la historia, algo que, al final, ella consigue desbaratar. En la pelea subsiguiente, ella acaba disparando a bocajarro contra él, razón por la cual, y apenas tras haber llegado a Nueva York, se ve acusada de asesinato y pendiente de un juicio en el que el Fiscal pedirá, sin duda, la pena de muerte. Estando en bancarrota, se le asigna un abogado del turno de oficio, quien resulta ser su hijo, algo que ambos desconocen. Pero aquí me callo, porque ese último tercio de la película, con un excelente juicio de por medio, consigue tal grado de emoción que es muy difícil permanecer impasible ante el encuentro de madre e hijo, que no será el único. La música suele ser un ingrediente muy especial de los melodramas, y aquí la partitura de Frank Skinner, el mismo compositor de Douglas Sirk para Imitación a la vida, se encarga de subrayar la muchísima emoción diseminada a lo largo de la cinta. Pocas veces una actriz permite que la saquen tan «deteriorada» físicamente en pantalla como se muestra aquí Lana Turner, pero ello redunda en la verdad de su personaje de un modo definitivo. La pareja que hace con Meredith logra unas secuencias de auténtico cine clásico del mejor, de ahí que La mujer X, sin que fuera en su momento un éxito de taquilla, haya conseguido, no obstante, colocarse entre las preferencias de los espectadores amantes de los buenos melodramas.

 

         En La calle del Delfín Verde hallamos a una Lana Turner en su apogeo, una heroína que protagoniza una película en la que un equívoco lamentable condiciona la vida de los protagonistas, ella y Richard Hart, pues, después de unas peripecias bizantinas a través de los mares  del sur y recalar en Nueva Zelanda, una noche, estando borracho y en compañía de quien sí está enamorado de la protagonista, un papel menor pero impecable de Van Heflin,  escribe una carta pidiéndole al padre la mano de la hija de quien realmente no está enamorado, de modo que cuando llega a Nueva Zelanda se encuentra con un marido que no la desea y quien, conminado por su amigo, se casa para honrar la palabra dada en la carta.

         La historia arranca desde el pequeño pueblo en el que el hijo del doctor, sin oficio ni beneficio, es el objeto del deseo de ambas hermanas, quienes se disputan amigablemente sus favores. Las incontables peripecias de la historia van a llevar al protagonista, que desea convertirse en marino para ser, posteriormente, miembro de la Armada y lograr un estatus social que le permite aspirar a la mano de su amada, a una sucesión de infortunios en los mares del sur que concluirán con su llegada a Nueva Zelanda donde iniciará negocios en los que prosperará, y allí es desde donde escribe la fatídica carta que lo obligará a casarse, por no faltar a su palabra, con la hermana a quien no ama y quien, sin embargo, hará todo lo posible por conquistarlo para desplazar de su corazón el amor por su hermana. No desvelo si lo logra o no. La película es excesivamente larga y pretende tener un aire a Lo que el viento se llevó, de Victor Fleming, pero no se le acerca ni de lejos. Curiosamente, se llevó el Oscar a los efectos especiales por el terremoto que sacude la isla, pero la dosificación entre las aventuras y el melodrama no acaba de estar plenamente lograda, y la rebelión de los nativos, por ejemplo, induce incluso a la risa compasiva. En cualquier caso, la actriz de esta sesión doble sale tan airosa como su «rival» Donna Reed, inolvidable en ¡Qué bello es vivir!, de Frank Capra y otras muchas. Del final nada diré, pero la presencia de la religión consoladora en él envejece lo suficiente la película como para evitar una decepción. En todo caso, es un intento honesto de construir una película para grandes públicos con una fuerte dosis de exotismo y malentendidos que no permiten seguirla con interés hasta el final. La dirección, sin ser nada del otro mundo, se recrea en ciertas secuencias potenciadas por una impecable puesta en escena, convincente y efectista. Pueden perdonársele ingenuidades superlativas, como la famosa empalizada defensiva que no dura ni un segundo en pie, como era previsible, pero todo se da por bueno cuando sabemos que la esperanza no se ha perdido para la salvación de los protagonistas.

viernes, 18 de marzo de 2022

«En legítima defensa» y «La prisionera», de Henri. G. Clouzot, la plenitud y el radiante ocaso de un maestro.

