miércoles, 30 de junio de 2021

«El rock de la cárcel», de Richard Thorpe o el camino hacia la idolatría…

Una historia a medida de un joven rompedor conservador…Elvis Presley en su salsa de joven airado que escala a la cumbre del éxito.

 

 

Título original: Jailhouse Rock

Año: 1957

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Richard Thorpe

Guion: Guy Trosper

Música: Canciones: Elvis Presley y Jeff Alexander

Fotografía: Robert Bronner (B&W)

Reparto: Elvis Presley, Judy Tyler, Mickey Shaughnessy, Vaughn Taylor, Dean Jones, Jennifer Holden, Anne Neyland.

 

Mis razones personales para ser un incondicional de Elvis proceden de que suyos fueron los primeros discos que entraron en mi casa a través de mi hermano mayor: Don’t be cruel, Jailhouse Rock, Hound Dog, It’s now or never y Blue Suede Shoes, junto con el Twist and shout de The Beatles sonaban una y otra vez en el tocadiscos familiar. Luego vendría Chubby Checker y su vibrante Let’s twist again que he bailado hasta la saciedad. Recuerdo que nos llegaron a través de una prima mía gallega que trabajaba en Nueva York, por lo que bien podía considerarme un afortunado en aquellos tiempos en los que triunfaba el Dúo Dinámico…, y aún no habían aparecido Los Brincos.

El rock de la cárcel es una película, como todas las suyas, hecha a la medida de quien se iba convirtiendo en una estrella usamericana y universal; un joven rebelde absorbido por el sistema y cuyo reclutamiento dio pie a aquel musical inolvidable Un beso para Birdie, de George Sidney, con una espectacular Ann-Margret en un papel estelar. Un joven de puñetazo fácil interviene en defensa de una mujer maltratada, se le escapa la mano y acaba matando sin quererlo a su contrincante. Es condenado a prisión, y en ella se encuentra con un viejo aficionado al country que le enseña a gobernarse sobre la guitarra y a sacar partido de sus posibilidades, al tiempo que ejerce de «protector» del joven, aunque no pueda impedir un terrible castigo de azotes por golpear a un guardia de la prisión. Con esa fama de rebelde a cuestas, y con la intención de abrirse camino en el mundo de la música, acaba entrando accidentalmente en contacto con una joven metida en el negocio de los discos, con quien intentará la aventura de «mover» una maqueta que le acaban «robando» para otro artista de la compañía a la que la ofrece. Desengañado, le propone a la chica convertirla en su socia y crear una casa de discos propia, algo así como las actuales autoediciones a las que recorre cualquier escritor e incluso músicos como Jero Romero, por ejemplo, o cineastas como José Luis Garci, que recurre al micromecenazgo para poder rodar su próxima película. La cosa va bien y el joven va escalando posiciones en la industria hasta convertirse en una verdadera estrella. Eso sí, su gatuna independencia y su veneración del dinero como principal estímulo vital arruina la relación con su socia y enamorada, con quien comparte un malentendido permanente que los aleja. Con anterioridad, antes de triunfar, ella se atrevió a «enseñarlo» en su casa, donde el joven sin educación se considera humillado por los invitados al party que tiene lugar en casa de los padres de ella, de la que se despide con los peores modos, para tener, después, un potente encuentro lleno de una potente atmosfera sexual salvaje que, dado el rigor moral de la época, simplemente deja entrever los desbordamientos fuera de campo de esa pasión.

La historia de la estrella que llega al éxito y se va apartando de sus orígenes, a los que traiciona por el culto al beneficio material y la superficialidad de las relaciones que no lo comprometen, se pone más de relieve cuando aparece su compañero de celda, tras salir de prisión, y pretende hacer valer un contrato que firmó el joven  y según el cual se repartirían el negocio de sus futuros éxitos al 50%. El desarrollo de esa relación va a cruzarse con el de la socia y nos abocará a un clímax dramático que acerca el desarrollo al melodrama, aunque con absoluta dignidad, porque el trío protagonista cumple a la perfección con tres personalidades complejas, alejadas del estereotipo, por más que el desarrollo de la historia cumpla con un esquema visto mil veces. Ha de decirse que Elvis cumple a la perfección con el papel de joven airado, rebelde y violento que sabe, sin embargo, aprender de las lecciones que le da la vida para  olvidar su ingenuidad de joven agresivo pero de infinito buen corazón de chico de las montañas.

Richard Thorpe, el director más prolífico de Hollywood, y de quien ya en la niñez había visto Tarzán en Nueva York, con aquel salto mítico desde el Puente de Brooklyn al East River, que yo solía imitar en el trampolín del club de natación… rueda con su habitual magisterio artesanal la película, con abundancia de planos fijos y, curiosamente, con el rodaje de un número musical cuya coreografía alcanzó notable celebridad, la de la canción que da título a la película, todo un acierto.

Junto a King Creole, me parece que esta es una de las mejores películas de Elvis, porque el rockero insociable, hosco e independiente se ajusta como un guante a su físico y, sobre todo, a su peinado. Faltaba mucho, entonces, para que se rodara La ley de la calle, de Coppola,  pero ya se habían rodado Rebelde sin causa, de Nicholas y Salvaje, de Laslo Benedek_que habían prefigurado ese perfil de  chico duro que Elvis calca  con absoluta naturalidad. Curiosamente, hay un diálogo en la película en la que el joven triunfador dice que su único interés en la vida es amasar una fortuna. Preguntado por la socia si «nada más», confirma que sí, lo que inicia la distancia emocional entre ambos. Recordemos que la propia vida de Elvis giró en torno a esa necesidad de amasar la fortuna que acabó encerrándole en un aislamiento que resultó mortal para sus intereses vitales e incluso económicos.

Por cierto, cabe reseñar que la compañera de reparto de Elvis, Judy Tyler murió en accidente de coche a los pocos días de acabar el rodaje. Elvis, muy afectado, ni siquiera quiso ver la versión definitiva de la película.

«Vampiresas 1933» y «La reina del vodevil», de Mervyn LeRoy, un musical de sus inicios y el que cierra su filmografía.

 

Título original: Gold Diggers of 1933

Año: 1933

Duración: 97 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mervyn LeRoy

Guion: Erwin S. Gelsey, James Seymour. Diálogos: David Boehm, Ben Markson. Obra: Avery Hopwood

Música:  Al Dubin y Harry Warren

Fotografía: Sol Polito (B&W)

Reparto: Warren William, Joan Blondell, Aline MacMahon, Ruby Keeler, Dick Powell, Guy Kibbee, Ned Sparks, Ginger Rogers, Dennis O'Keefe.

 








Título original: Gypsy

Año: 1962

Duración: 149 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mervyn LeRoy

Guion: Leonard Spigelgass

Música: Jule Styne, Stephen Sondheim

Fotografía: Harry Stradling Sr.