 

Título original: Quai des Orfèvres

Año: 1947

Duración: 106 min.

País:  Francia

Dirección: H.G. Clouzot

Guion: H.G. Clouzot, Jean Ferry. Novela: Stanislas-André Steeman

Música: Francis López

Fotografía: Armand Thirard (B&W)

Reparto: Suzy Delair, Bernard Blier, Louis Jouvet, Simone Renant, Jean Daurand, Pierre Larquey, René Blancard, Charles Dullin, Robert Dalban, Raymond Bussières, Dora Doll.

 









Título original: La Prisonnière (La prigioniera)

Año: 1968

Duración: 106 min.

País: Francia

Dirección: H.G. Clouzot

Guion: H.G. Clouzot, Monique Lange, Marcel Moussy

Fotografía: Andréas Winding

Reparto: Laurent Terzieff, Elisabeth Wiener, Bernard Fresson, Dany Carrel, Gilberte Géniat, Michel Etcheverry, Claude Piéplu, Noëlle Adam, Germaine Delbat, Dario Moreno, Michel Piccoli, Daniel Rivière, Annie Fargue, Charles Vanel.

 

El fresco social del polar francés y una indagación sobre el voyeurismo en el marco del arte cinético moderno y la fotografía.

 

 

         Los directores que trascienden el oficio para acercarse al arte nunca tienen bastante con lo que han hecho, aunque lo hayan hecho de forma excelente, como es el caso de Henri-Georges Clouzot, dos de cuyas obras, El salario del miedo y Las diabólicas, están en la memoria de todos los buenos aficionados. NO creo que suceda lo mismo con dos películas muy distintas, la primera de ellas, En legítima defensa, un polar coral con una intriga perfectamente construida, a pesar de serle infiel a la novela de la que parte, un autor ya frecuentado con anterioridad por Clouzot en El asesino vive en el 21, con la que esta ha de emparentarse, y la segunda, La prisionera, un retrato de la psicología enrevesada de un voyeur que le lleva a vivir una sexualidad dominada por la sumisión y un tenue sadismo, todo ello mezclado con una sensibilidad artística que raya en la exquisitez.

         En legítima defensa comienza como un vodevil protagonizado por una pizpireta cantante, Suzy Delair, que amenaza con volverse cargante a los cinco minutos, pero que recupera la credibilidad del espectador enseguida, para no perderla en lo que queda de película, porque se trata de una psicología compleja de mujer frívola, dominada por la ambición, que quiere asaltar el cielo de la fama al precio que sea, aunque haya de citarse con un rico degenerado que tiene por costumbre llevar a chicas de la calle para que la bella y elegante fotógrafa que vive en el mismo edificio que la cantante, les haga picantes fotos desnudas, lo cual, bien visto, no deja de ser un nexo de unión entre ambas películas, si bien con el preceptivo mutatis mutandis. La fotógrafa, que desempeña un papel relevante en la película, está enamotada hasta las cachas de la protagonista, aunque esta ni siquiera intuye la profundidad de ese amos lésbico. Quien sí lo entiende a la perfección es el increíble y fantástico comisario, encarnado por un magistral Louis Jouvet, uno de los grandes del teatro francés de todos los tiempos. Un comisario con un hijo a su cargo del que ha de ocuparse incluso cuando lo sacan de la cama para investigar «el caso» de rigor, el asesinato del rico pervertido con quien se había citado la protagonista, quien, tras golpearlo con una botella en la cabeza para defenderse de su asedio, lo da por muerto y huye a su casa para refugiarse en brazos de la fotógrafa, quien se inmiscuye en la trama al rescatar el corrito que la cantante ha dejado allí por descuido. Como el marido, excelente modelo del celoso exacerbado, intuye que su mujer no piensa en otra cosa que en «cornearlo», coge la pistola y se va la dirección del hombre rico y deforme para ajustarle las cuentas, si bien cuando está allí descubre que está muerto, aunque, como le roban el coche, la coartada que había urdido en el teatro donde trabaja, se derrumba a poco que el inspector (¡Qué trabajo tan fuera de lo común el de Jouvet!) hace las pesquisas correspondientes. Si no fuera por el deje arrabalero con que lo compone y su nihilismo desgarrado, bien podría pasar por el Maigret de Simenon, a quien, sin duda, encarnó con mayor propiedad Jean Gabin. El caso es que el experimentado conocer de la psicología humana que resulta ser el comisario, tiene uno de esos momentos brillantes del cine cuando se dirige a la fotógrafa y le dice que ellos, él y ella, tienen eso en común: que no tienen suerte con las mujeres que les gustan. La película mezcla registros, por supuesto, porque, empezando, como dije, como un vodevil, llega incluso a la tragedia descarnada en una escena sobrecogedora de la que no daré ninguna pista. Los espacios populares del teatro o las casas se mezclan con el de la comisaría central parisina que da título a la película: Quai des Orfèvres, un abigarrado mundo en un espacio deteriorado por el uso donde la naturaleza humana se retrata, como se retratan, entre la comedia y el documento, los métodos de investigación policial, sin excluir la presencia de la prensa, que tan mal parada sale. Aunque el lector de Simenon se imagina unas dependencias más ordenadas y amplias, la sensación de agobio que nos causa la película contribuye a la puesta en escena de una historia en la que todos los implicados mienten descaradamente, un bosque de engaños en el que solo el comisario sabrá orientarse, con esa peculiar manera suya de abrirse camino. Confieso que a mí me parece una obra maestra, tan próxima de sus dos «clásicos» que merecería formar parte de tan selecto grupo. De Clouzot critiqué en este Ojo una película también muy meritoria, La verdad, porque en ella se pasa revista a la actuación de la Justicia, pero aquí se mueve Clouzot en un peldaño inferior, en el del descubrimiento de quienes han de ser llevados ante aquella, de ahí que la inmersión en la cruda realidad del delito suponga una visión social diastrática y psicológica que nos acerca de lleno a la sociedad francesa del momento en que fue rodada la película. En fin, una auténtica delicia. No me detengo en la solvencia técnica, pero el modo como mueve Clouzot la cámara por las bambalinas del teatro, la comisaría o la casa de los protagonistas es una muestra exquisita de un talento superior.