Reparto: Rosalind Russell, Natalie Wood, Karl Malden, Paul Wallace, Ann Jillian, Betty Bruce.

 

El ingenio y la crítica social post crack del 29, amén de la perfección formal plástica de un director extraordinario en dos musicales tan distintos como poderosamente atractivos. 


Mervyn LeRoy no es un director habitual en las referencias de los grandes críticos cuyo santoral peca siempre de reducido, aun a pesar de su extensión. Decir que Niebla en el pasado es una de esas películas con una historia que te entra por el corazón hasta la fibra más sensible de la emoción, quizás no signifique mucho para quien no la haya visto, pero quienes sí lo hayan hecho convendrán conmigo en que tiene uno de los finales más memorables de la Historia del Cine; lacrimógeno, sí, pero, ¡qué diantre!, al cine también se va a llorar desde que se inventó…

         Hoy reúno dos películas de este director que nunca defrauda y que se guía por unos patrones clásicos de dirección que aprovecha al máximo con un solo objetivo, narrar una historia que llegue a los espectadores y, si es posible, que lo es, que los conmueva. La historia del cine musical es la historia de una evasión de la dura realidad del crack del 29, pero ello no quita para que incluso dentro del género haya una mirada crítica a la realidad de aquellos años de tanta dureza económica, que darían, años después, películas tan inmensas como Las uvas de la ira, de John Ford. Esa situación se muestra en los primeros compases de la película, cuando llega una brigada de mudanzas para embargar todo lo embargable, los trajes de las coristas incluidas, a un productor que no ha podido cumplir con sus compromisos financieros, razón por la cual las protagonistas se quedan en el paro y, como quien dice, sin poder pagar ni la pensión en la que sobreviven como miles de neoyorquinos más. Interrumpen, además, un número sobre el dinero, billetes y monedas, de extraordinaria concepción estética. El productor, tiempo después,  hace correr la voz de que va a montar un  nuevo espectáculo, uno en el que, además de los números de entretenimiento haya otros que reflejen esa dura realidad de “las colas del hambre” y de la desesperación. Un compositor y cantante que vive ventana con ventana de las actrices en paro,  y novio de una de ellas, se ofrece para financiar el espectáculo, ante la chacota de todos los demás. Se trata, sin embargo, de un rico heredero cuya fortuna administra, como tutor, su hermano mayor, quien se opone a que se mezcle con ese mundo de la farándula. La historia se complica cuando, tras haberlo evitado a toda costa, al compositor no le queda otra que sustituir a un cantante imposibilitado de hacerlo por una lumbalgia aguda que no le deja ni moverse. La foto del millonario acaba en las portadas y lleva a que el hermano, junto con el abogado de la familia se presenten en la ciudad para “desheredar” al hermano e impedir que siga “mancillando” el buen nombre de la familia. Y ahí entran en acción las «vampiresas» que se encargan de «seducir» a los dos recién llegados, aprovechando que el hermano mayor ha confundido a una de las amigas con la prometida de su hermano, intentado disuadirla, mediante una generosa compensación, de la idea de casarse con él.

         He de reconocer que no tenía en la memoria la actuación de Dick Powell en La calle 42, de Lloyd Bacon, el gran musical de aquella época que fue el modelo inspirador de este como lo sería de las secuelas de esta película, Vampiresas 1935, dirigida por Busby Berkeley, encargado en esta de las magníficas y creativas coreografías que tan justamente lo hicieron famoso, y Vampiresas 1937, de Lloyd Bacon; las tres con el protagonismo de Dick Powell en una época en la que su faceta de cantante le impedía acceder a otros registros de la interpretación, hasta que le llegó la oportunidad de interpretar a Marlowe, en Historia de un detective, de Edward Dmytryk, el primer Marlowe en la pantalla. Recordemos, a título anecdótico, que Powell perdió el papel protagonista en Perdición de Wilder, en favor de Fred MacMurray.

         Con anterioridad a Vampiresas 1933, LeRoy había dirigido en 1929 Broadway Babies, próximo al gran éxito que fue el antecedente de este ciclo de «vanmpiresas», Gold Diggers of Broadway («Las castigadoras de Broadway»), de Roy del Ruth, dirigida también en 1929,  por lo que la presente supondrá una confirmación de su talento para el género. Está claro, no obstante, que la presencia de Busby Berkeley en la coreografía y en la realización de las mismas con sus fantásticas tomas cenitales contribuyó decisivamente al éxito la de la cinta. Solo hay que recordar el número de los violines iluminados para darnos cuenta de toda la belleza que era capaz de generar Berkeley. Así mismo, el último número sobre la Depresión pertenece por derecho propio a la antología del musical, con una realización impecable que convierte la pieza en algo así como una minipelícula dentro de la película. Vampiresas 33 es, por lo tanto, todo un señor espectáculo en el que la trama familiar que sostiene el andamiaje de la historia acaba siendo la del burlador burlado, con un sentido del humor perfectamente interpretado por un reparto a la altura de la ocasión.

         Gypsy fue la última película de LeRoy y está inspirada en las memorias de una de las dos hijas de Rose Thompson Hovick, Gypsy Rose Lee, actriz famosa del género burlesque a comienzos de los 30 y hermana de la actriz June Havoc. La historia se centra en la madre de ambas que las explota en su propio beneficio con números en los que June Havoc lleva la voz cantante y Gypsy forma parte del coro de chicos que la acompaña. Cuando llega el momento en que June advierte que su madre es una losa para ella en el desarrollo de su carrera, decide abandonarla e instalarse por su cuenta, para lo cual, además, se casa con uno de los chicos del coro, bastante creciditos ya todos ellos, así como las hijas. Natalie Wood es la encargada de tomar el relevo a la hermana y, por esos azares de la vida, y estando a la cuarta pregunta y sin perspectivas de ganar ni un dólar, la joven acepta sustituir a la stripper que les ha fallado en la programación en un teatro del género burlesque, considerado ínfimo y de nula categoría estética en el circuito de espectáculos teatrales. Y así comienza una carrera en la que acabará teniendo una sólida reputación. Parte de su «leyenda» es la libertad con que afronto su vida privada, en la que se cuentahaber tenido un hijo con Otto Preminger o un romance apasionado y público con la novelista Carson McCullers. La película rodada en formato amplio, con una puesta en escena insuperable y un vestuario que fue nominado a los Oscars, es un derroche de estética al que acompaña una partitura musical extraordinaria de Stephen Sondheim cuya relación con la historia narrada va más allá de lo imaginable, porque en ese personaje abusivo de Rose Thompson Hovick vio Sondheim a su propia madre, quien abusó de él despiadadamente tras haber sido abandonada por su marido, un abuso que ni siquiera desdeñaba la insinuación sexual al hijo. Desde esta perspectiva se entiende a la perfección la escena en la que la madre vuelve a casa de su padre y le roba una placa de oro para empeñarla y poder seguir alimentando sus sueños de gloria con el espectáculo de sus hijos. Como se aprecia, estamos ante un drama potente, y si en la parte coprotagonista tenemos a un Karl Malden en un registro inesperado, la calidad de la película se acrecienta más que notablemente. ¿Cuál es el «pero»? A juicio de este crítico, la sobreactuación constante de Rosalind Russell, un exceso se mire como se mire, y no digo se oiga como se oiga porque a ella, como a Natalie Wood, que encarna a la reina del Strip-tease, las doblaron en los números musicales. Hay, sin embargo,  momentos, como el de la espera en la estación, con una escenografía teatral muy sugestiva, cuando ella se entera de la «deserción» de su gran esperanza rubia, en que su registro cambia y asistimos a unos momentos de plena emoción genuina.