         La prisionera tiene un arranque para los títulos de crédito que llama ciertamente a engaño, porque acaban frente a una casa cerrada a cal y canto en una barriada, como dando a entender que será en ese interior incomunicado con el mundo donde transcurrirá la acción. Estamos, sin embargo, ante una metáfora. El matrimonio entre un artista moderno cuyas piezas juegan con los efectos ópticos ha de llevar una pieza al galerista que está montando una exposición dedicada a esa corriente artística, y van con retraso. Ella queda deslumbrada nada más conocer al atractivo y misterioso galerista y, en la inauguración de la exposición, mientras su marido se enrolla sexualmente con una crítica de arte para conseguir publicidad para su obra, porque son una pareja sexualmente «abierta», de las que tiene libertad absoluta, pero con la condición de no mantener ningún secreto para con el otro al respecto; ella, decía, se siente atraída por el galerista, quien la invita a su casa. Si la galería era un espacio en el que la cámara jugaba con las piezas expuestas para conseguir unos efectos visuales extraordinarios, la casa del galerista es poco menos que un museo exquisito, lleno de piezas de muy diversos estilos artísticos, pero en el que se advierte un sesgo marcado hacia la sexualidad, lo que no le pasa desapercibido a la protagonista. En calidad de aficionado a la fotografía, le sugiere la contemplación de su colección particular de fotos que incluye, en primer lugar, la de palabras aisladas escritas por diferentes escritores famosos, de tal manera que más parecen dibujos abstractos que palabras concretas, un brillante ejercicio de visión en el que, estratégicamente, aparece la foto de una mujer arrodillada maniatada por cadenas en actitud sumisa, lo cual provoca el inevitable intercambio de excusas y la aceptación de las mismas, aunque el efecto deseado ya se ha conseguido, por supuesto. La protagonista trabaja como montadora de un documental sobre mujeres que han tenido experiencias sexuales humillantes. De esos testimonios lo que a ella le impacta es la aceptación que muestran algunas de ellas de relaciones tan degradantes. Enseguida intuimos, y no nos equivocamos, que ese proceso de la pasión por la degradación es el que va sufrir la protagonista, ante los recelos del marido, para con quien ella, por primera vez, guarda en secreto lo que está viviendo con el galerista. La película puede considerarse como una aventura formal espléndida, a partir de una puesta en escena que no se limita al ámbito del arte, porque cuando, tras una larga peripecia de humillaciones y apasionamientos que degradan a ambos, deciden pasar juntos unos días en la playa, la escena de la persecución de ella entre inmensas barcas varadas en la orilla, autenticas reliquias de tiempos pasados, es de una belleza que poco o nada tiene que envidiarle a la del mejor arte que habíamos visto hasta ese momento. Se da la circunstancia, además, de que se trata de la primera y última película en color rodada por Clouzot, y a fe que debió de disfrutar como lo hizo John Ford cuando rodó Corazones indomables y quedó tan impresionado con los resultados que se negó durante bastantes años a repetir la experiencia por el temor de no estar a la altura de ese particular estreno en la policromía.

         La historia, a pesar del retorcimiento psicológico de los personajes, nos trae a la memoria El fotógrafo del pánico —como la escena en que deja caer las patas del trípode para la cámara sobre el suelo de la habitación como si fueran lanzas que se clavaran en él—, de Michael Powell, Tamaño natural, de Berlanga y El coleccionista, de William Wyler, pero Clouzot acentúa aquí el discurso de la transgresión de la moral burguesa, porque no se incurre en lo delictivo en ningún momento y todo sucede desde el libre consentimiento de los adultos, por más que las artes de persuasión del galerista induzcan, sin lugar a dudas, algunos comportamientos de la protagonista, quien, como el galerista, se reconoce en su degradación con la más compleja y contradictoria exaltación. No adelanto más de la trama, porque sería una vileza. No quiero dejar de llamar la atención de los espectadores, sin embargo, sobre la factura formal de la pesadilla de la protagonista, resuelta en imágenes experimentales que no les dejarán indiferentes, aunque sean algo así como un montaje acelerado de muchas otras que, con una morosidad perturbadora, ha visto a lo largo de la película. Sí, hay mucho de claustrofóbico en el modo como el galerista concibe la sexualidad, pero lo cierto es que las puertas abiertas de su deseo se ofrecen como una invitación al  acogedor refugio de la insólita sensualidad que quien entre en él puede disfrutar.

         Si he de elegir entre la psicodelia sesentayochesca que parece inspirar esta película de quien ya era, entonces, un más que veterano director o su mundo opresivo y social en blanco y negro, no lo dudo y escojo este último, pero confieso, también, que su testamento cinematográfico abría unos caminos por los que Clouzot hubiera transitado con insospechados resultados. Finalmente, la presencia elegante y sutil de Laurent Terzieff en el papel del galerista, un maestro de la manipulación y la seducción, contribuye de forma definitiva a la verosimilitud absoluta del retrato y el hechizo que la protagonista, Elisabeth Wiener, quien más tarde trabajaría con Liliana Cavani en Más allá del bien y del mal,  siente nada más conocerlo. He de reconocer que ni el rostro ni el físico de Wiener me parecían la mejor selección para ese papel tan complejo, pero a medida que la película progresa se advierte que su elección ha sido un acierto total, porque mezcla en su persona las dos dimensiones que el protagonista quiere violentar: la mentalidad pequeñoburguesa y el progresismo de la desprejuiciada en falso, ambas facetas ella las encarna estupendamente, y, al final, la película sale ganando. Ya aviso, para los reticentes, que la película sorprenderá a muchos, formal y temáticamente. Una película valiente y obsesiva de un director que no volvería ya a ordenar: ¡Acción! Pero en la última entrega nos dejó, como en las precedentes, toda su pasión por el séptimo arte.