         De algún modo, la vida de la madre y las hijas, junto con el amante de la madre, es una vida errante, de ciudad en ciudad, buscando siempre un teatro donde ser contratadas, por eso al serlo en uno del burlesque, la primera reacción de la madre es salir por piernas, porque ve en él algo así como la decadencia del futuro de sus hijas, sobre todo de la pequeña llena de arte y gracia.

         La película sigue las pautas de las obras biográficas en las que las canciones forman parte de la narración por sus letras, en vez de ser un mero condimento externo de la trama. En consecuencia, esa estrecha unión nos permite abordar la historia de la madre desde dos perspectivas complementarias, los diálogos y las canciones. A este respecto, cabe recordar que la relación de Sondheim con su madre fue tan catastrófica como la de Gipsy y June Havok con la suya, y eso se advierte en el modo acerado y hasta cruel como se presenta a la madre, aunque tenga algunos momentos de «debilidad» que permiten escapar del cliché para ofrecérnosla como el personaje complejo que fue.

         En el anecdotario cabe destacar que las dos hermanas riñeron por el modo como June entendió que se la presentaba, aunque cobró lo suyo para aceptar la realización de la película como una suerte de «biografía autorizada”. Así mismo, es reseñable que Rosalind Russell y June Havok trabajaran juntas en Los caprichos de Elena (My sister Eileen), de Alexander Hall.

         En definitiva, un magnífico programa doble musical con dos muestras, una temprana y una crepuscular, de un director del que, cada película que veo, más admirador me vuelvo.

 

 

 

 

martes, 29 de junio de 2021

«Ingrid Bergman: Retrato de familia», de Stig Björkman y «Sylvia Plath: Dentro de la campana de cristal», de Teresa Griffiths: la intimidad vulnerable.

 


Título original: Jag är Ingrid

Año: 2015

Duración: 114 min.

País:  Suecia

Dirección: Stig Björkman

Guion: Stig Björkman, Dominika Daubenbüchel, Stina Gardell

Música: Eva Dahlgren, Michael Nyman

Fotografía: Eva Dahlgren, Malin Korkeasalo

Reparto: Documental, intervenciones de: Ingrid Bergman, Jeanine Basinger, Pia Lindström, Fiorella Mariani, Isabella Rossellini, Isotta Rossellini, Roberto Rossellini, Liv Ullmann, Sigourney Weaver. Voz: Alicia Vikander.

 


Título original: Sylvia Plath: Inside the Bell Jar

Año: 2018

Duración: 59 min.

País: Reino Unido

Dirección: Teresa Griffiths

Música: Guy Farley

Fotografía: Jonathan Partridge

Reparto: Documental.

 

  Dos aproximaciones biográficas sobre la inseguridad y la ambición del triunfo: Una actriz y una escritora: Ingrid Bergman y Sylvia Plath en busca de su lugar en el mundo.      


Dos mujeres muy distintas, dos vidas separadas por un abismo: el de la fortaleza vital mantenida contra viento y marea  y el de la vulnerabilidad psicológica. Ambas dan pie a dos documentales en los que las imágenes de época marcan de forma determinante el interés del espectador, porque no es lo mismo una vida en imágenes (con el riesgo implícito de caer biopic) que las imágenes de una vida, las cuales nos rescatan una visión, a menudo inédita, de la artista en cuestión.

         En el caso de Sylvia Plath hay pocas imágenes en movimiento y muchas fotografías que, bien montadas, nos permiten recrear lo que fue su estancia en Nueva York, inicio de una carrera literaria que tardaría lo suyo en traspasar las a menudo férreas lindes de la intimidad para acceder al gran público, algo que a ella le sucedería con posterioridad a su suicidio. No hace mucho, cuando vimos Nieva en Benidorm, de Coixet, nos sorprendió la referencia a Sylvia Plath y su vinculación con la localidad, donde pasó parte de su luna de miel con el poeta Ted Hughes, que alguna participación tuvo, indirecta, en el desengaño y la desolación de su esposa. La vida doméstica de la poetisa y autora de diarios y una novela decididamente autobiográfica no soportó la infidelidad del marido y acabó suicidándose, tras de lo cual, le llegó el reconocimiento a su obra, administrada, paradójicamente, por su marido, a quien se achaca la destrucción de una parte de sus diarios en los que se hablaba de su relación matrimonial. El documental, no obstante, se centra en la primera etapa de la vida intelectual de la escritora, cuando, siendo aún una adolescente, fue «becada» por una revista para instalarse en Nueva York con otras aspirantes a artistas para desarrollar sus capacidades. La vida de la ciudad en esos años, su juventud, el choque entre la mentalidad propia de una vida familiar muy restringida y controlada por su madre, y el bullicio y el dinamismo de la ciudad «que nunca duerme» permiten al espectador bucear en un momento de la historia de la ciudad en el que se va perfilando una nueva concepción de la mujer, alejándola del rol tradicional de ama de casa para convertirse en elemento dinamizador de un nuevo modo de entender a las mujeres y su relación con los hombres, aunque los desequilibrios psicológicos de la poetisa, quien con toda probabilidad padecía bipolaridad según los últimos diagnósticos, la llevaron a perecer en el intento. El documental presenta los valiosos testimonios de las jóvenes que compartieron con ella la aventura neoyorquina de abrirse a horizontes para los que se habían de tener no pocas cualidades. Es cierto que la poesía no es, en principio, un “arma social” que pueda abrir excesivas puertas, pero no es menos cierto que el contacto con el periodismo siempre ha abierto campos insospechados para los dominantes amantes de la escritura. Lo que llama la atención del espectador es esa aura de alejamiento que rodea a la autora, a la que, incluso aun sonriendo en grupos y fiestas, se la percibe sola y vuelta a su atormentado interior, en aquellos años, de fabulaciones que, andando el tiempo, se cumplirían para bien y para mal. Poco se sabía, entonces, de la bipolaridad y los peligrosos extremos, maniaco y depresivo, de la misma, y es muy posible que un tratamiento específico, como los actuales, la hubiera salvado la vida. En fin, especulaciones absurdas. El testimonio de la hija —su hermano también se suicidó— añade ese factor emocional que permite evocar su vida como un acto de belleza y de imposible supervivencia a las adversidades que a menudo conlleva el mero hecho de vivir.

         El documental, más largo, de Ingrid Bergman se sustenta sobre un material documental que la actriz cuidó desde bien pequeña y en la que ella aparece como protagonista de películas rodadas por su padre, un gran admirador de ambos, del cine y de ella, y por películas familiares rodada por ella misma o por allegados como, por ejemplo, su conflictivo emparejamiento con otro grande del cine, Rossellini, a quien ella buscó. El recuerdo de los padres, de sus diarios de última adolescencia y juventud, así como cartas a sus amigas y, después a su marido, de quien se separa temporalmente tras aceptar un contrato en Hollywood, permiten ir indagando en una personalidad muy abierta a nuevas experiencias vitales que fueron conformando una suerte de vida nómada en la que, a pesar de su indudable espíritu maternal, sus hijos fueron los grandes damnificados, no tanto por negligencia de ella, cuanto por la intensa necesidad de compartir más tiempo con ella y disfrutar de su alegría y de su cariño. Si la vida de los artistas a veces es dura, la de los hijos de los artistas no lo es menos, emocionalmente, al menos.

         El documental perfila la biografía de una profesional volcada en su carrera, con una entrega absoluta que la lleva a anteponerla a sus propias circunstancias familiares, lo que va forjando una independencia que solo se somete a alguien cuando ella lo desea, como fue el caso de su relación con Rossellini, con quien hizo algunas películas extraordinarias, Stromboli, Te querré siempre o Ya no creo en el amor. Hoy no nos hacemos cargo de lo transgresor que fue abandonar a su marido y su hijo en Usamérica para irse a vivir sin matrimonio de por medio con otro hombre, en Italia, pero la campaña mediática contra la actriz acabó convirtiéndose poco menos que en una aversión nacional contra la actriz, quien pasó mucho tiempo sin regresar para rodar allí, y donde no volvería a instalarse, porque tras la unión con Rossellini, se instaló en Francia y posteriormente en Inglaterra. Es gracioso oírle explicar la necesidad que tenía de rodar algo que no entrañara tan alto pathos dramático como los rodajes de Rossellini le imponían. Por eso aceptó rodar con Jean Renoir una deliciosa farsa cómica como Elena y los hombres y, más tarde, Anastasia, por la que recibió un Oscar.  Interesante sobremanera es su relación con otro importantísimo compañero de profesión, Ingmar Bergman, sueco como ella, y cuya «autoridad» tanto le imponía.

         La presencia ante cámara de los hijos, explicando la historia de sus padres, y más específicamente de su madre, consigue levantar ante los espectadores la biografía íntima de la actriz con una naturalidad exenta de poses e imposturas que los espectadores agradecemos de corazón. Son innumerables las anécdotas que salpican el relato y que consiguen esa magia de hacernos partícipes a los espectadores de la vida cotidiana de una actriz que, ya desde Casablanca, conquistó un lugar inexpugnable en nuestra memoria.

         Cuando volvió a Usamérica, un periodista, a pie de la escalerilla, por la que descendió majestuosa, le preguntó si se arrepentía de algo. Ella contestó que solo se arrepentía de lo que no hacía. Me parece una perfecta definición de su personalidad y de su carácter.

        

 

 

domingo, 20 de junio de 2021

«Fanny y Alexander», de Ingmar Bergman, la serie.

 

Un homenaje al teatro, la libertad, la familia y una condena sin paliativos del terror religioso.

 

Título original: Fanny och Alexander

Año: 1983

Duración: 312 min.

País:  Suecia

Dirección: Ingmar Bergman

Guion: Ingmar Bergman

Música: Daniel Bell

Fotografía: Sven Nykvist

Reparto: Bertil Guve, Pernilla Allwin, Gunn Wållgren, Ewa Fröling, Jarl Kulle, Erland Josephson, Allan Edwall, Börje Ahlstedt, Mona Malm, Gunnar Björnstrand, Jan Malmsjö, Mats Bergman, Lena Olin, Peter Stormare.

 

         Rodada con anterioridad a la película que se extrajo de ella y que fue galardonada con cuatro Oscars en 1983, hasta hoy, y a pesar de lo muchísimo que me gustó la película, no había tenido la oportunidad de ver la serie completa, aunque en su día fue emitida por TVE. Sin duda debido al tiempo transcurrido desde entonces, me veo incapaz de decir con exactitud qué entra y qué no en la película de cuanto rodó Bergman, porque ahora, como serie, todo transcurre de un modo tan coherente que las historias laterales que adquieren, imagino, más relieve en la serie, como la del hermano que desprecia a su mujer alemana es posible que ni siquiera apareciera, al menos en su totalidad, en la película.

         Llevados por el amor al buen recuerdo que teníamos de la película, decidimos mi Conjunta y yo ver la serie completa, y he de decir que el tiempo no solo no la ha erosionado, sino que ha acrecentado su valor, tanto el estético como el humano y el intelectual.  Tomando como eje narrativo la celebración navideña de una familia dedicada al teatro y articulada en torno a la matriarca del clan, que tiene un amante judío y vive en una mansión donde se albergan todas las familias de los hijos, venidas para tal ocasión, la película va a adoptar en buena parte del metraje el punto de vista de un niño, Alexander, quien, junto con su hermana Fanny, dan título a la obra. Fanny tiene una menor presencia en la trama, pero el inteligente y rebelde hijo del gran cómico de la familia, casado con una mujer mucho más joven, se erige en uno de los protagonistas de la serie, sobre todo cuando, tras la muerte del padre, la madre se deja cortejar por el obispo y accede a casarse con él. Si la mezcla de ficción y fantasía que viven los niños a través de las representaciones teatrales que les hace el padre consiguen crear una atmósfera de misterio, la llegada al austero palacio arzobispal los abocará a vivir una auténtica odisea de terror que ni siquiera excluye la violencia contra Alexander, quien se resiste a dejarse dominar por el obispo, al tiempo que no entiende, con sus diez años, cómo la madre ha podido dejarse embaucar por él, que representa justo lo contrario de la permisividad, la libertad y la imaginación del padre fallecido en el transcurso de los ensayos de Hamlet, lo que dará pie a que el fantasma del padre se pasee por la casa y entable una relación con el hijo.