 

miércoles, 16 de marzo de 2022

«Dos mujeres», de Vittorio de Sica o el zarpazo de la guerra.

 

La salvaje destrucción de la inocencia: el hiperrealismo, más allá del neorrealismo, de los horrores de la guerra o Sophia Loren en su máximo esplendor.

 

Título original: La Ciociara

Año: 1960

Duración: 100 min.

País: Italia

Dirección: Vittorio De Sica

Guion: Cesare Zavattini, Vittorio De Sica. Novela: Alberto Moravia

Música: Armando Trovajoli

Fotografía: Gábor Pogány (B&W)

Reparto: Sophia Loren, Jean-Paul Belmondo, Raf Vallone, Eleonora Brown, Carlo Ninchi, Emma Baron, Antonella Della Porta, Renato Salvatori.

 

         ¡Qué suerte, la de ser aficionado a un director, Vittorio de Sica, en este caso, y encontrarte con películas como esta, tan apabullante como triste, tan deslumbradora como tenebrosa, que aún no has visto! Nada más acabar de verla he pensado que Sophia Loren merecía el Oscar a la mejor interpretación. Ahora sé que lo obtuvo y que la película recibió el correspondiente a la mejor película extranjera. No había para menos. El título en español es engañoso, porque, a fuer de rigurosos, habría de verse titulado Una mujer y una niña, aunque lo suyo era que se mantuviera el de la región geográfica, la Ciociaria, que le da título en Italiano, o La campesina, que se le dio a la novela de Moravia que también se llama como el original de la película. La Ciociaria es la región campesina donde se refugia Cesira, la protagonista, con su hija después de sufrir el bombardeo de Roma. Allí nació y allí espera ser acogida por los parientes que le queden hasta que se acaba la guerra. Antes de abandonar Roma, la protagonista tiene una aventura amorosa con el vecino carbonero que promete cuidar de su tienda, se advierte que bien podría enamorarse de él, pero él está casado y tiene hijos, aunque sea un matrimonio roto. Se lanza al camino, pues, en una travesía en ferrocarril que, por causa de la guerra se ve interrumpida, razón por la que decide seguir el camino a pie hasta la aldea, aunque pasa una noche en una casa en la que aparecen dos fascistas para interesarse por los hijos desertores de la dueña, con los que ella se enfrenta con el desparpajo insolente del que la protagonista da muestras a lo largo de toda la película: una mujer que sabe velar por sí mismo y por su hija excepto cuando tiene lugar el hecho que sobre el que Moravia construye su novela: la violación de la madre y la hija, en una iglesia, a cargo de los goumiers, las tropas marroquíes al servicio del ejército francés, unos aguerridos combatientes que, como vanguardia de las tropas regulares, desafiaban a los alemanes en los terrenos mas escabrosos e inaccesibles. Aquel  valor se vio totalmente opacado por los criminales excesos de los combatientes, quienes, en unos hechos que en Italia se conocen como la Marocchinate, violaron a mujeres, ancianas, niñas, niños y sacerdotes hasta en más de dos mil ocasiones, lo que indujo a los responsables franceses a retirarlos de Italia. Muchos de los responsables de esos crímenes de guerra, no obstante, fueron detenidos, juzgados y ejecutados. Esa es la base histórica, pues, de la novela que, en  1957,  publicó Alberto Moravia.