         Estamos en presencia de una obra coral, en cierta forma incluso chejoviana, a juzgar por la naturalidad sin estridencias con que se desarrollan conflictos que, sin embargo del tono cordial y festivo de buena parte de la obra, tienen un innegable dramatismo: el hermano catedrático que se considera un don nadie, casado con la encarnación de la sumisión, permanentemente al borde de un suicidio siempre pospuesto por la comodidad y la cobardía propias del personaje que maltrata a su mujer de un modo intolerable;  la historia terrible del matrimonio de la viuda del hermano mayor con el obispo, que se convierte en un casus belli para la familia, la cual consigue, a través del amante de la abuela, liberar de su secuestro a los nietos y sobrinos, Fanny y Alexander, quienes se esconden en la casa laberíntica y fantasmal del amante judío de la abuela. Las dos reclusiones de familiares «incómodos» en la familia del judío y en la del obispo… En la casa del amante judío, la presencia magnética de un personaje inquietante, con supuestos poderes extrasensoriales, consigue darle a la trama una dimensión casi paranormal que nos acerca a una suerte de vudú en el que se mezclan los deseos del personaje demente y del niño, con un resultado que pertenece al desenlace y que no puedo avanzar.

         Toda la serie está construida sobre el agudísimo contraste entre la imaginativa capacidad liberadora del arte y la castración del pietismo luterano tan estricto como hipócrita. Teóricamente, la irrupción del obispo en el momento del funeral del regente del teatro habría de mostrar la irradiación empática y compasiva de este, pero su presencia amorosa no esconde en ningún momento la doblez definitoria del personaje, quien no tarda, tras la propia boda con la viuda, en marcar el perfil terrorífico del sádico que intenta doblegar a espíritus cuyo ecosistema, digámoslo así, era el de la invención, el humor y cierto hedonismo.

         Recordemos que uno de los Oscars que recibe la película es el de vestuario, lo cual nos indica que, para esta serie, los productores, el Estado sueco entre ellos, echaron la casa por la ventana, lo cual se manifiesta en una puesta en escena lujosísima que se corresponde con el nivel económico alcanzado por la familia, a través del trabajo, eso sí. De hecho, Fanny y Alexander supuso la «reconciliación» de Ingmar Bergman con su país del que se había exiliado de forma estridente por cuestiones fiscales. ¡Y a fe que lo complacieron! En ese proyecto se reencuentra no solo con buena parte de sus actores fetiches, sino con quien marcó, por decirlo así, su «sello» icónico, a través de la cuidadosísima fotografía de sus películas, con un uso casi expresionista del primer plano —¿Deberíamos adjudicarle a Bergman el título inventado de «Primer Primerplanista» de la Historia del Cine? Seguro que hay unanimidad en la respuesta…—: Sven Nykvist, con quien rodó 17 películas, si no se me olvida alguna, y obtuvo dos Oscars merecidísimos: por Fanny y Aleander y, previamente, por Gritos y susurros.

         La mezcla de muchas vetas argumentales convierte esta obra de Bergman en lo que él consideraba que era: su testamente cinematográfico. Aquí esta todo él: las complejas relaciones matrimoniales; el teatro; la crueldad religiosa; la intensa vida de los espíritus en contacto con los vivos; la infancia, con sus gozos y sus sombras; los sinuosos caminos del amor y, al final, una propuesta de renovación constante de la vida y de la esperanza. Sí, Fanny y Alexander es una celebración por todo lo alto del CINE, y merece ser vista con  suma atención, porque, a diferencia de la película sacada de ella, la totalidad del rodaje tiene momentos extraordinarios que nos llegan, además, con el excepcional y agudo sentido del humor del director sueco. En este Ojo, con esta crítica, serán ya once las películas criticadas de Bergman, de quien, si no me agota el cansancio crítico, deberían de figurar la totalidad de sus setenta obras.

         ¡Que la disfruten!

        

sábado, 19 de junio de 2021

«El diablo y yo», de Archie Mayo, una comedia mefistofélica…

 


El humor inteligente bajo el código Hays: El diablo y yo o un trato que un delincuente no podrá rechazar… 

Título original: Angel On My Shoulder

Año: 1946

Duración: 101 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Archie Mayo

Guion: Harry Segall, Roland Kibbee. Historia: Harry Segall

Música: Dimitri Tiomkin

Fotografía: James Van Trees (B&W)

Reparto: Paul Muni, Anne Baxter, Claude Rains, George Cleveland, Onslow Stevens, Erskine Sanford, Marion Martin, Hardie Albright.

 

El director de Una noche en Casablanca, El bosque petrificado y la excepcional Svengali [que, como clásico que es, recomiendo encarecidamente a todos los amantes del séptimo arte], Archie Mayo, se despidió del cine con esta película, en 1946, tras haber comenzado su carrera en 1917. No figura entre los «grandes», en ese Olimpo de Ford, Welles, Dreyer, Kurosawa, Godard, etc., pero cualquier película suya, al menos las que yo he visto, no dejan indiferentes al espectador, y, en algunos casos, lo clava en el asiento con un poder hipnótico que nada tiene que envidiar al de los merodeadores habituales de ese alto pedestal glorioso.

         El comienzo de la película es impactante. Un jefe mafioso sale de la cárcel y es recogido por su lugarteniente. Van charlando animadamente y reconociéndose la lealtad mutua inquebrantable que les ha permitido sobresalir en sus sucios negocios cuando, de repente, el conductor saca una pistola con la que apunta a su jefe y le pega los cuatro tiritos que lo llevan no a mejor vida, imposible para un precito como él, sino a donde ese nombre indica: al infierno. Y aquí entramos en una escenografía del infierno bajo tierra en la que «aparece» el delincuente, que pasa de una cárcel a otra, más calurosa. No es la primera vez que el infierno aparece en el cine, por supuesto, lo hizo desde la época muda, cuando Giuseppe de Liguoro, Francesco Bertolini y Adolfo Padovan rodaron en 1911 una adaptación de La divina comedia de Dante, si bien ya en 1907 Segundo de Chomón había visitado ese espacio. Estamos, pues, en terreno conocido y bien roturado. La escenografía de la película de Mayo es archiconvincente y más aún la personificación de Belcebú como un atildado burócrata que parece haber esperado como agua de mayo la llegada del delincuente, quien, como cautivo que no piensa más que en salir de su segundo y mucho más penoso cautiverio, pues ha de trabajar como fogonero hasta la extenuación de sus fuerzas, momento en el que será «desechado» definitivamente, no duda en aceptar un trato que le propone Belcebú: ha de hacer un «trabajito» para él: meterse, como espíritu que es, en el cuerpo de un juez, de quien es el doble exacto, para desacreditarlo, porque representa lo que conocemos como «el imperio de la ley». El jefe mafioso, a cambio, podrá usar ese cuerpo para ajustar cuentas con su lugarteniente y deshacerse de él.

         Y allá emergen los dos, como espectros, en una ciudad en la que pasan desapercibidos hasta que un infarto del juez le permite a Belcebú «meter» en el cuerpo del juez el alma, ¡y la personalidad!, del delincuente, quien no conserva nada de los «saberes» y «maneras» del juez, por lo que cuando este despierta de su cardiopatía y metamorfosis, quienes rodean al juez se asombran del modo tan extraño de hablar y de conducirse de este, como si se hubiera convertido en la otra persona que en realidad es, y ello incluye, ¡y cómo no!, la relación con su prometida, una relación bastante «sosa» a la que el «nuevo» juez le va a echar una pimienta que choca en todo momento con la pudibundez del código Hays que no permitía ciertas «expansiones» de tipo sexual en las escenas, aunque  son constantes los intentos del personaje por disfrutar de los encantos de su novia.

         Claude Rains, el inmortal jefe de policía francés de Casablanca, de Michael Curtiz y el malvado enamorado de Encadenados, de Hitchcock, tiene aquí, junto al hiperversátil  Paul Muni, un papel protagonista que le hace justicia. Completa el trío Anne Baxter, que les da la réplica exacta para construir una comedia que, sin provocar grandes carcajadas, si permite verla con una permanente sonrisa, aunque cuando una banda de mafiosos quiere boicotear un discurso electoral que él mismo ya estaba dispuesto a autoboicotearse, siguiendo las indicaciones de Belcebú, el gag cómico lo acaba convirtiendo, tras enfrentarse a puñetazo limpio con ellos [«¡Que son los tuyos!» —le grita Belcebú, en medio del fregado…] en un héroe, y potenciando aún más su candidatura. De igual manera, el nuevo Juez confunde a su novia con una antigua amante suya que, por el arte de birlibirloque de los excepcionales guionistas hollywoodienses, acaba siendo llevada a su despacho de juez para tomar o no ciertas medidas cautelares. La escena

         En este tipo de comedias, el planteamiento y el desarrollo inicial suelen ser muy buenos, pero no así un desarrollo que, inevitablemente, ha de llevarnos a que el protagonista reconsidere que hay otro mundo muy distinto de su mundo de la delincuencia, la violencia, el crimen organizado, y que una vida de familia y el amor de una mujer son un futuro la mar de deseable. Con todo, ni en esos momentos «líricos», llamémoslos así, Archie Mayo deja de atrapar al espectador en la perfecta trama que este sigue con esa atención que exige siempre un desarrollo coherente con los inicios, aunque los malentendidos iniciales dejen paso a consideraciones de otro calibre. Los diálogos son, sin excepción, brillantes, y la caracterización de Muni como un bruto expansivo y arrollador, tan duro de cascos como espontáneo y vital, seduce a quienes lo ven justo como lo contrario del sutil Belcebú que lo mueve a su antojo, pero sin conseguir plenamente sus objetivos.

         Ni acaba de ser una screwball comedy ni un pastelón de la corrección política, aunque la puesta en escena infernal vale un potosí y las relaciones interpersonales del trío protagonista son un auténtico regalo para el espectador. Solo cabe disfrutarla.

        

viernes, 18 de junio de 2021

«More», de Barbet Schroeder, el crepúsculo de los hippies…

 

…O Lulú, la perdición de los hombres, a ti te van a llamar…

 

 

Título original: More

Año: 1969

Duración: 117 min.

País:  Francia

Dirección: Barbet Schroeder

Guion: Barbet Schroeder, Paul Gégauff

Música: Pink Floyd

Fotografía: Néstor Almendros

Reparto: Mimsy Farmer, Klaus Grünberg, Heinz Engelmann, Michel Chanderli, Henry Wolf.

 

   

      ¡Ya tenía yo ganas de echarme entre iris y retina este More que pasaba por ser un «clásico» de la contracultura hippie de los 60! Casi dos horas soporíferas que se aguantan sobre todo por las curiosidades geográfica y social y por la indiscutible calidad de la fotografía de uno de los grandes maestros de ese arte cinematografista: Néstor Almendros. El modo como está fotografiada la isla de Ibiza y los personajes lo es todo en esta historia de una deriva existencial típica de la época, pero con un componente naíf tan exagerado que acrecienta la bobería galáctica del  flower power que devino en un serio problema de adicción a las drogas y muy especialmente a la cocaína. Como suele ocurrir con muchas obras bien intencionadas, la crítica de esa deriva acabó convirtiendo Ibiza en el paraíso de los colgados, los de lujo y los de medio pelo, que de todo ha de haber en la viña del señor. Y, tras el deambular del protagonista, un joven alemán recién licenciado en busca de experiencias vitales antes de asentarse en su país de origen, por París, con una rocambolesca historia de una alianza con un ratero que, sin embargo, le dice que desconfíe de una mujer que puede convertirse en su «perdición», este acaba enamorándose y se dispone a reunirse con ella en Ibiza, adonde llega sin otra información que un nombre por el que se interesa al llegar y que, en efecto, la acaba conduciendo hasta la mujer. Que tal cosa suceda en la Ibiza de entonces es harto razonable, porque la imagen que se da de la isla se corresponde con la de un pequeño pueblo en el que casi todo el mundo parece conocerse, algo así como el Sitges de aquellos mismos años, cuando aún no se había masificado con el turismo. La isla, su capital, Ibiza, y una casa aislada en un entorno paradisiaco son  presentados en pantalla casi como una promoción turística de la misma, a juzgar por la cuidada escenografía que sirve de marco a una historia de amor con muchas limitaciones, sobre todo por la inexpresividad de ambos intérpretes, y por el ortopédico inglés del protagonista, que se las ve y desea cada vez que ha de pronunciar algunas palabras sueltas en castellano. De alguna manera, la isla se ofrece al espectador casi con el encanto de la Miconos griega, pero mucho más cerca, y mucha vista tuvieron quienes la convirtieron, poco después en una tendencia de moda.

         Toda la película gira en torno a la curiosidad infatigable del joven alemán por la drogadicción de su amada, a quien sigue por ese camino diabólico del consumo de heroína que aparece en manos de un exnazi para quien ambos acaban trabajando sin mayores explicaciones. También consumen alucinógenos, lo que provoca un estado de euforia vitalista muy distinto del estado de aplacamiento del «caballo», que siempre exige otra dosis a su debido tiempo. Está claro que el idilio que viven ambos en la casa rural, con esporádicas visitas a la capital, pasa por diversas fases, y que el idealismo romántico que los une al principio, al menos a él, se va disipando a medida que siguen esa senda autodestructiva de la heroína. De algún modo, la sed de experiencias acaba convirtiéndose en la triste dependencia de la droga, y entonces el supuesto amor libre que ambos derrochan con generosidad, y que Schroeder filma con elegancia y sin artificiosidad, deviene una convivencia opresiva y sin sentido. Condicionados por sus «monos», la isla se acaba convirtiendo en una cárcel. Más aún cuando él ha de trabajar para el alemán dueño del hotel donde se instala al principio con ella, ignorando voluntariamente interrogarla por su relación con él, sobre la que corre el famoso tupido velo que, al descorrerse y ponerse en evidencia, agravará la relación entre ambos.