         El viaje y la estancia de la mujer y su hija en los montes del Lacio mezclan, hasta ese momento, la preocupación por la seguridad de ambas con un tono de comedia que solo en contadas ocasiones se ve interrumpido por  apariciones como la de los dos fascistas, primero con la prepotencia de quienes mandan en el país, y, al final, como dos pobres diablos que huyen después de que el Duce hubiera caído en manos de los partisanos que lo fusilaron, junto a su amante, Clara Petacci, antes de entregar los cadáveres a la masa, que los colgaron boca abajo en una plaza de Milán. La película, más allá del dramático hecho histórico, se fundamenta en la descripción de un personaje, el de Cesira, que deja maravillado a cualquier espectador, porque Sophia Loren encarna una campesina apegada a la realidad, pícara e ingenua al mismo tiempo, madre amantísima de una hija que «le ha salido» excesivamente devota, una mujer de rompe y rasga, capaz de plantarle cara al lucero del alba en defensa de los suyos y de lo justo. Ese mismo carácter que la lleva a considerarse capaz de todo es, al final, lo que la acaba «perdiendo», porque, a pesar del caos que supone el final de una guerra, con unos en retirada desesperada y los otros ebrios de venganza, ella no es capaz de protegerse ni de proteger a su hija de la violación salvaje que ambas sufren, paradójicamente, en el interior de una iglesia destruida por los bombardeos.

         Incontables son, las películas en las que he visto a Sophia Loren, desde Un matrimonio a la italiana, también de Vittorio de Sica hasta Una jornada particular, de Ettore Scola, pasando por Deseo bajo los olmos, de Delbert Mann, pero reconozco que en ninguna de ellas la he visto como en esta, tan poderosa en la tragedia como la Magnani, tan seductora como Claudia Cardinale, tan enigmática como Monica Vitti y tan popular como ella misma en las innumerables comedias en las que ha encarnado un tipo de mujer como el de Cesira, llena de tanta vitalidad y optimismo como de cautela frente a los más que transparentes deseos que suscita en los hombres su exuberante anatomía. Aquí el infeliz  que sucumbe a sus encantos es un Jean- Paul Belmondo que acababa  de rodar Al final de la escapada, de Truffaut, y Moderato Cantabile, de Peter Brook. En un rol de hombre tímido y comunista convencido que se opone a la guerra y pretende acercar a sus vecinos a la cultura, acaba siendo absorbido por la pasión que la madre le inspira, y son verdaderamente idílicas las dos escenas, una en el campo y otra bajo el fuego enemigo, en la que el hombre se rinde al erotismo que Cesira respira por todo su cuerpo. No tardará en ser capturado por unos alemanes que huyen para que les muestre una ruta por donde poder huir, lo que implicará un final inevitable, aunque no por ello, cuando ambas mujeres se enteran de él, menos sentido. Para ese momento, sin embargo, ellas ya han pasado por su otra muerte, la de haber sido violadas por los goumiers, en una secuencia de fortísimo impacto emocional, con una actuación indescriptible de la joven Eleonora Brown, quien tuvo una muy corta carrera, pues se retiró del cine a los 19 años. En esta película, en la que encarna la inocencia absoluta de los 13 años pudorosos y de firmes convicciones religiosas, asistimos a la trágica metamorfosis de quien  por vía traumática ha dejado de ser una niña y se ha convertido en una mujer cuyo resentimiento se dirige, en primer lugar, contra quien no ha sabido defenderla ni preservarla. No sigo, no obstante, porque la película sufre un acelerón dramático en su último tramo que lo justo es que el espectador se enfrente a lo que, para muchos críticos, parece una reacción inexplicable de la hija, pero que resulta, al menos desde mi punto de vista, absolutamente congruente.

         A los espectadores españoles nos llama la atención el parecido que se aprecia entre la Loren y las últimas actuaciones de Penélope Cruz, pero, todo ha de decirse, hay un abismo entre ambas, porque tanto en la vena popular como en el registro dramático, la Loren alcanza unos niveles de magisterio que en la Cruz son un pálido reflejo. Con todo, quedará claro, para todos, cuál es el espejo inalcanzable en el que se mira la actriz española, quien solo en Jamón, Jamón, de Bigas Luna, consigue acercarse algo al poderío de la Loren.