         La película es muy tediosa, aunque el marco magnificente lo compensa todo. El personaje tiene mucho de criatura inexperta que, por mor de acumular experiencias, se deja llevar de un modo casi acrítico, y ella es una neoyorquina que vive al límite. De hecho, el ratero que previene al protagonista contra ella ya le dice que ha sido la ruina de muchos hombres. Hay, por lo tanto, una suerte de hechizo, al estilo del mito de Lulú, que acaba devorando a una nueva presa. En el plano simbólico, no está de más recordar que el exnazi se apellida Wolf, y que ella actúa, en cierto modo, como la Caperucita del cuento al que aquel permite ciertos caprichos solo para acabar recobrándola después. La fragilidad y el erotismo de la joven, combinados, constituyen, al margen del misterio constante que la rodea, un atractivo indudable para el joven alemán, de ahí que pierda la cabeza, y algo más, por ella.

         Ya digo, no obstante, que la película se alarga en exceso, aunque, siquiera sea por la curiosidad que genera su condición de película «maldita», las autoridades franquistas no tardaron en reaccionar ante ese paraíso de la droga que se había instalado en su territorio, pero sin excesivo éxito, el espectador lo perdona casi todo hasta el final terrible que tiene. Es cierto que la música de Pink Floyd era un reclamo del film, pero no puede hablarse de que sea exactamente una banda sonora, sino de unas apariciones muy concretas. En todo caso, puedo asegurar que, contemplada con ojos sociológicos y turísticos, la película continúa siendo muy atractiva. Aunque en Europa suponía prestarle atención a la generación psicodélica, bien pudiera decirse que esta película es algo así como el canto del cisne de esa generación, porque a los felices 60 les siguió una reacción conservadora de sociedades que se alarmaron  ante la sangría humana y el deterioro social que supuso el fenómeno del consumo masivo de drogas.

domingo, 13 de junio de 2021

«Possessor», de Brandon Cronenberg o la satánica posesión científica…

Sin la exquisitez formal de Antiviral, una fábula de posesiones asesinas que sacian la sed de hemoglobina del gremio entero de los vampiros…

 

Título original: Possessor

Año: 2020

Duración: 104 min.

País:  Canadá

Dirección: Brandon Cronenberg

Guion: Brandon Cronenberg

Música: Jim Williams

Fotografía: Karim Hussain

Reparto: Andrea Riseborough, Christopher Abbott, Jennifer Jason Leigh, Sean Bean, Tuppence Middleton, Kaniehtiio Horn, Hanneke Talbot, Rossif Sutherland, Christopher Jacot, Gage Graham-Arbuthnot, Raoul Bhaneja, Deragh Campbell, Ayesha Mansur Gonsalves.

 

         Pues parece ser que a Brandon Cronenberg, a pesar del apellido y de su excelente primera aparición como director con Antiviral, no le están poniendo las cosas fáciles. Ocho años de distancia entre la primera y la segunda película es casi una barbaridad, teniendo en cuenta, ya digo, el excelente nivel de su debut. Bueno, eso permitirá, sin duda, convertirlo de aquí a nada en esa cursilería de «director de culto», un marbete que indica procesos de creación que se apartan de la senda trillada de los superventas y aspiran a crear películas que respondan más a una necesidad creativa que a una decidida voluntad exhibicionista. No estamos acostumbrados al cine que se mira en sí mismo sin pensar inmediatamente en el espectador, pero Brandon Cronenberg lo practica con notabilísima habilidad, y Possessor es buena prueba de ella, no solo porque la complicación argumental te ponga muy difícil, a veces, saber quién está a los mandos de quién en esta obra en que una agresiva terapia cerebral permite el control remoto de los asesinos, sino porque las propias empresas que se persiguen ocupan una suerte de espacio de sombra en el ámbito de la realidad virtual que no ayuda a comprender «exactamente» de qué diablos se habla, al margen de que sea totalmente diabólico el asunto. Los espectadores, al menos este suprafirmante, pecamos de ese afán de conocer con exhaustividad lo que se nos está ofreciendo, y cualquier ambigüedad que mantenga su penumbra nos incomoda sobremanera.

         Como la película gira en torno al asesinato guiado a distancia por quien abandona su propio cerebro para meterse en el del verdugo o ejecutor en cuestión, la apertura de la película nos indica enseguida el nivel de «gore» al que nos vamos a enfrentar, porque la propia incisión craneal, con esa sangre espesa que rezuma, nos indica que entra dentro de lo posible que haya sangrías espectaculares, auténticos derroches de hemoglobina perfectamente utilizados no solo como elemento propio de cierto terror de origen paterno del autor, sino también con una voluntad estética y simbólica que se recogerá, a modo de cierre narrativo, en el desenlace.

         No creo que podamos hablar de cámara subjetiva en la película, pero sí, decididamente, de exploración de la subjetividad, en una suerte de viaje a medio camino entre lo psicodélico y lo chamánico, como se recoge en el propio cartel de la película en la que el coprotagonista, Christopher Abbott, ¡magnífica su interpretación a medio camino entre la depresión, el misticismo y la llamada irracional de una violencia que parece dominarle sin que él entienda el porqué de su comportamiento!, acaba ocultándose tras la máscara desfigurada de la asesina a distancia que lo guía en la orgía de destrucción y sangre que protagoniza y de la que, por un «fallo del sistema» no puede salir, al fallar el «pull me out» que pone, volándose la cabeza de un disparo, fin a la posesión asesina. Es ese fallo, precisamente, el que da pie a lo mejor de la película, que se centra en el último tercio de la misma, y para el que lo anterior no ha sido sino una morosa presentación sin la cual, sin embargo, no podemos apreciar la extraordinaria intensidad del tramo final.

El hecho de que el hombre/herramienta se acabe confundiendo con su poseedora genera una tensión servida con excelente factura visual, aunque siempre haya cabos sueltos que requerirían alguna explicación complementaria. Da igual, estamos dispuestos, viendo lo que vemos, a perdonarlo todo, porque esa suerte de lucha a distancia entre la poseedora y su posesión adquiere tintes casi épicos y, por supuesto, nos conducen hacia un desenlacen el que… Eso ya han de verlo todos ustedes por sí mismos.

         Como todo lo relativo al mundo cibernético, a la vicaria existencia virtual que amenaza con condicionar nuestra percepción sensorial de la realidad, todo lo que rodea el mundo de esas experiencias tiene algo de laboratorio de diseño, con una puesta en escena que combina múltiples realidades, entre las que una de las primeras es la consulta de una supuesta psiquiatra o consejera psicológico-empresarial que recibe a la «agente» con unas sillas cuyos asientos y respaldo parecen sostenerse como un esqueleto en el aire, ¡un impacto visual magnífico!, quizás el primero de los muchos que van a seguir en el desarrollo de la trama. Está fuera de toda duda que la puesta en escena es determinante en este tipo de obras en que lo distópico se nos presenta siempre como una realidad futura, nunca de nuestro presente. En la base de tanta aventura hay esquemas míticos básicos como la esquizofrenia de la protagonista, una sorprendente Andrea Risoborough, dividida entre sí mismo y su poseído, con quien lucha tanto como se sirve de él, y de un modo que va a sorprender mucho a los espectadores, desde luego, aunque insisto en que ni puedo ni debo adelantar nada. Con todo, ¡atención a la mariposa roja!...

sábado, 12 de junio de 2021

«The more the Merrier» («El amor llamó dos veces»), de George Stevens o el aticismo de la comedia usamericana.

Una agridulce comedia tan deliciosa como poco reconocida del oscarizado George Stevens: Un trío de lujo para una comedia perfecta: Jean Arthur, Charles Coburn y Joel McCrea. ¡Para no perdérsela!

 

Título original: The More the Merrier

Año: 1943

Duración: 104 min.

País: Estados Unidos

Dirección: George Stevens

Guion: Robert Russell, Frank Ross, Richard Flournoy, Lewis R. Foster. Historia: Robert Russell, Frank Ross

Música: Leigh Harline

Fotografía: Ted Tetzlaff (B&W)

Reparto: Jean Arthur, Joel McCrea, Charles Coburn, Richard Gaines, Bruce Bennett, Frank Sully, Clyde Fillmore, Stanley Clements, Jean Stevens.

 

         A veces, en la cinta de correr, he de dejar pasar los títulos de crédito para ver quién dirige la película que selecciono, sin más referencia que el título, para alegrar mi sesión atlética. Una vez conocido, en este caso, el trío protagonista y el director, entonces ya sé a qué atenerme; pero, en esta película en particular, el prólogo con voz en off que nos introduce en la película es de tal brillantez que ya sabemos, sin necesidad de que la trama entre en «materia», que vamos a ver una obra de arte de la comedia que nos va a complacer sobradamente.

Y así ha sido, en efecto, porque la experiencia del espectador es raro que no sepa identificar un prólogo tan extraordinario  como el preludio de una situación que, desarrollada como aquí se hace, va a depararnos situaciones cómicas tan bien encadenadas que vamos a seguir la película con un gozo extraordinario. Se trata de una película de actores, sí, y los tres, sobre todo Charles Coburn y Jean Arthur, exhiben una vis cómica que ni siquiera necesitaría los estupendos gags que construye el guion para su lucimiento y nuestra diversión. La situación, como muchas de las comedias disparatadas usamericanas de aquella época —recordemos que se rueda en plena Guerra Mundial, y que contribuir a la distracción y a subir la moral patria era una «necesidad» nacional— puede parecernos rebuscada, pero, al parecer, respondía a una realidad acuciante: la llegada, casi en aluvión, de nuevos residentes a la capital del Estado para sumarse al esfuerzo bélico hizo que no quedara una habitación vacía en toda la ciudad. Un millonario retirado llega a la capital, invitado por el senador de su estado para participa en un comité sobre la vivienda y se percata de que no tiene alojamiento, de que su suite reservada en el hotel aún no está disponible, por lo que ha de ingeniárselas para, tirando de picaresca, dar esquinazo, primero, a quienes se presentan para ocupar una habitación y, segundo, convencer a la persona que lo alquila, por espíritu patriótico, de que acepte a un varón en vez de a una mujer. Al poco de instalarse, el viejo le pregunta por qué no se ha casado, mientras pone, de forma paralela, un anuncio ofreciendo una cama en una habitación, es decir, subarrienda la suya propia, y escoge nada menos que al más que bien parecido Joel McCrea con un ojo clínico casamentero infalible.

De hecho, si dejamos al lado la crítica mordaz sobre la vivienda y la ausencia de hombres en una ciudad llena de mujeres, bien podríamos entender que Coburn, como veremos más adelante, cuando se trate de romper el compromiso matrimonial de la protagonista con un novio que antepone su carrera y su buen nombre a su matrimonio con ella, es algo así como la encarnación de San Valentín, aunque a años luz, en calidad, del de la película española que tanto éxito de público tuvo, con el actor Jorge Rigaud, El día de los enamorados, de Fernando Palacios. Las maniobras sutiles de Mr. Dingle son toda una lección de tercería para que dos «bobos» enamorados no acaben torciendo su destino por el compromiso de ella con un Charles J Pendergast, soberbiamente interpretado en toda su crudeza antiviril por Richard Gaines, a quien se opone, aunque de forma renuente, un Joe Carter (Joel McCrea) que se presenta poco menos que como un sex symbol capaz de atraer, como en la divertida  escena del restaurante, a esas mujeres que en Washington estaban en una proporción de 8 a 1 respecto de los hombres, por el conflicto bélico.

La película no se aparta de sus inicios, de la superpoblación de la capital y de los grandes problemas que genera la misma. De ahí el excelente gag continuado del horario de actividades que le dibuja la anfitriona a Mr. Dingle y que este acabará compartiendo con su realquilado. Hay escenas, como la de la azotea llena de gente tomando el sol que incluso adquieren el carácter de memorables, no solo por la naturalidad con que está representada, sino por los excelentes gags a que da pie, y en eso ha de reconocerse que los guiones de estas comedias siempre tienen un excedente de ingenio que hace muy difícil que naufrague en ellos la atención y/o la diversión del espectador, y ello porque hay un trabajo muy eficaz en el retrato de los personajes, el cual siempre permite extraer de los protagonistas rasgos que abonan este o aquel gag íntimamente relacionado con ellos.

La dirección de Stevens acompaña el ritmo, a veces frenético, otras sereno y otras íntimo de tal manera que la película acaba rezumando clasicismo por todas sus secuencias. En algún caso, además, como el de la toma de los dos enamorados en la cama, separados por un tabique, de noche, con una iluminación que realmente los presenta como —¡Ah, atrevimiento desvergonzado para la época, dado que no están casados!— si estuvieran compartiendo un solo lecho, el virtuosismo de Stevens raya a grandísima altura.

Como no me parece que sea una de las comedias más conocidas de la época dorada de Hollywood, imagino que para los muy contados espectadores que siguen las críticas de este Ojo, será una más que grata sorpresa. Espero no equivocarme, aunque nadie se olvide de descartar cierta ñoñez propia del puritanismo tradicional usamericano, por supuesto, al que aquí se combate con cierta mordacidad.